“La batalla de Ayacucho –escribió Bolívar-, es la cumbre
de la gloria americana y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha
sido perfecta y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron
en una hora a los vencedores de catorce años y a un enemigo perfectamente
constituido y hábilmente mandado [...] Ayacucho, semejante a Waterloo, que
decidió el destino de la Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas”.
Sergio
Guerra Vilaboy* / Especial para Con Nuestra América
Desde La Habana, Cuba
Batalla de Ayacucho. |
El 9 de diciembre de 1824, hace ahora 190 años, el
general Antonio José de Sucre, a las órdenes de Simón Bolívar, quien un par de
días antes había entrado en la capital del Virreinato de Perú, obtenía el memorable
triunfo de Ayacucho sobre los doce mil hombres de los ejércitos del Virrey José
de la Serna, acontecimiento que significó la derrota definitiva del
colonialismo español en la América continental. Dos días antes de la histórica
batalla de Ayacucho, Bolívar había enviado las invitaciones al Congreso de
Panamá, con el propósito de impulsar la liberación de Cuba y Puerto Rico,
piezas claves en su proyecto de integración de las antiguas colonias españolas.
La victoria
de Ayacucho fue posible gracias al rumbo revolucionario que el Libertador había impuesto a la lucha
independentista desde 1816, al concitar la incorporación de las masas populares
al ejército patriota, a diferencia de lo que sucedía en otras partes del
continente. En gran medida la radicalización de Bolívar estaba asociada al
influjo y apoyo de la revolución haitiana. Fue la república negra que había
abolido la esclavitud y extendido la pequeña propiedad campesina, presidida por
Petion, “una especie de democracia patriarcal, a la vez nacionalista y
sosegada” como la definió el pensador y político dominicano Juan Bosch, la que
había acogido a cientos de criollos perseguidos por los realistas tras el
fracaso de la segunda república venezolana y la reconquista de Nueva Granada
por las tropas españolas en 1816.
En la generosa patria de
Louverture, el Libertador quedó
impactado por la espontánea solidaridad haitiana, por aquella sociedad de
hombres libres –la única en todo el continente-, que determinó un cambio
profundo en su pensamiento y convicciones revolucionarias. A tal extremo, que
todavía once años después de su estancia en este territorio caribeño, el 25 de
mayo de 1826, al dirigirse a los diputados al congreso constituyente de
Bolivia, puso a Haití como modelo de nación, a la que calificó “de la República
más democrática del mundo”.
De los antiguos esclavos, y en
particular del presidente Petion, a quien en ese mismo texto el Libertador llama “grande hombre”,
Bolívar recibió recursos materiales imprescindibles –artillería, fusiles,
municiones, cinco goletas y una imprenta- para reemprender la lucha por la
independencia. Desde su desembarco en suelo venezolano, a mediados de 1816, con
dos centenares de hombres, Bolívar quedó ligado a las demandas populares y al
principio de la igualdad. Convencido de la imperiosa necesidad de hacer
coincidir la aspiración independentista con la abolición de la esclavitud, el Libertador escribió a Francisco de Paula
Santander, el 10 de mayo de 1816: “Me parece una locura que en una revolución
de libertad se pretenda mantener la esclavitud”.
En una misiva posterior al propio
Santander, fechada el 20 de abril de 1820, agregó: “Es, pues, demostrado por
las máximas de la política, sacada de los ejemplos de la historia, que todo
gobierno libre que comete el absurdo de mantener la esclavitud es castigado por
la rebelión y algunas veces por el exterminio, como en Haití.” En consecuencia, lo primero que hizo el Libertador cuando pisó tierra venezolana
en Ocumare, el 6 de julio de 1816, fue dar a conocer un decreto abolicionista
editado en la pequeña imprenta obsequiada por los haitianos, donde señalaba:
“La desgraciada porción de nuestros hermanos que ha gemido hasta ahora bajo el
yugo de la servidumbre ya es libre. La naturaleza, la justicia, y la política,
exigen la emancipación de los esclavos. En lo futuro no habrá en Venezuela más
que una clase de hombres: todos serán ciudadanos.”
Este
decreto radical, inspirado por la revolución haitiana, le enajenó ahora el
apoyo de la aristocracia venezolana, cuyos miembros eran conocidos como mantuanos, lo que impidió estabilizar
sus fuerzas en el litoral venezolano y liberar, como era su propósito, el
corazón de la provincia de Caracas. Por ello, tras varios reveses y frustrados
desembarcos en su tradicional zona de operaciones, debió marchar al interior de
Venezuela (2 de abril de 1817), donde la correlación de fuerzas sociales era
ahora muy diferente a la existente durante las dos primeras repúblicas
(1811-12 y 1813-1814).
En
el preterido interior de Venezuela, Bolívar entró en contacto directo con las
fuerzas irregulares que allí actuaban contra España. Las exitosas guerrillas
populares de la Guayana y los llanos del Orinoco le dieron un contenido más
democrático a la lucha independentista. La marcada inclinación social que
adquirió la lucha emancipadora en esos territorios venezolanos, tenía también
que ver con la pérdida de influencia de la antigua oficialidad, de estirpe
aristocrática, que había dominado al ejército en las dos primeras repúblicas.
La política igualitarista le ganó a los patriotas el apoyo de los humildes
llaneros, que habían abandonado el campo realista ante el incumplimiento de las
promesas españolas.
Ello
dio una nueva dimensión social a la causa de la independencia. A diferencia de
las ordenadas y bien vestidas tropas de infantería de las dos primeras
repúblicas, la temible caballería llanera era, según la vívida descripción
dejada por un veterano de las guerras europeas, el coronel Gustavus Hippisley:
“[...] una mezcla extraña de hombres
de todos los tamaños y todas las edades, de caballos y mulas. Varios tienen
sillas, la mayor parte carecen de ellas. Algunos tienen frenos, otros simples
cabezadas de cuero o riendas. En cuanto a los soldados mismos, tenían desde
trece años hasta los treinta y seis a cuarenta, negros, morenos, pálidos, según
la casta a la que pertenecían. Montaban bestias hambrientas, rocines
resabiados, caballos o mulas; algunos sin calzones; sin ropa, no tenían de
vestido sino una tira de lana o de algodón azul en torno a los riñones y cuyo
extremo, pasando entre las piernas, se ata en la cintura. Cogían las riendas
con la mano izquierda, y en la derecha una vara de ocho a diez pies de largo,
con un fierro de lanza en la punta, casi plano, muy agudo y cortante por los
dos lados [...]. Una manta de cerca de una
vara cuadrada, con un hueco, o más bien una ranura en el centro, a través de la
cual quien la porta pasa la cabeza, cae de sus hombros, cubriendo así el
cuerpo, y dejando los brazos desnudos y en perfecta libertad para manejar el
caballo, la mula o la lanza.”
En
las márgenes del Orinoco, el Libertador
proclamó, a principios de 1819, en el congreso de Angostura, la restauración de
la República de Venezuela, tras consolidar su jefatura, autoridad y la
disciplina del ejército con la ejecución de Manuel Piar (16 de octubre de
1817), quien alentaba un movimiento sedicioso de tintes racistas. Desde esta
sólida base llanera, Bolívar emprendió la liberación de Nueva Granada,
Venezuela y Quito, campañas donde obtendría, entre otras resonantes victorias,
las de Boyacá (7 de agosto de 1819) y Carabobo (24 de junio de 1821).
En
Angostura, convertida en capital provisional de la restablecida República de
Venezuela, Bolívar lanzó otro decreto trascendente que establecía el reparto de
bienes y tierras entre los miembros del ejército libertador, en premio a sus
méritos de guerra. Esta ley, del 10 de octubre de 1817, dirigida en última
instancia a democratizar la propiedad rural, junto a la abolición incondicional
de la esclavitud, proclamada con anterioridad, contribuyó de manera decisiva a
consolidar el respaldo de las amplias masas y a consagrar su autoridad
personal. De ahí que el Libertador
pudiera escribir al recién electo vicepresidente de Venezuela, Francisco
Antonio Zea, el 13 de julio de 1819: “Los españoles temen, no solamente al
ejército sino al pueblo, que se manifiesta extremadamente afecto a la causa de
la libertad. Muchos pueblos distantes del centro de mis operaciones han venido
a ofrecer cuanto poseen para el servicio del ejército y aquellos que
encontramos en nuestro tránsito nos reciben con mil demostraciones de júbilo,
todos arden por vernos triunfar y prestan generosamente cuanto puede contribuir
a darnos la victoria.”
El valioso
avance revolucionario de las disposiciones bolivarianas, no tardó en ser
opacado por la connotación negativa de una serie de restricciones impuestas por
la asamblea de Angostura ‑formada por seis ricos propietarios, diez abogados,
diez militares, dos sacerdotes y dos médicos‑, a la ley abolicionista de
Bolívar, que en la práctica la hacía inoperante. Consciente de este peligro,
Bolívar había suplicado a los diputados en su discurso inaugural del congreso
de Angostura el 15 de febrero de 1819: “Yo abandono a vuestra soberana decisión
la reforma o la revocación de todos mis Estatutos, Decretos; pero yo imploro la
confirmación de la libertad absoluta de los Esclavos, como imploraría mi vida,
y la vida de la República.”
Pero el Libertador no pudo poner en práctica en
forma completa el decreto abolicionista, aun cuando siguió batallando contra la
esclavitud hasta el final de su existencia. Constancia de ello dejó en la
constitución que elaboró para la recién fundada República de Bolivia en 1826,
donde insistió en proscribir la infame institución con estos argumentos:
“Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud. La ley que la
conservara, sería la más sacrílega. ¿Qué derecho se alegaría para su
conservación? Trasmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de
suplicios, es el ultraje más chocante. Fundar un principio de posesión sobre la
más feroz delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos
del derecho, y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber. Nadie
puede romper el santo dogma de la igualdad.
Y ¿habrá esclavitud donde reina la igualdad?”
La obsesión antiesclavista de Bolívar hizo temer a los
norteamericanos que pudiera afectar a los propios Estados Unidos, donde la
oprobiosa institución estaba en pleno apogeo como base de la expansión de la economía
algodonera de sus estados sureños. El cónsul de Estados Unidos en Lima, William
Tudor, en insistentes mensajes a Washington consideraba al Libertador un “peligroso enemigo futuro” y, en un informe del 24 de
agosto de 1826, fundamentaba sus criterios contra Bolívar, en que “su principal
seguridad para conciliar el partido liberal en todo el mundo se funda en la
emancipación de los esclavos, es sobre este punto que secretamente puede
atacarnos.”
A pesar de los deseos y decretos abolicionistas del Libertador, la esclavitud persistió
después de la independencia, pues no se consiguió entonces el fin de la
oprobiosa institución en ninguna otra parte fuera de Haití. Ello se debió,
primero, a que durante el corto periodo de plena vigencia del decreto abolicionista
de Bolívar, las mayores zonas de concentración de esclavos en Nueva Granada –la
costa y los valles del Cauca- y Venezuela –valles del Aragua, del Tuy y de la
Victoria- aun no habían sido liberadas por su ejército; y, después, cuando ya
fueron ocupadas por las tropas bolivarianas, estaban en vigor las restricciones
impuestas a la manumisión por los diputados en Angostura, que el 22 de enero de
1820 habían resuelto suspender su aplicación.
Más lejos todavía llegaría el congreso de Cúcuta. En esta
convención, que ratificó la existencia de Colombia como una república unitaria
–fundada por el Libertador el 17 de
diciembre de 1819-, fue sustituida la radical ley abolicionista de Bolívar por
una de vientres libres (21 de julio de 1821), semejante a la adoptada por el
general José de San Martín casi al unísono en Perú. La moderada legislación
abolicionista adoptada en Cúcuta fue considerada por los constituyentes una
concesión al Libertador, que pocos
días antes había pedido a los diputados que al menos aprobaran, como recompensa
por su resonante victoria de Carabobo, “la libertad absoluta de todos los
colombianos al acto de nacer en el territorio de la república”.
Bolívar, que veía impotente como su programa social y
concepciones revolucionarias eran cercenados
por los diputados al congreso de Cúcuta, expresó a Santander toda su
decepción en carta que citamos in extenso: “Por
fin, por fin, han de hacer tanto los letrados, que se proscriban de la
República de Colombia, como hizo Platón con los poetas en la suya. Esos señores
piensan que la voluntad del pueblo, es la opinión de ellos, sin saber que en
Colombia el pueblo está en el ejército [...]. Esta política, que ciertamente no
es la de Rousseau, al fin será necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a
perder esos señores. Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de
lanudos [como denominaban en Venezuela a los neogranadinos (SGV)], arropados en
las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los
caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de
Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos de Patia, sobre
los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas
salvajes de África y de América que, como gamos, recorren las soledades de
Colombia. No
le parece a Usted, mi querido Santander, que esos legisladores más ignorantes
que malos, y más presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir a la anarquía,
y después a la tiranía, y siempre a la ruina? Yo lo creo así; y estoy cierto de
ello. De suerte, que si no son los llaneros los que completan nuestro
exterminio, serán los suaves filósofos de la legitimada Colombia. Los que se
creen [...] númenes que el cielo envió a la tierra para que
acelerasen su marcha hacia la eternidad, no para darles repúblicas como las
griegas, romana y americana, sino para amontonar escombros de fábricas
monstruosas y para edificar sobre una base gótica un edificio griego al borde
de un cráter.”
Tras conseguir la liberación de Nueva Granada,
Venezuela y Quito, “redondeando” a
Colombia como escribiera a José María del Castillo y Rada, como resultado de la
victorias obtenidas en 1822 por las fuerzas bajo su mando en las alturas de
Bomboná (7 de abril) y la de Sucre en Pichincha (24 de mayo), fue que Bolívar decidió ofrecer su ayuda al
general José de San Martín, al frente del gobierno en Lima con el título de Protector de la Libertad del Perú en
carta fechada el 17 de junio de ese mismo año: “Tengo la mayor satisfacción en anunciar
a V. E. que la Guerra de Colombia está terminada y que su ejército está pronto
a marchar donde quiera que sus hermanos lo llamen y muy particularmente a la
patria de nuestros vecinos del sur, a quienes por tantos títulos debemos
preferir como los primeros amigos y hermanos de armas.” Por eso,
tras la entrevista sostenida con San Martín en Guayaquil los días 26 y 27 de
julio de 1822, el Libertador dio orden a Sucre de marchar con sus tropas al
antiguo Virreinato del Perú para contribuir a asestar el golpe final a la
dominación colonial.
Por
su parte, San Martín, desalentado por la creciente animadversión de la
aristocracia criolla, que veía empantanarse su economía ante la prolongación de
la guerra, y considerándose un obstáculo para el paso de Bolívar a completar la
emancipación del Perú, renunció ante la asamblea constituyente peruana
inaugurada el 20 de septiembre de 1822, menos de dos meses después de la
reunión con Bolívar en Guayaquil. Detrás de esta decisión, estaba la
incapacidad de San Martín para darle a la independencia peruana una base de
masas, así como su profunda decepción por la actitud hipócrita de las clases
privilegiadas peruanas, renuentes a proporcionarle más recursos para continuar
la campaña libertadora.
La falta de respaldo del
gobierno de Buenos Aires, de cuyo territorio procedía una parte apreciable de
las fuerzas de San Martín, era una viejo dolencia que también aquejaba al Ejército de los Andes desde antes de su
salida de Valparaíso rumbo al Perú (1820). Golpeado
sin cesar en sus posiciones en la costa peruana por contingentes realistas que
descendían por las laderas de los Andes, imposibilitado de recibir recursos de
Buenos Aires o Chile –que todavía no había completado la liberación de su
territorio-, el Ejército Unido de San
Martín en Perú estaba atrapado entre la espada y la pared, sin posibilidad
alguna de desarrollar los planes para liberar en su totalidad el
virreinato peruano. Además, como expusiera
en misiva dirigida a su amigo y aliado el general chileno Bernardo O'Higgins,
el 25 de agosto de 1822: “Estoy cansado de que me llamen tirano, que en todas
partes quiero ser rey, emperador, y hasta demonio”.
Casi un año
después de la renuncia de San Martín, Bolívar desembarcó en Perú, lo que
coincidió con la proclamación de la república el 1 de septiembre de 1823. Su
llegada fue precedida de importantes contingentes de tropas comandados por
Sucre, quien con mucha habilidad se las ingenió para convencer a la
aristocracia peruana de solicitar la ayuda personal del Libertador, como única solución para terminar la guerra con España.
Bolívar consideraba entonces peligrosa y comprometida la situación de los
nuevos estados hispanoamericanos ante los acontecimientos europeos, después de
restablecido el absolutismo en 1823. Estaba muy preocupado con la posibilidad
de que España pudiera organizar una expedición de reconquista con el apoyo de
la Santa Alianza, por lo que creía imperdonable “dejar una puerta abierta tan
grande como la del Sur, cuando podemos cerrarla antes que lleguen los enemigos
por el Norte.”
El Libertador encontró al Perú sumergido en
un clima generalizado de desaliento, provocado por sucesivas derrotas militares
de los generales rioplatenses de San Martín y los peruanos, junto al
recrudecimiento de la lucha de facciones políticas entre los partidarios de
José de la Riva Agüero y los del marqués de Torre Tagle. Por eso expresó, casi
al entrar en Lima: "este país requiere una reforma radical o más una
regeneración absoluta." Tras
recibir amplios poderes, Bolívar puso en vigor una constitución democrática (13
de noviembre de 1823), elaborada por el congreso limeño presidido por el
sacerdote criollo Francisco Javier Luna Pizarro, que sancionaba la ley de
vientres libres dictada por San Martín. A continuación, salió en campaña
militar y dejó encargado del gobierno en Lima a Torre Tagle quien,
desmoralizado, no tardó en pasarse al enemigo.
Tal como
había detectado Sucre en carta a Bolívar, del 11 de enero de 1824, entre muchos
oficiales peruanos cundía el descontento y sin recato alguno expresaban que
“más vale sufrir a los españoles que el yugo del Libertador y de los
colombianos”, comentarios derrotistas que han “hecho creer a este pueblo [...]
que los colombianos son herejes y que vienen a dominar al Perú.” Una expresión
del creciente malestar existente en Perú, fue el amotinamiento de la guarnición
rioplatense-chilena de El Callao, el 5 de febrero de 1824, que exigía su
repatriación inmediata, y que determinó que esa estratégica plaza pasara poco
después a manos realistas.
Otra
manifestación fue la mencionada traición de Torre Tagle que, destituido de su
cargo por el congreso limeño, se pasó de nuevo al bando realista con la
intención de evitar mayores sacrificios económicos a la aristocracia peruana.
Para justificar su alevosa actitud, y la de más de trescientos oficiales
criollos que le acompañaron, Torre Tagle dio a conocer una proclama plagada de
los prejuicios e intereses de la elite del Perú: “Por todas partes no se ven sino ruinas y
miserias. En el curso de la guerra quienes sino muchos de los llamados
defensores de la patria, han acabado con nuestras fortunas, arrasados nuestros
campos, relajado nuestras costumbres, oprimido y vejado a los pueblos. ¿Y cuál
ha sido el fruto de esta revolución? No contar con propiedad alguna, ni tener
seguridad individual. De la unión sincera y franca de peruanos y españoles bien
debe esperarse, de Bolívar la desolación y la muerte.”
Estos penosos
acontecimientos, posibilitaron la fácil reconquista realista de Lima y El
Callao el 29 de febrero de 1824. Ese fue el punto más crítico de toda la
campaña militar del Perú, cuando incluso llegó a valorarse la posibilidad de
reembarcar hacia Colombia al ejército libertador. Bolívar, enfermo de gravedad
desde principios de ese año, y nombrado por el congreso limeño, en un gesto
desesperado antes de disolverse, dictador de la República Peruana, estaba a
punto de agonizar en Pativilca junto con la propia causa patriota. Como
escribió su edecán, Daniel O´Leary: “Muy diferente era la situación del Perú
[...] de la época en que desembarcó San Martín, cuatro años antes. Mucho habían
cambiado las cosas. En aquel tiempo era general en todo el Perú la decisión por
la independencia, y el entusiasmo de sus habitantes al ver a sus libertadores
fue tan grande como eran abundantes los recursos de este rico país. San Martín
no tenía más que venir, ver y vencer; vino, vio y pudo haber vencido; pero la
empresa era quizá superior a sus fuerzas o al menos así lo creyó; vaciló y al
fin la abandono. Cuando el Congreso cometió a Bolívar la salvación de la
República le entregó un cadáver.”
Por otra
parte, cada vez le era más difícil al Libertador
conseguir recursos de Colombia, ante la ruina de Venezuela y la resistencia de
las elites neogranadinas, que contaban con la complicidad del vicepresidente
Francisco de Paula Santander, encargado del poder ejecutivo en Bogotá. En la
correspondencia entre Santander y Bolívar, en estos momentos finales de la
contienda, puede apreciarse el choque de intereses que terminó por abrir un
abismo entre estas dos grandes personalidades de la independencia y que sería
fatal para el destino futuro de la Gran
Colombia. En una de esa misivas, fechada
el 30 de octubre de 1823, el Libertador llegó a decirle a Santander:
“No hablaré a Ud. más de auxilios de tropas porque [...] se enfada cuando le
piden, y yo no sé si será mejor perder que no pedir”. Al mismo tiempo, se
quejaba a Sucre el 16 de enero de 1824: “He amenazado al gobierno de irme del
Perú si dentro de un mes no me dan dinero para mantener la tropa”. Años atrás,
cuando la tirantez con Santander apenas se insinuaba, le había escrito con fina
ironía al propio vicepresidente colombiano el 19 de junio de 1820: “Hay un buen comercio entre Ud. y yo; Ud. me
manda especies y yo le mando esperanzas. En una balanza ordinaria se diría que
Ud. era más liberal, pero esto es un error. Pensemos un poco lo que Ud. me da y
lo que yo le envío. ¿Cree Ud. que la paz se puede comprar con sesenta mil
pesos? ¿Cree Ud. que la gloria de la libertad se puede comprar con las minas de
Cundinamarca? Pues esta es mi remisión de hoy. Vea Ud. si tengo buen humor.”
Bolívar,
aislado en la costa norte con las avanzadas del ejército colombiano y las pocas
fuerzas peruanas y rioplatenses aún leales, una vez recuperado de su grave
enfermedad, tomó una serie de audaces medidas de emergencia, valiéndose de la
condición de Dictador del Perú que le había dado el Congreso
limeño, en uno de sus últimos actos antes de disolverse.
Entre marzo y abril de 1824 el Libertador
estableció su cuartel general en Trujillo -declarada capital provisional del
Perú- y después en Huamachuco, decidido a convertir el norte peruano en la base
para la preparación de un nuevo ejército de liberación, que tenía por base las avanzadas militares colombianas y las pocas fuerzas peruanas y
rioplatenses aún leales. Para
lograrlo ordenó la total destrucción del territorio que se abandonaba al
enemigo para, como dijera a Sucre, "poner un desierto entre los godos y
nosotros", así como la recaudación de una contribución obligatoria entre
todos los grandes propietarios, junto a la expropiación del ganado, haciendas y
objetos de valor de las iglesias. A continuación, Bolívar
decretó la entrega en propiedad a los indios de las tierras comunales que
trabajaban (8 de abril) y otras disposiciones favorables a los pueblos
originarios.
Los
realistas, por su lado, amenazaban con “proclamar el imperio de los Incas y
ayudar a los indios a sostenerlo, antes de consentir que lo ocupasen los
súbditos rebeldes que no tenían más derechos que los que habían adquirido de
sus antepasados los españoles.” El general peninsular Jerónimo Valdés llegó a
vanagloriarse de que tenían como ayudante de campo a un descendiente de los
incas, a quien declararían Inca, “dando con esto principio a una nueva guerra y
a un nuevo orden de cosas, cuyo resultado no sería fácil de prever.” En
realidad, los realistas habían conseguido sumar miles de indígenas a su
ejército no tanto por esta hábil campaña demagógica, sino mediante la leva, lo
que les permitió nutrir sus fuerzas con numerosos contingentes aborígenes del
Perú y el Alto Perú. Pero estas tropas peleaban con mucho desgano, tal como
reconocería después el propio alto oficial español en su Exposición que dirige al Rey Don Fernando VII el Mariscal de Campo don
Jerónimo Valdés sobre las causas que motivaron la pérdida del Perú (1827).
Con la
adopción de medidas revolucionarias, Bolívar rompió toda posibilidad de
entendimiento con la aristocracia peruana y se lanzó a arrebatarle a los
realistas el apoyo de la mayoritaria población indígena. El Libertador estaba convencido de que “en
el Perú no nos quieren porque somos demasiado liberales, y ellos no quieren la
igualdad”, aunque “el pueblo y el ejército nos desean porque sin Colombia el
Perú es perdido”. Más adelante, en ruta hacia el Alto Perú, el Libertador complementaría sus reformas
en favor del indio con la abolición de la servidumbre, el tributo y de todo
tipo de trabajo forzado (Cusco, 4 de julio de 1825), que incluía la devolución
a los indígenas de las tierras confiscadas por los españoles en represalia por
la sublevación de Pumacahua (1814-1815). Además, eliminó el tributo (22 de
diciembre), sustituido por una contribución igualitaria para todos los
habitantes, y estableció el derecho de los aborígenes a sus tierras, pues como
el mismo comunicara a Santander el 28 de junio de 1825: “Los pobres indígenas
se hallan en un estado de abatimiento verdaderamente lamentable. Yo pienso
hacerles todo el bien posible: primero por el bien de la humanidad y segundo
porque tiene derecho a ello [...].”
A aliviar la
comprometida situación del ejército bolivariano, contribuyó la oportuna llegada
de nuevos refuerzos militares colombianos. Además, en enero de 1824, se produjo
la inesperada división realista promovida por los militares absolutistas que
seguían a Pedro Antonio de Olañeta y que el Libertador
contribuyó a ahondar sembrando cizaña entre sus adversarios. Este alto oficial
realista, al conocer el colapso del régimen liberal en España, dejó de reconocer
a La Serna como virrey al grito de ¡Viva
la religión!
Para dar las
batallas decisivas a los españoles, Bolívar reunió efectivos que representaban
ex profeso a la mayoría de los pueblos de Texas a la Patagonia: "a fin de
que no falte ningún americano en el ejército unido de la América
Meridional", según el mismo declarara. Además, una parte apreciable de sus
fuerzas estaban constituidas por antiguos esclavos, como pudo apreciar el
comerciante inglés James Hamilton: “De los 2 mil soldados que vi en Cartagena
marchar para Perú, al menos la mitad eran más o menos de color africano”.
El 6 de
agosto de 1824, en las pampas de Junín, el Libertador
destrozó a las fuerzas interpuestas por los realistas encabezadas por el
general español José Canterac, obligado después a replegarse hacia el Cusco y
el Alto Perú. El 7 de diciembre, Bolívar entró otra vez en Lima, liberada ahora
en forma definitiva. A los dos días, Sucre obtuvo el memorable triunfo en el
tablero formado por las cumbres y abismos de Ayacucho, en plena sierra de Los
Andes, sobre los doce mil hombres de los ejércitos del virrey La Serna, que
cerró con broche de oro la dominación colonial española en la América
continental. Según el parte oficial firmado por Sucre, fueron hechos
prisioneros, además del Virrey La Serna y el teniente general Canterac, 4
mariscales, 10 generales de brigada, 16 coroneles, 78 tenientes coroneles, 484
oficiales y más de dos mil soldados. En el campo de batalla quedaron tendidos
1800 realistas, junto a 700 heridos,
mientras los patriotas habían perdido cerca de mil hombres, de ellos
trescientos muertos.
Bolívar, que
conoció la noticia del triunfo patriota en Lima el día 18 de diciembre,
escribió enseguida: “La batalla de Ayacucho, es la cumbre de la gloria
americana y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta
y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a
los vencedores de catorce años y a un enemigo perfectamente constituido y
hábilmente mandado [...] Ayacucho, semejante a Waterloo, que decidió el destino
de la Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas [...].” Unos días
después, el 26 de diciembre, el Libertador
ascendió a Sucre a Gran Mariscal, el grado más alto en el escalafón militar
peruano.
Los últimos
efectivos realistas comandados por el general Pedro Antonio Olañeta, atrapados
entre dos fuegos en el Alto Perú, quedaron aislados. De un lado, las fuerzas al
mando del general Juan Antonio Álvarez de Arenales que ascendían la sierra
andina procedente del Río de La Plata. Del otro, el ejército de Sucre que
avanzaba desde Perú. En estas condiciones, los partidarios de Olañeta
terminaron por eliminar a su jefe y acogerse a las condiciones de la
capitulación de Ayacucho. Conseguido este último triunfo, Sucre, conociendo los
deseos y proyectos de Bolívar, le escribió desde La Paz, el 4 de marzo de 1825:
“En todo abril se habrá acabado esta fiesta y veremos de qué nos ocupamos por
la Patria. Tal vez La Habana es un buen objetivo”.
* Presidente de la Asociación de
Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC)
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