La supremacía del
trabajo humano sobre el capital es el signo fundamental del Socialismo del
Siglo XXI y de nuestra Revolución Ciudadana. Es lo que nos define, más aún
cuando enfrentamos un mundo completamente dominado por el capital. No puede
existir verdadera justicia social sin esta supremacía del trabajo humano.
Presidente de Ecuador
Hace 92 años, el 15 de
noviembre de 1922, centenas de sencillos hombres y mujeres que participaron en
un levantamiento popular fueron asesinados en las calles de Guayaquil. Era uno
de los tantos períodos de dominio absoluto de la banca y de la plutocracia en
el país, cuando ni siquiera existía moneda nacional y esta era emitida por los
mismos bancos y hasta por las haciendas de los ‘gran cacao’. Para ocultar la
matanza, los cadáveres fueron echados al río Guayas, y el pueblo lanzó flores y
cruces sobre el agua para recordar a los caídos.
Para nuestros
trabajadores la lección histórica de esa matanza es reconocer a sus verdaderos
adversarios, no confundir el objetivo de su emancipación con los intereses
coyunturales de dirigentes o agrupaciones que no diferencian capital de
trabajo, Estado de empresa, lo público de lo mercantil. Ni siquiera diferencian
revolución de restauración.
La dignidad del trabajo humano
La supremacía del
trabajo humano sobre el capital es el signo fundamental del Socialismo del
Siglo XXI y de nuestra Revolución Ciudadana. Es lo que nos define, más aún
cuando enfrentamos un mundo completamente dominado por el capital. No puede
existir verdadera justicia social sin esta supremacía del trabajo humano,
expresada en salarios dignos, estabilidad laboral, adecuado ambiente de
trabajo, seguridad social, justa repartición del producto social.
La gran sacrificada en
la larga y triste noche neoliberal fue sin duda la clase trabajadora. Se
convirtió al trabajo humano en un instrumento más de acumulación del capital,
cuando el trabajo humano tiene un valor ético, porque no es objeto, es sujeto;
no es un medio de producción, es el fin mismo de la producción.
El salario es pan,
sustento, dignidad y uno de los fundamentales instrumentos de distribución,
justicia y equidad; y el trabajo no es solo el esfuerzo para la generación de
riqueza, sino una forma vital de llenar nuestra existencia.
Por ello, nuestra
revolución no puede hablar de ‘mercado
de trabajo’ o ‘capital humano’, aberraciones que reducen al trabajo humano a
una simple mercancía o factor de producción, y a los salarios a un precio más a
ser establecido por las supuestas fuerzas del mercado.
Nuestra revolución debe
hablar de un ‘sistema laboral’, donde la participación del Estado y del
sindicalismo es fundamental, sistema laboral que debe reconocer el trabajo en
todas sus formas: dependiente, independiente, pero también el trabajo no
mercantil, y con ello, garantizar el derecho que tiene toda persona al final de
su vida productiva para gozar de una jubilación digna. Esto implica también
rechazar las categorías capitalistas-mercantilistas, donde todo aquel que no
trabaja para el mercado es sencillamente económicamente inactivo.
Reconocer estos
derechos también significa entender nuestros deberes, donde todos debemos
aportar con nuestro trabajo para una sociedad mejor, para el Buen Vivir. El
trabajo como derecho y como deber. Como dice San Pablo: “Si alguno no quiere
trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3, 10).
El sindicato como escudo ante el capital
El sindicato es la
asociación de trabajadores que se juntan para hacer justicia en común. Nació
para protegerse de los abusos del capitalismo salvaje de la Revolución
Industrial.
Con la consolidación de
los Estado-Nación se establecieron leyes para garantizar los derechos de los
trabajadores, y los sindicatos fueron evolucionando para obtener, por medio de
la contratación colectiva, mayores beneficios de los que la ley establecía y,
así, disputarle renta al capital.
Con los gobiernos
progresistas de América Latina las leyes a favor de la clase trabajadora se han
profundizado. En Ecuador terminamos con la tercerización; con la semiesclavitud
de las empleadas domésticas; con la impunidad ante la falta de aseguramiento
social. Hoy tenemos un salario mínimo que cubre la canasta básica y el más alto
en términos reales de la región andina. Tenemos una de las más bajas tasas de
desempleo de la historia y prácticamente pleno empleo para los ciudadanos con
discapacidad.
También se cumplen los
derechos para la clase trabajadora y sus familias, con educación, salud, seguridad,
servicios públicos completamente gratuitos. Las demandas de los trabajadores
han sido atendidas como nunca antes, porque somos el gobierno de los
trabajadores.
Hemos hecho aportes
revolucionarios en políticas laborales. Para solucionar el clásico problema de
‘mal con el capital pagando salarios de miseria, pero peor sin él por el
desempleo’, somos el único país del mundo que permite pagar un salario mínimo,
pero impide a las empresas tener utilidades hasta lograr para todos sus
trabajadores un salario digno, es decir, aquel que permita a las familia del
trabajador salir de la pobreza. A diferencia del socialismo tradicional, que
proponía abolir la propiedad privada, utilizamos instrumentos modernos, y
algunos inéditos, para mitigar las tensiones entre capital y trabajo.
No se trata solamente
de mejoras en el ingreso y en las condiciones de trabajo, se trata de la
dignificación del ser humano y de su trabajo, por encima del capital y del
mercado. Nadie puede negar los avances del país y de su clase trabajadora. Sin
embargo, los mismos de siempre marchan con su violencia y amargura, para
supuestamente rechazar las políticas ‘antiobreras’ del Gobierno.
Lamentablemente,
pareciera que en Ecuador el discurso sindical no ha variado mucho de aquel de
la Revolución Industrial, desconociendo la consolidación de los Estados
nacionales y una nueva dimensión que no existía en la original dicotomía entre
capital y trabajo: lo público, expresado en el Estado como representación
institucionalizada de la sociedad.
Ciertos líderes
sindicales mantienen el mismo discurso, así tengan que tratar con una empresa
privada, con una transnacional, con un municipio o con un gobierno de la clase
trabajadora, como lo es el de la Revolución Ciudadana. No se entiende que
cuando se disputa renta al capital privado, se afecta al accionista, pero
cuando se disputa renta al Estado, se afecta a la sociedad. En el primer caso,
probablemente en forma legítima, disminuye la rentabilidad de las acciones; en
el segundo, en forma ilegítima, disminuyen los libros para nuestros niños, las
medicinas para nuestras familias, los caminos para nuestro pueblo.
Es necesaria una clara
diferenciación entre lo privado y lo público, y de las correspondientes formas
y objetivos de organización laboral.
Esto ya se ha recogido
en otros ámbitos como el del derecho. En derecho privado, todo lo que no esté
expresamente prohibido, está permitido. En derecho público, todo lo que no está
expresamente permitido, está prohibido. La lógica es cuidar el bien común.
En el sector privado,
con la contratación colectiva se busca disputar renta al capital. En el sector
público esto no tiene sentido, cuando la sociedad es la empleadora y cuando, a
diferencia del capital privado, muchas veces el representante de lo público no
tiene adecuados incentivos para defender el bien común. En lo público, los
derechos y las conquistas deben estar establecidos en la ley, no en función de
la capacidad de negociación de cada grupo.
Esto no implica, como
algunos pretenden, disminuir la organización laboral en el sector público ni el
derecho fundamental a la huelga. Por el contrario, deben fortalecerse para que
los trabajadores públicos tengan instrumentos para hacer respetar la ley o para
evitar los llamados ‘abusos del derecho’, es decir, formas legales pero
ilegítimas de atentar contra los derechos de los trabajadores.
No podemos continuar
con el mismo discurso sindical
anacrónico. El sindicalismo moderno debe buscar la supremacía del trabajo
humano sobre el capital, sin negar la existencia y necesidad de este último, y
en este contexto buscar solucionar las tensiones capital-trabajo; no puede caer
en el anarcosindicalismo que considera al Estado su enemigo e intenta
reemplazarlo; debe entender lo público como lo que es: de todos.
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