Con la la ley de Reforma Procesal Laboral, Costa
Rica está dando un paso más hacia la justicia laboral y esto debe reconocerse y
celebrarse, por más que le pese a la prensa de derecha y a un sector del
empresariado que ya no siquiera es capaz de entender las reglas mínimas que
garantizan la convivencia social en democracia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
El presidente Solís durante la firma del levantamiento al veto de la ley de Reforma Procesal Laboral. |
“Con los oprimidos había que hacer causa común”, escribió José Martí
en 1891. Más de un siglo después, los enemigos de entonces y los actuales
siguen demostrando su odio y su condena a quienes optan por hacer de este
principio algo más que una simple declaración de buenas intenciones. Algo de
estamos presenciando en Costa Rica, luego de que el presidente Luis Guillermo
Solís decidiera levantar el veto impuesto por su predecesora, la expresidenta
Laura Chinchilla, a la Reforma Procesal Laboral, una ley aprobada casi
por unanimidad en octubre del año 2012, paradójicamente, por una Asamblea
Legislativa dominada por las fuerzas de la derecha más conservadora de las
últimas décadas.
El veto presidencial es
una prerrogativa que la Constitución Política otorga al Poder Ejecutivo, y
responde a la teoría de pesos y contrapesos en el sistema político republicano;
pero en este caso en particular, su aplicación, producto de prejuicios
antisindicales de la exmandataria y de las presiones de la derecha política y
las cámaras empresariales, estaba impidiendo la entrada en vigencia de la que
ha sido considerada la más importante legislación laboral aprobada en el país
desde 1943, año en que se promulgó el Código de Trabajo.
Con la valiente
decisión del presidente Solís, que responde a los acuerdos previos pactados con
el Frente Amplio -el principal partido de izquierda en la Asamblea Legislativa-
para salvar del ostracismo y del archivo final esta ley, el pueblo
costarricense dispone ahora de nuevos instrumentos para proteger los derechos
laborales: entre otros aspectos, la Reforma Procesal Laboral establece nuevas
regulaciones para el ejercicio del derecho de huelga, consagrado en la
Constitución desde los años 40 del siglo XX, pero que no se ha podido ejercer hasta
ahora en el sector privado; además, tutela con mayor rigurosidad las relaciones
obrero-patronales para que los trabajadores públicos o privados, a quienes
asista la razón y la legalidad, no sufran persecución en caso de decretar una
huelga; introduce la oralidad en los juicios laborales, cuya extenuante
tramitología burocrática –digna de una novela de Kafka- se había convertido en
la mejor herramienta de empresarios y patronos irresponsables para evadir las
obligaciones salariales contraídas con sus trabajadores (hasta el 2013, habían 47.300 conflictos laborales
pendientes de resolución en los tribunales de justicia). La nueva ley
también establece el derecho de que los trabajadores de menores ingresos
dispongan de un abogado o defensor público asignado por el Estado; protege
contra despidos y abusos a las mujeres trabajadoras embarazadas o en período de
lactancia; y resguarda a quienes denuncien prácticas discriminatorias por
filiación sindical, sexo, etnia, discapacidad y edad.
Como era previsible
ante este avance, de inocultable cariz progresista, no han faltado enemigos que
levanten la voz para presagiar el apocalipsis y quienes golpeen la mesa
expresando su disgusto y desencanto con un gobierno al que creían tener bajo
control. Por ejemplo, la Cámara de Comercio de Costa Rica, un poderoso grupo
empresarial que realiza lobby
permanente entre los partidos políticos con representación en la Asamblea
Legislativa, anticipó un enrarecimiento del clima de negocios en el país como
consecuencia del levantamiento del veto a la Reforma Procesal Laboral, y lanzó varias amenazas: “la inseguridad
jurídica y la desconfianza del sector empresarial se incrementarán, la
atracción de inversiones sufrirá un fuerte golpe, y la generación de empleo se
reducirá”. En un editorial, el diario La Nación, insignia de la derecha
neoliberal, calificó la decisión del presidente Solís como “un acto del más
puro cinismo” por no atender las objeciones de los empresarios y del sentido común dominante, que sataniza
todo aquello que suene a justicia social o reivindicaciones laborales; y los
telenoticiarios y los opinadores del establishment
se han apresurado a sentenciar el giro a la izquierda del gobierno de Solís
y la inminente epidemia de huelgas en el sector público. Discursos inflamados
de resentimiento, de falacias, de verdades a medias y de miedos de clase que
intentan confundir a la opinión pública y desestabilizar al gobierno, para
disciplinarlo y ponerlo en línea con los intereses de los grupos de poder
económico.
Por supuesto, esos
grupos nada dicen sobre las difíciles condiciones que hoy atraviesan las y los
trabajadores costarricenses, especialmente los del sector privado, y que
atentan contra sus derechos más elementales: de acuerdo con el más reciente Informe Estado de la Nación, un 32,3% de las personas que desempeñan un
trabajo formal (casi 400 mil) no reciben el salario mínimo establecido por ley,
siendo los más afectados los trabajadores de zonas rurales y fronterizas, los
migrantes y las mujeres. El salario mínimo, conquista fundamental en el mundo
del trabajo desde las primeras décadas del siglo XX, tampoco lo disfrutan el
42,5% de los trabajadores que viven en condición de pobreza extrema, y el 55,8%
de las personas pobres en general. Y más grave aún, a más de 100 mil personas
asalariadas no se les reconoce ningún derecho laboral; “50.864 no tienen garantías laborales ni reciben el salario mínimo y
19.317 presentan un incumplimiento triple: ninguna garantía laboral, no pago
del salario mínimo y jornadas de trabajo no apropiadas (subempleo o
sobrecarga)”.
Si en otros momentos
hemos caracterizado al de Solís y el Partido Acción Ciudadana como un gobierno
que no alcanza aún la estatura de las altas expectativas que generó entre los
votantes, y que en no pocos casos se expresa como continuador del modelo
neoliberal, es justo reconocer ahora que con el levantamiento del veto a la
Reforma Procesal Laboral entra en un nuevo escenario de definiciones. Un poco
por la fuerza de las circunstancias y la presión de los compromisos adquiridos
con los aliados (Frente Amplio); y otro poco porque, más allá de las
contradicciones internas del gabinete, al presidente se le reconoce como un
hombre con vocación social y claridad respecto de la oportunidad histórica que
tiene sobre sus hombros.
Resta por ver cómo
gestiona las nuevas alianzas que pueda perfilar a partir de este momento con
sectores políticos, sociales y empresariales responsables, con miras a la
concreción del cambio posible –que
quizás no sea el cambio esperado por muchos de los costarricenses- y al
compromiso de gobernar por el bien común, y no a favor de las fuerzas que se
han beneficiado de sus influencias sobre el sistema político y del estado de
desigualdad creciente que ha imperado en el último cuarto de siglo.
En definitiva, Costa
Rica está dando un paso más hacia la justicia laboral y esto debe reconocerse y
celebrarse, por más que le pese a la prensa de derecha y a un sector del
empresariado que ya no siquiera es capaz de entender las reglas mínimas que
garantizan la convivencia social en democracia.
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