El régimen del apartheid era un mundo partido en
dos. No era meramente un sistema político caracterizado por la segregación y
negación más absoluta de derechos iguales, sino que sobre todo era un sistema
económico, el capitalista, que en el caso de Sudáfrica esgrimía el racismo como
mecanismo que validaba el hecho de que una minoría blanca tuviera el control
total de las minas, las tierras, las fábricas, los comercios y los bancos.
Carlos Rivera Lugo / Especial
para Con Nuestra América
Desde Puerto Rico
El 24 de junio de 1975 aterricé en Lorenço
Marques, capital de Mozambique, entonces provincia portuguesa de ultramar. Así constaba en el sello con el que el
oficial portugués de inmigración registraba mi entrada al país. Estaba lleno de emoción para presenciar un
acontecimiento histórico: a las doce de la medianoche se declararía formalmente
la independencia de Mozambique. Iba en representación
del Secretariado de la Organización de Solidaridad con los Pueblos de África,
Asia y América Latina (OSPAAAL), mejor conocida como la Tricontinental.
Poco antes de las doce fui llevado a un
estadio donde se produjo finalmente el traspaso del poder a manos del nuevo
gobierno del Mozambique libre, encabezado por Samora Machel, líder máximo del
Frente de Liberación de Mozambique (FRELIMO), cuyo compromiso era impulsar el
socialismo para potenciar un desarrollo que beneficiase a todo el pueblo,
particularmente la mayoría negra.
En ese preciso instante en que el reloj marcaba
el segundo exacto en que el 25 de junio de 1975 la libertad de un pueblo entero
se echaba a andar, tras años de una cruenta guerra de liberación nacional,
miles y miles de voces gritaban eufóricamente como testigos de la buena
nueva. Los combatientes presentes
llenaron el cielo de una lluvia de disparos como si buscasen ahora tomar el
cielo por asalto. Al día siguiente
cuando pasé nuevamente en el aeropuerto por un oficial de inmigración, ésta vez
era mozambiqueño y el sello estampado en mi pasaporte decía “Maputo, República
Popular de Mozambique”.
Ahora bien, no todos aceptaron la
independencia mozambiqueña de buena gana, en particular los colonos lusos. Animados por una especie de sed de venganza
por haber sido desplazados en sus posiciones de poder y de privilegio
económico-social, buscaron arrasar con todo lo que pudiesen antes de irse. Antes del éxodo de la mayoría de los 200,000
portugueses que residían en Mozambique,
ésta se encargó de tapar con cemento los huecos de los ascensores;
arrancó los inodoros, lavamanos y fregaderos de las casas que abandonaron, así
como las tuberías de agua y las instalaciones de electricidad; destrozaron los
tractores y demás equipos agrícolas. El
propósito era destruir toda la infraestructura que pudiesen, dejando a la
economía en ruinas.
Algo similar me relató un año después el
presidente fundador de Guinea-Connakry, Ahmed Sekou Touré, almorzando en su
casa con su familia, durante una visita posterior realizada por África. Cuando el pueblo guineano optó en un
referendo, celebrado en 1958, por la independencia completa frente a Francia,
el enfado de los frances fue tal que ni siquiera esperaron a que hubiera una
transición ordenada de poder y abandonaron abruptamente el país africano
rompiendo todo vínculo económico. Claro
está, no sin antes producir graves destrozos a la infraestructura del país y a
las dependencias gubernamentales, entre otras cosas.
Liberar las fuerzas productivas nacionales
Sekou Touré era miembro destacado de esa nueva
cosecha de líderes que encabezaban un oleaje descolonizador que iba arropando
al continente africano. Estableció una
alianza con Kwame Nkrumah, quien había llevado a Ghana a su independencia en
1956. Estudiosos del marxismo, ambos
estaban impresionados con la experiencia económica soviética por su rápido
desarrollo industrial, algo que entendían imprescindible si las nuevas naciones
africanas iban a descolonizarse verdaderamente.
Para ello hacía falta el desarrollo de economías independientes de las
economías capitalistas de las antiguas metrópolis.
Nkrumah había publicado una importante e
influyente obra titulada Neocolonialismo,
la etapa última del imperialismo, en el que advertía contra la nueva cara
de la dominación imperial. Según él, el
neocolonialismo es aquella condición en que un Estado formalmente soberano, en
la medida en que sigue dependiendo económica y políticamente de su antigua
metrópoli, seguirá siendo mandada en última instancia por ésta. El neocolonialismo se traduce en el ejercicio
del control imperial por medios económicos, comerciales y monetarios.
En su mensaje a la reunión constituyente de la
Tricontinental en febrero de 1966, el Che Guevara afirma: “El África ofrece las características de ser un campo casi virgen para
la invasión neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna medida,
obligaron a los poderes neocoloniales a ceder sus antiguas prerrogativas de
carácter absoluto. Pero, cuando los procesos se llevan a cabo
ininterrumpidamente, al colonialismo sucede, sin violencia, un neocolonialismo
de iguales efectos en cuanto a la dominación económica se refiere”.
En esa misma reunión, otro joven pensador marxista y líder africano,
Amilcar Cabral, secretario general del Partido Africano para la Independencia
de Guinea y Cabo Verde (PAIGC) puntualiza: “La liberación nacional
del pueblo es la reconquista de la personalidad histórica de ese pueblo, es su
regreso a la historia como un medio de destruir la dominación imperialista a la
cual ha sido sometido…Sólo la libertad, y nada más que ella, puede garantizar
la normalización del proceso histórico del pueblo. En consecuencia, podemos
concluir, que hay liberación nacional cuando y sólo cuando las fuerzas
productivas nacionales están completamente libres de dominación extranjera. El
fenómeno de la liberación nacional corresponde, esencialmente, a una
revolución”.
El cerco a Sudáfrica
Sin embargo, el
régimen de Sudáfrica andaba al acecho, sintiéndose cada vez más cercado por los
sucesivos triunfos de los movimientos de liberación nacional representativos de
las grandes mayorías negras y su ascenso al gobierno a través de todo el
continente.
A poco de haber
el Movimiento Popular para la Liberación de Angola
(MPLA) proclamado unilateralmente la independencia de Angola en noviembre de 1975, habiendo el también
pensador y luchador marxista Agostinho Neto asumido
como el primer presidente y produciéndose el éxodo inmediato de los colonos portugueses,
el régimen racista de Sudáfrica se plantea avanzar militarmente hasta Luanda,
la capital del país recién independizado.
Su superioridad militar le permitió avanzar en poco tiempo hasta llegar
a poca distancia de la capital, donde fue detenido heroicamente por una fuerza
combinada de soldados del MPLA y soldados de un aliado estratégico de su causa:
Cuba.
Fue la primera derrota sufrida por las temibles fuerzas militares de
África del Sur. De paso, Ángola se convirtió en un centro importante de operaciones
para la SWAPO, las siglas en inglés de la Organización Popular de África del
Sudoeste, el principal movimiento de liberación nacional de Namibia, al sur de
Angola, territorio colonial bajo el control del régimen sudafricano y dónde
éste también había implantado su política de apartheid contra la mayoría negra.
El régimen racista y capitalista sudafricano temía en que pudiera
eventualmente ser arrasado por esta marejada revolucionaria, claramente
identificada con el marxismo, que se extendía por toda la parte sur del continente, desde Mozambique hasta
Angola, e incluso la antigua Rhodesia, que en 1980 consigue su independencia
como Zimbabwe y pasa a ser gobernada por la Unión Nacional Africana de
Zimbabwe, presidida por otro líder marxista, Robert Mugabe.
Sudáfrica finalmente no puede evitar la independencia de Namibia, cuyo
primer gobierno es encabezado por la SWAPO.
Era una coyuntura histórica calificada a escala mundial como
revolucionaria en su potencialidad. El
llamado “Tercer Mundo”, apoyado por el llamado “Segundo Mundo” integrado por la
URSS, los demás países socialistas europeos, así como los países socialistas de
Asia como China, Viet Nam y Corea del Norte, se erigen en un bloque mundial de
fuerzas frente al “Primer Mundo” capitalista.
Incluso, se plantea la creación un Nuevo Orden Económico Internacional,
desde la Asamblea General de la ONU, donde los países integrante del “Tercer
Mundo” se constituyen en nueva mayoría.
Dicho Nuevo Orden debía garantizar unas nuevas relaciones económicas y
políticas internacionales basada en la igualdad soberana de los pueblos y la
equidad.
La
contrarrevolución neoliberal
Las demandas anteriores constituyeron un emplazamiento antisistémico
que, sin embargo, provocaron una reacción que tuvo, por un lado, un componente
contrainsurgente y, por otro lado, una dimensión económica, cuyo propósito era
facilitarle al capitalismo reestablecer un balance de fuerzas a favor de sus
intereses, globales o localizados. Para ello se acude al asesinato, la
conversión ideológica o a la corrupción de dirigentes, así como al fomento de
guerras civiles y la desestabilización continua de la economía del país.
En 1989, con la caída de la URSS y el resto del campo socialista
europeo, el llamado “socialismo” en África pierde no sólo un estratégico
aliado, sino que también un referente teorico y práctico que le animó el
radicalismo de sus objetivos. La
contrarrevolución neoliberal arropó al planeta, intentando convencer a unos y
otros, que se había llegado al fin de la historia, habiendo pasado el
socialismo a mejor vida y sólo quedando el capitalismo como realidad universal
ineludible. Como consecuencia,
acorralados por la inesperada vuelta de tuerca dada por la historia, los nuevos gobiernos africanos no pudieron
completar el tránsito de la libertad política a la libertad económica. El radicalismo fue cediendo crecientemente
ante el pragmatismo “políticamente razonable”.
En medio de dicha tragedia histórica, luego de 27 años en prisión, es
finalmente excarcelado una de las figuras más ilustres de la revolución
africana: Nelson Mandela, líder reconocido del Congreso Nacional Africano
(CNA), movimiento que encabezó la lucha contra el régimen racista al interior
de Sudáfrica. Al momento de ser apresado en 1962, había afirmado: “Los pueblos oprimidos y los opresores están enfrentados.
El día del ajuste de cuentas entre las fuerzas de la libertad y las de la
reacción no está muy lejos. No tengo la menor duda de que cuando llegue ese
día la verdad y la justicia prevalecera”.
En 1990, poco antes de su excarcelación reiteró que
entre las metas del CNA seguía estando el apoderamiento económico de la
población negra en su país. Para ello es inevitable, sostenía, promover “el
control estatal de ciertos sectores de la economía”, entre éstos la minería y
la banca. Sólo así se estaría en
condiciones de garantizar la imperativa redistribución de las riquezas del
país, hasta ese momento concentradas en manos de sus opresores.
Las dos caras del apartheid
En fin, el régimen del apartheid era un mundo partido en dos. No era meramente un sistema
político caracterizado por la segregación y negación más absoluta de derechos
iguales, sino que sobre todo era un sistema económico, el capitalista, que en
el caso de Sudáfrica esgrimía el racismo como mecanismo que validaba el hecho
de que una minoría blanca tuviera el control total de las minas, las tierras,
las fábricas, los comercios y los bancos, mientras que a la población negra se
le reducía a la nuda vida: a ser una fuerza de trabajo condenada a no disfrutar
de lo más básico para garantizar su existencia.
Sin embargo, cuando finalmente Nelson Mandela es liberado con el
propósito de encabezar las negociaciones con el régimen racista de Sudáfrica
para poner fin definitivamente a su política del apartheid, el cambio dramático en la coyuntura internacional
prácticamente le obligó a reorientar las miras para evitar la batalla en
ciernes entre negros y blancos. A su
entender, una guerra civil llevaría a Sudáfrica al colapso económico, como había
ocurrido por ejemplo en Mozambique y Angola, y al aislamiento en un mundo en
que el capitalismo globalizado, claramente alineado con el neoliberalismo, se
había erigido en fuerza dominante. Ya
los “mercados todopoderosos” se encontraban provocando agresivamente sus
turbulencias desestabilizadoras en la economía.
Ahora bien, la fuerza moral seguía estando a su favor y fue ésta en la
que se apuntaló para abrir paso primero a la libertad política, en espera de
que lo demás, la libertad económica, se potenciase luego producto de un cambio
en el balance de fuerzas tanto nacional como internacional. Por ello, decidió finalmente lanzar su
apuesta política por la reconciliación. Para
muchos, su mayor logro; para otros tantos, su mayor decepción.
Señaló Mandela en su toma de posesión el 10 de mayo de 1994: “El tiempo para la curación de las heridas ha llegado. El
momento de salvar los abismos que nos dividen ha llegado. El tiempo para
construir está sobre nosotros. Hemos alcanzado, por fin, nuestra emancipación
política. Nos comprometemos a liberar a nuestro pueblo de la servidumbre
permanente de la pobreza, de la privación, del sufrimiento, de la
discriminación de género y otras discriminaciones”.
Más adelante sentenció: “Somos
conscientes de que todavía no hay camino fácil a la libertad. Sabemos muy
bien que ninguno de nosotros puede por sí solo alcanzar el éxito. Por lo
tanto, debemos actuar juntos como un pueblo unido, para la reconciliación
nacional, para la construcción de la nación, para el nacimiento de un nuevo
mundo”.
El sueño inconcluso
Sudáfrica
inició así su democratización controlada de la mano de una economía neoliberal
a cargo de los blancos opresores y explotadores de antaño. Se pudo así superar la tiranía del apartheid en una sola de sus
ramificaciones, la política, mientras se dejó intacta la parte determinante de
ésta: el capital.
Señala Frantz Fanon en su monumental
obra Los condenados de la tierra:“La
independencia ha aportado ciertamente a los hombres colonizados la reparación
moral y ha consagrado su dignidad. Pero todavía no han tenido tiempo de
elaborar una sociedad, de construir y afirmar valores. El hogar incandescente en que el ciudadano y
el hombre se desarrollan y se enriquecen en campos cada vez más amplios no
existe todavía”.
Pero esa nueva sociedad no está en la
neutralidad frente a la explotación y opresión del hombre por el hombre,
puntualiza Fanon. Para el colonizado y
el oprimido, la nueva vida no puede surgir sino sobre el cadáver del régimen
colonial o neocolonial que le oprime. Sólo así entiende finalmente que dicho
orden no hace más que obstruir el camino a la libertad.
He ahí el sueño aún inconcluso: el
nacimiento de un nuevo mundo, la afirmación de una nueva posibilidad para la
libertad y su realización concreta más allá del capital.
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