Pareciera que la negación
de los hechos es parte de un incómodo pacto acuñado para vivir en sociedad.
Pero esta vez, no podemos olvidar el momento de dolor del asesinato y desaparición
de los estudiantes y seguir adelante como lo manifestó el gobierno federal. No
podemos ser cómplices de la negación del caso Ayotzinapa.
Abraham Trillo* / Especial para Con Nuestra América
Desde Morelia, México
En México, la
negación es un hábito. Nadie está a salvo de ella. Está presente en las
relaciones de parejas, en grupos sociales y más aún, es las instituciones.
Freud se refería a la negación como un mecanismo
de defensa, una forma de protegerse de la desagradable realidad con la que
no queremos lidiar. Estamos habituados a la negación y mucho se lo debemos a
los medios de comunicación que acrecienta su ejercicio: no hay pobreza, no hay
hambre, no se vulneran los derechos humanos de los migrantes, no hay
complicidad entre el narco y el gobierno, no hay analfabetismo ni tampoco
trabajo infantil, no, no, no. Y si resultan inevitables los hechos, entonces se
transforman en problemas intrascendentes, carentes de seriedad y generalmente
se adjudica la responsabilidad a la otredad: la izquierda, la derecha, el
capitalismo, los sindicatos, los empresarios, los gringos, en fin, cualquiera
excepto el negador.
La negación de los
hechos, es una práctica común en la política mexicana de los últimos tiempos.
Desde la minimización de lo acontecido en la Plaza de las Tres Culturas en el
Tlatelolco del 68 donde sucumbieron más de 300 jóvenes estudiantes y un número
sin esclarecer de desaparecidos; el silencio nacional del levantamiento armado
del EZLN aquel 1° de enero del 94 donde al interior del país, no ocurrió nada;
la masacre de Aguas Blancas en la Costa Grande de Guerrero en el 95, mil veces
negada por el gobierno de Rubén Figueroa donde perdieron la vida 17 campesinos;
la matanza de Acteal en Los Altos de Chiapas en el 97 que dejó 45 indígenas
tzotziles muertos incluidos niños y mujeres embarazadas, silenciado a través
del argumento de un conflicto étnico;
los disturbios ocurridos en el Estado de México en 2006 en San Salvador Atenco
que además de 2 muertes dejó 207 detenciones con un uso excesivo de la fuerza
policial y apenas en junio la reciente matanza en Tlataya, donde 21 personas
fueron abatidas por militares.
Años atrás, no
resultaba complicado recurrir a argumentos incluso científicos para probar la
inexistencia de los hechos, o en el peor de los casos, minimizarlos y darle
vuelta a la página, olvidarlos era una tarea fácil. Eran épocas donde las altas
cúpulas gubernamentales manejaban los cortos hilos de los medios de comunicación
y aquellos que se atrevían a desafiar la mafia de los mass-media, eran
señalados como falsarios y poco serios.
Pero ahora es
diferente. Negar, rechazar o ignorar los hechos ocurridos la noche del 26 de
septiembre con los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”
en Iguala Guerrero, representa para el gobierno mexicano una labor titánica,
casi imposible, y más cuando la evidencia incuestionable acredita que lo negado
existe.
Esta vez, la
estrategia de negar lo ocurrido, parte de la minimización de la importancia de
aquello que sucede no solamente en la tierra caliente de Guerrero sino en toda
la una nación que reclama la aparición de los 43 jóvenes normalistas, pasando
por la tardía aceptación de los hechos pero adjudicando finalmente, la
responsabilidad de su existencia a alguien más. Y es ahí donde aparecen
versiones y personajes salidos de la más enferma novela de horror como la pareja actora intelectual de la masacre,
José Luis Abarca, Alcalde de Iguala y su esposa María de los
Ángeles Pineda operadora, a decir del gobierno federal, del Cartel Guerreros
Unidos; o el “Chucky” jefe sicario del mismo grupo criminal, que habría
ordenado el secuestro y asesinato de los jóvenes, o la más aberrante y ofensiva
de las versiones: que los estudiantes eran miembros activos de cárteles
criminales.
Sin embargo, el
inconveniente más fuerte es que los mecanismos de negación que se están
utilizando para darle frente al insostenible problema social que representa
para el gobierno federal, no solo la muerte y desaparición de los normalistas,
también las múltiples muestras de solidaridad del pueblo representadas en
marchas, conciertos, representaciones, tomas de vías y autopistas, etc., son
los mismos que se utilizaron para lidiar por años, con una política deshonesta
y cruel, y los cuales, inmersos en una generación de jóvenes activos y
movilizados por las redes sociales, ya perdieron su vigencia.
Por ahora, la
negación de los hechos está generando una dinámica diferente sacudida por un
hartazgo social ávido de respuestas y auditor de cada acción. A razón de ello,
ha quedado en descubierto la incapacidad de las autoridades de mantener una
línea de investigación tranparente y efectiva. Las versiones oficiales son un
absurdo vaivén de supuestos: muertos, vivos, incinerados, secuestrados,
abatidos, narcofosas etc., que solo
magnifican la falta de credibilidad de los mexicanos en las
instituciones garantes del estado de derecho.
Un hecho que el caso
Ayotzinapa no ha podido negar, es la indudable complicidad entre el crimen
organizado y las autoridades de los tres estratos de gobierno. Nombres de
alcaldes, dirigentes de partidos políticos, legisladores, gobernadores y
funcionarios públicos se mezclan en las páginas de prensa y sitios electrónicos
con nombres de sicarios y jefes criminales, enmarcando la narcopolítica
mexicana del caso de los estudiantes. Y más grave aún, el reciente reportaje publicado en la Revista
Proceso el pasado 13 de diciembre, deja ver la participación también de
policías federales y militares en el ataque a normalistas, un verdadero asco.
Pero Guerrero no es
casualidad. Desde el 2006 con la declaración de la “Guerra contra el
Narcotráfico” del entonces Presidente Calderón, el Estado vive el infierno que
lo condena ser el mayor productor de amapola y mariguana del país. De acuerdo
con la Secretaria de Marina, más de 20 grupos del narcotráfico disputan la
zona, destacando el Cártel del Pacífico Sur, los Caballeros Templarios y el
Cártel de Sinaloa. De tal manera, que la
lucha de la defensa de los derechos laborales y acceso a la educación de los
estudiantes, se inscribe directamente en este violento contexto, donde los
normalistas encabezan además, el enfrentamiento con los poderes locales,
ligados claro, al narcotráfico. Así que no se puede entender como un hecho
aislado, el asesinato y desaparición ocurrido en Iguala.
El plan mediático
está en marcha. La insistente acción gubernamental por dejar de mencionar los
hechos no concluidos y por los que la sociedad reclama justicia, camina con la
esperanza de disminuir la presión al clamor nacional de su ineficiencia. Pareciera que la negación de los hechos es
parte de un incómodo pacto acuñado para vivir en sociedad. Pero esta vez, no
podemos olvidar el momento de dolor del asesinato y desaparición de los
estudiantes y seguir adelante como lo manifestó el gobierno federal. No podemos
ser cómplices de la negación del caso Ayotzinapa, y sobre todo, tampoco
cometamos el más grande de los errores: negar ese incómodo pacto que ha servido
a las autoridades para cumplir con sus mandatos.
*El autor es mexicano,
licenciado en Derecho, Maestro en Calidad de la Educación Superior y Magister
en Estudios Latinoamericanos.
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