Los tres primeros lustros
del siglo XXI latinoamericano se han caracterizado por el surgimiento de
gobiernos “progresistas” y la subsecuente orquestación de una contraofensiva
multidimensional de las derechas, cuyos propósitos rebasan una simple
restauración de las condiciones previas a dicho surgimiento.
Nils Castro / Especial
para Con Nuestra América*
Desde Ciudad Panamá
Al inicio del período, la
atención periodística y académica registró la emersión del fenómeno y comentó
las circunstancias que dieron pie a su aparición, las similitudes y contrastes
entre esos gobiernos, y sus principales efectos y repercusiones nacionales,
regionales e internacionales. Al propio tiempo abordó el campo de oportunidades
que esos procesos abrían en nuestra América ‑‑desde el combate a la pobreza
hasta la integración regional‑‑, caracterizando sus aportes y limitaciones, así
como las diferencias entre sus posibles variantes progresistas o
revolucionarias ‑‑y si las primeras pueden convertirse en las segundas‑‑,
intentó adjudicarle cierto marco teórico al tema. Sin embargo, muchas veces
definiéndolo a la sombra de instrumentos y propuestas conceptuales tomados del
precedente período de alza de las ideas revolucionarias en los años 60 y 70,
anterior a la implosión del “socialismo real”, la ofensiva neoconservadora y la
hegemonía neoliberal de los siguientes decenios, y de sus efectos socioeconómicos, políticos y culturales.
La interpretación del
sentido e implicaciones de esa oleada progresista, en sus respectivas
modalidades y etapas, despertó varias controversias en el seno de las
izquierdas, pero con frecuencia adoptó caracterizaciones más enfocadas en
exaltar o en descalificar sus distintos aspectos que en discernir la
originalidad y la naturaleza del fenómeno y, por consiguiente, de las
oportunidades y consecuencias que este plantea.
Probablemente esto
contribuyó a que la atención periodística y académica dispensada demorase en
advertir la muy previsible contraofensiva de las derechas, no solo en lo que
concierne a sus recursos, instrumentos y modos de operación, sino especialmente
en lo que respecta a sus objetivos de mayor alcance. Por consiguiente, demoró
en prever las acciones que las organizaciones y partidos de izquierda, y los
gobiernos progresistas, deberían asumir para superar sus propias fallas, vencer
esa contraofensiva y emprender la siguiente etapa del desarrollo regional.[1]
Contorno inicial del fenómeno
Usualmente, los recuentos sobre esta oleada de
gobiernos progresistas empiezan por la primera elección de Hugo Chávez en 1998[2].
No obstante, pocas recuerdan que no mucho antes, en 1988, el establishment político mexicano le había
escamoteado su significativa victoria al movimiento encabezado por Cuauhtémoc
Cárdenas.
La victoria chavista
fue seguida de una secuela de otros triunfos progresistas a escala regional: el de la Concertación chilena en 2000
y los liderados por Lula da Silva en 2002 y 2006; el de Néstor Kirchner en
2003; Martín Torrijos y Tabaré Vásquez en 2004; Manuel Zelaya en 2005; Evo
Morales en 2006, 2009 y 2014; Daniel Ortega en 2006 y 2012; Michelle Bachelet
en 2006 y 2014; Rafael Correa en 2006, 2009 y 2013; Álvaro Colom en 2007;
Cristina Fernández en 2007 y 2011; Fernando Lugo en 2008; Mauricio Funes en
2009; Pepe Mujica en 2010; Dilma
Rousseff en 2011 y 2014; Nicolás Maduro en 2013; y Salvador Sánchez Cerén en
2014.
A ellos deben añadirse
las importantes demostraciones electorales abanderadas, en 2006, por Carlos
Gaviria, Andrés Manuel López Obrador y Ollanta Humala[3].
Más que discernir sus respectivos perfiles
políticos, aquí interesa observar que esa oleada ‑‑reelecciones incluidas‑‑, se
extendió por todo el decenio y fue especialmente notoria en 2006. Antes de ese
año, lo que venía ocurriendo pudo parecer una excepción venezolana, a la que
poco después se le añadió una réplica más extensa en el Cono Sur. Sin embargo,
las victorias de Evo Morales y Rafael Correa en la región andina evidenciaron
que lo que venía dándose era la emersión de un fenómeno de carácter
continental. No extraña pues que, aunque la punta del iceberg asomó en 1988 y
cuajó en 1998, fue a partir del 2006 que la literatura periodística y académica
lo entendió como tal, aunque todavía percibiéndolo a través de reminiscencias
ideológicas de época anterior, más que inquiriendo en la originalidad y
naturaleza del nuevo fenómeno.[4]
Esa oleada emergió a través de disímiles procesos
nacionales, que en pocos años sumaron un conjunto heterogéneo, sin que eso
niegue sino que confirma la vigencia de un factor común: el agotamiento de los modelos conservadores antes constituidos
por las derechas locales y los grupos financieros internacionales que, tras la
imposición de las prédicas y prácticas neoliberales, pronto agravaron la crisis
social y sus consecuencias políticas. Pese a la intensa implantación de los
mitos neoliberales, el malestar e inconformidad exacerbados por ese drama
sobrepasaron los sistemas políticos y electorales que, país por país, antes
habían bastado para controlar la situación.
La consiguiente oleada progresista pronto significó
que millones de latinoamericanos pudieron comer tres veces al día, mejorar sus
condiciones de vida, salir de la marginalidad y obtener ciudadanía, y todo lo
demás que sabemos y aquí es innecesario repetir.
Estos logros han plasmado notables progresos en
materia de justicia y solidaridad sociales, oportunidades de organización
popular y de renovación de la cultura política, rescate de segmentos de la
soberanía nacional, etc. Pero estas conquistas, más que notables en contraste
con la situación dejada por el neoliberalismo, no conllevan de por sí un
presagio o antesala de la conversión de dichos procesos en revoluciones
socialistas, cosa que requeriría la formación, movilización y eficacia de otros
actores.[5]
Por otra parte, a pesar de su heterogeneidad, la
oleada progresista dejó atrás la época en que las conductas latinoamericanas
eran uniformadas por la hegemonía estadunidense, las políticas neoliberales
eran implantadas sin alternativas y sus portavoces podían reelegirse. Cada una
de las naciones involucradas recuperó importantes cuotas de autodeterminación,
soberanía y recursos ‑‑aunque no todos los que la dominación neoliberal les
había arrebatado‑‑. Entre sus realizaciones ha estado la de potenciar la
integración latinoamericana, ya no solo como un bien en sí misma sino como una
de las condiciones para potenciar el papel de Latinoamérica en el mundo,
asegurar la defensa de la democratización y de las conquistas políticas y
sociales conseguidas, y sustentar colectivamente su mantenimiento y continuidad.
La integración pasó de ser un ideal a constituirse
en importante instrumento de desarrollo, creación de nuevos horizontes y
sostenibilidad, lo que le inyecta un sentido emancipador y multidimensional, no
estrechamente comercial. Sentido que, por otro lado, ha contribuido a
multilateralizar las relaciones internacionales y a erosionar la hegemonía
estadunidense en la región.[6]
La agenda
inconclusa
Con todo, estos tres lustros progresistas no han
bastado para que los distintos participantes políticos hayan logrado superar el
enmarañado compuesto de distorsiones económicas, sociopolíticas y culturales
que en los años 80 y 90 la ofensiva neoconservadora introdujo en el tejido de
nuestras sociedades.
Debe recordarse que, para empezar, a comienzos de aquel
período la crisis de la deuda quebró la inspiración latinoamericanista que aún
mostraban algunos gobiernos. Luego, tras la implosión soviética, el cambio de
la estrategia internacional china y la fatiga de las teorías revolucionarias
latinoamericanas de los años 60 y 70, un desconcierto temporal redujo la
capacidad de las izquierdas para resistir a esa ofensiva. La hegemonía
neoliberal degradó la cultura política y organizativa de importantes segmentos
sociales, que sufrieron degradaciones y deserciones.[7]
Al ponerle fin al apogeo neoliberal, los éxitos
progresistas alcanzados en estos primeros lustros del siglo XXI se
escenificaron en dos campos que es preciso distinguir:
a) el del Cono Sur, donde los pactos para
desactivar las dictaduras de seguridad nacional permitieron aglutinar grandes
partidos o coaliciones políticas como el PT, el Frente Amplio, el peronismo
kirchnerista y la Concertación chilena. Aun dentro del subsiguiente régimen
político de democracia restringida, eso a la postre permitió elegir gobiernos
comprometidos con promesas progresistas, con las limitaciones que esas
restricciones conllevan; y
b) el de la región andina (especialmente en
Venezuela, Bolivia y Ecuador), donde los partidos y sistemas políticos
existentes padecían un descrédito que los había incapacitado, facilitando que
las protestas sociales los desbordaran a través de grandes movilizaciones
populares. Esto pronto permitió darle ratificación electoral a iniciativas más
audaces, y lograr importantes reformas al marco constitucional de los
respectivos Estados.
De todo ello se desprende que los éxitos
progresistas alcanzados durante esta primera parte del siglo XXI no resultaron del desarrollo y diseminación
de propuestas político‑ideológicas más avanzadas, ni de la formación de una
nueva cultura política en el seno de las mayorías sociales y electorales que
los hicieron factibles. Antes bien fueron manifestaciones sociales y
electorales espontáneas de su inconformidad con la situación existente, de su
repudio moral y su castigo político al régimen vigente, a su corrupción, su
insensibilidad y su incapacidad para defender los intereses nacionales. Por
consiguiente, fueron expresiones emocionales, sujetas a los vaivenes de las
coyunturas electorales, como los mismos votantes aún lo reflejan en las
elecciones intermedias y locales.[8]
Es decir, la aparición de ese fenómeno expresó
tanto la demanda como el límite político de lo que esas mayorías deseaban y
eran capaces de acoger, elegir y sostener. El referente conocido ‑‑o recordado‑‑
de un proyecto más radical era el de las izquierdas revolucionarias de los años
60 y 70. Tanto en el Cono Sur como en la región andina se hicieron sentir
grandes contingentes maduros para reclamar y sostener hasta determinado punto
un proceso de cambios, pero no
disponibles (todavía) para asumir los riesgos y rigores de un proyecto
revolucionario cuyos contornos y esperanzas se desdibujaron en los años 80.[9]
Se trató de victorias electorales,
no de revoluciones. Faltaba el proyecto de masas apropiado para darle
mayores alcances a la nueva situación. En
este sentido, las discusiones sobre si estos gobiernos progresistas
son o no revolucionarios, o si pudieran serlo, han
sido más retóricas
o especulativas que provechosas. Esos gobiernos han sido lo que, en
los límites de sus oportunidades y propuestas electorales, y en los límites
sociopolíticos, económicos y culturales de sus
circunstancias y del movimiento popular, ellos pueden ser. Al
menos hasta que más adelante nuevas condiciones permitan
concitar
un apoyo de masas capaz de desbordar esas limitaciones.
En el terreno histórico
más que en la imaginación ideológica, la coincidencia y la diferenciación entre
las opciones progresistas y revolucionarias fue claramente evidenciado al
inicio de la Revolución cubana. En los primeros dos años, sus realizaciones y
discurso tuvieron no pocas similitudes con los de algunos de los actuales
gobiernos progresistas. En la terminología de aquellos años, a los esfuerzos
comparables con el cubano de ese entonces ‑‑y los poco antes los intentados en
Guatemala y Bolivia‑‑ se los calificó como revolución democrático‑popular o
movimiento de liberación nacional[10],
conceptos compartidos por las izquierdas de esa época y que hoy no hay razones
para soslayar sino para reactualizar.
Pero hoy en día ¿qué le impide a estos gobiernos dar el
salto que Cuba en aquella oportunidad decidió en las vísperas de Playa Girón?
Entre otras cosas, que cuando en la Isla la guerra revolucionaria concluyó el
Ejército Rebelde había remplazado al viejo ejército, la claque política
tradicional había sido desbandada, la derecha política, el Parlamento y la
Corte Suprema se habían desintegrado, el entusiasmo patriótico y revolucionario
martiano se había tomado la cultura política dominante y los mayores medios de
comunicación se hundieron bajo el peso de sus complicidades con la oligarquía y
su dictadura.
Había una situación
revolucionaria, lo que es bastante más que haber ganado las últimas elecciones
presidenciales. En ese contexto, ante el pueblo indignado por los bombardeos
que precedieron el desembarco que el gobierno norteamericano organizó por Playa
Girón, Fidel Castro y sus compañeros decidieron cruzar el Rubicón cuando las
mayorías populares ya estaban dispuestas a combatir por la opción socialista.
Reclamar que los actuales gobiernos progresistas los imiten sin disponer de
condiciones equivalentes más parece un pretexto que una ingenuidad.
Para resumir, a finales del siglo XX e inicios del
XXI el repudio colectivo a las consecuencias sociales de la dominación
neoliberal desencadenó crecientes movilizaciones populares. No obstante, quedó
inconclusa la misión estratégica de convertir esa inconformidad, y su enorme
potencial político, en un nuevo conjunto de conocimientos y convicciones duraderos.
Un conjunto no solo motivador, sino también eficaz para entender los mecanismos
de ese estado de cosas y los medios requeridos para transformarlo a favor de
las reivindicaciones y expectativas de los sectores sociales mayoritarios.
Esa misión ahora puede
y debe cumplirse. Sin embargo, por su carácter ella corresponde principalmente
a las organizaciones, movimientos y partidos políticos expresivos de las
reivindicaciones populares, con la colaboración de los intelectuales afines.
Incluso después de ganar elecciones esa misión es indelegable, puesto que los
gobiernos de izquierda tienen otras funciones que los comprometen a servir
igualmente a los sectores sociales desafiliados o de otras preferencias
políticas.[11]
Las derechas
vuelven a la carga
Es falso que las políticas económicas de los
gobiernos progresistas estén atadas al auge del extractivismo, esto es, a
financiar sus políticas asistencialistas con los ingresos procedentes de la
exportación de commodities,
ambientalmente depredadora. También los gobiernos de derecha o ajenos al
progresismo aprovecharon el auge de la apreciación de esas exportaciones. Pero
esto no hace la diferencia entre unos y otros. Esa diferencia consiste en que
los primeros aprovecharon esa oportunidad para invertir en desarrollo social, y
los segundos en favorecer el lucro de las empresas interesadas y la
concentración de la riqueza.
El problema ha estado en confiar en que ese factor
surtiría efectos durante mayor plazo. Así que es correcta la crítica de que se
demoró demasiado en restar recursos al propósito de mitigar la pobreza y la
injusticia distributiva[12]
para dirigirlos a aumentar el valor agregado nacional a los bienes exportados,
objetivo que sigue pendiente en muchas agendas progresistas.
Así las cosas, concluido el ciclo de apreciación de
las commodities, los gobiernos y
proyectos progresistas tienen que asumir el reto de sostenerse y proponer
nuevas metas sin contar con ese auxilio. Esto le exige a las izquierdas y al
progresismo un esfuerzo especial por renovar sus capacidades políticas,
político‑educativas, organizativas y comunicacionales, y para concebir mejores
estrategias de desarrollo. Precisamente, las dificultades políticas que en los
años 2013 y 14 varios gobiernos progresistas sufrieron para poder reelegirse
reflejan que ese esfuerzo aún está rezagado y, asimismo, que las derechas han
sabido aprovechar esta omisión.
Este es el marco de nuevas oportunidades que ahora
ha venido a reforzar la contraofensiva de las derechas y a incrementar sus
propósitos de mayor plazo.
Como debe recordarse, las derechas políticas,
económicas y socioculturales vencidas en varias elecciones en los primeros
lustros del siglo XXI, no por ello quedaron derrotadas. Porque esos reveses no
las privaron de su poder económico, de sus relaciones transnacionales ni del
control de los grandes medios de comunicación. Por consiguiente, tras la
perplejidad inicial, pasaron a prever y reorganizar sus propias opciones ‑‑de
viejo o nuevo tipo‑‑ para recuperar su anterior poder político y gubernamental.
Y, al sentir amenazados sus intereses fundamentales, para reasumir ese poder
como instrumento de una contrarrevolución
preventiva orientada a bastante más que una simple restauración del orden
anterior al progresismo.[13]
En la
organización de sus intentos no falta el apoyo organizador, logístico y
mediático de sucesivos gobiernos norteamericanos, en tanto que el progresismo
latinoamericano tiene un sentido emancipador que perjudica la hegemonía
estadunidense.
Ese potencial de las derechas económicas,
mediáticas y políticas hoy se moviliza teniendo en cuenta que la coyuntura
económica que antes facilitó las labores de los gobiernos progresistas ahora se
contrae, deparándole una coyuntura más favorable a su proselitismo. En ese
contexto, la contraofensiva de derecha dispone de cuantiosos recursos
financieros y técnicos que le permiten desplegarse en varios planos. Combina
las viejas marrullerías políticas de los partidos conservadores y
democristianos con avanzados recursos empresariales como asesorías foráneas,
investigaciones de mercado, técnicas de publicidad y métodos gerenciales de
formación de cuadros, etc. Como igualmente combina viejos y nuevos modelos de
partidos, liderazgos, cooptaciones y retóricas políticas, y métodos de manipulación
electoral y formas más brutales de desestabilización del orden público y asalto
al poder.
Aquí tomaría demasiado
espacio volver a describir cada uno de sus principales aspectos ideológicos y
operativos, sobre los cuales ya hay material informativo disponible[14],
así que me limitaré a resumir sus características de interés más inmediato.
Esta derecha reactualizada cuenta con las ayudas
transnacionales suficientes para darse discurso y formación de cuadros. Abundan
las conferencias, seminarios y cursos auspiciados por fundaciones y
universidades privadas, organizaciones internacionales de partidos políticos y
ONG’s de diferente tipo, así como agencias gubernamentales como la AID. Entre
sus actividades proliferan los encuentros subsidiados por fundaciones ligadas
al PP español y a la Heritage estadunidense, decorados con ex presidentes y
personalidades de la reacción latinoamericana y española del pelaje de José
María Aznar, Álvaro Uribe, Luis Alberto Lacalle, Henrique Capriles y hasta el
impresentable Ricardo Martinelli. Asimismo, los cursos y entrenamientos
ofrecidos por universidades del área de Miami en materias como el marketing
político, diseño e interpretación de encuestas y manejo de políticas y métodos
de comunicación.
En la articulación de grupos y liderazgos, la
definición de objetivos, la selección de temas y la orientación de conductas y
acciones, desempeña un papel especial el manejo de los medios de comunicación.
La relevancia de su papel, en no pocos casos hace que quienes fijan e instrumentan
la política editorial asuman de hecho la dirección estratégica de la ofensiva,
dejándole a los políticos de oficio el papel de operadores de las líneas de
acción que ellos disponen. No es para menos:
esos medios custodian, actualizan y manejan la hegemonía ideológica, cultural y
política del bloque socioeconómico dominante. Justifican sus decisiones,
conductas y desempeños y, al propio tiempo, desacreditan y aíslan a las
personas y propuestas de quienes se oponen a dicho bloque, y ningunean sus
iniciativas.
Como piezas de la contraofensiva reaccionaria, esas
instancias e instrumentos forman “estados de opinión” que resultan tanto de
promover las figuras, opiniones y proyectos que al bloque dominante le interesa
encumbrar, como de tergiversar a quienes lo adversan o banalizar sus ideas,
para justificar las ataques y marginaciones que se cometan contra ellos en el
curso de las campañas para descalificar a los sectores populares, y
desestabilizar la situación general, ya sea con vistas a objetivos electorales
o para enmascarar los asaltos “blandos” o “duros” al poder gubernamental.
Un antecedente conocido fue el de la larga campaña
mediática para desestabilizar al gobierno de Salvador Allende. Más
recientemente, la prolongada campaña conspirativa y violenta en Venezuela, que
dejó un crecido saldo de víctimas mortales y que en los medios periodísticos
internacionales sigue recibiendo amplísima cobertura.
Del 2006 a la fecha se ha apelado a varias
modalidades de asalto al poder, similarmente preparadas y avaladas por los
grandes medios locales e internacionales de comunicación. La conspiración para
inculpar de asesinato al presidente Álvaro Colom, el golpe sui generis mediante el cual el ejército depuso y expatrió a Manuel
Zelaya y acto seguido entregó el gobierno al reaccionario presidente del
Congreso; la conversión de empresarios en candidatos presidenciales para
derrotar a los socialdemócratas en Panamá y Chile; la intentona secesionista de
la Media Luna para sacar del poder a Evo Morales; la masacre de campesinos
urdida para justificar el golpe parlamentario contra Fernando Lugo; la
insubordinación policial dirigida a derrocar a Rafael Correa; y, últimamente,
las campañas de desestabilización y
descrédito emprendidas contra el gobierno de Cristina Fernández y los
escándalos mediáticos fabricados para desprestigiar al de Dilma Rousseff, con
vistas a erosionar sus posiciones en las vísperas de nuevos retos electorales,
etc.
Ello sin contar más de medio siglo de
conspiraciones, sabotajes, atentados y toda suerte de ataques materiales,
económicos, diplomáticos y mediáticos contra la revolución y el pueblo de Cuba,
entre los cuales últimamente han descollado el auspicio, entrenamiento,
dotación y soporte internacional para “blogueros” y otros tipos de operadores y
medios digitales.
Por otra parte, nada de ello ocurre por gestión
meramente local. Cada una de esas acciones, desde su etapa preparatoria, ha
dispuesto de un coro internacional que va más allá de los medios y agencias de
prensa, y los alimenta. Esto incluye declaraciones de organismos de derechos
humanos, de clubes de escritores y de directivos del FMI, de congresistas
norteamericanos y órganos de la Unión europea, etc. Es decir, las campañas de
la llamada “nueva” derecha no se circunscriben a la asociación con sus
congéneres latinoamericanos, españoles y estadunidenses, sino que forman parte
de una estructura global más nutrida y articulada.
Entre los mayores objetivos de esa estructura está
el de degradar el sentido del proceso latinoamericano de integración. El solo
hecho de que en la gestación de la llamada Alianza del Pacífico hayan
sobresalido personajes como Felipe Calderón Hinojosa, Álvaro Uribe y Sebastián
Piñera, y de que eso inmediatamente recibiera fuerte aliento norteamericano, es
de por sí elocuente. Por lo tanto, en la coyuntura que tenemos por delante,
defender la proyección emancipadora, solidaria y desarrollista del proceso de
integración debe ser uno de nuestros mayores empeños, aunque las organizaciones
latinoamericanas de izquierda aún disten de haber convertido ese tema en un
asunto de interés popular.
Pero esa
historia no finaliza aquí
Esta es la naturaleza del adversario que los
gobiernos progresistas y las izquierdas latinoamericanas tienen por delante. No
será con el respaldo de grandes recursos financieros, empresariales ni
mediáticos que lo podrán superar. Esto solo podrá lograrse renovando tanto
ideas y propuestas, como formas de lenguaje y comunicación, especialmente las
de naturaleza juvenil y popular.
Tanto más cuando, tras las sucesivas reelecciones
de los partidos y los líderes progresistas, los años no dejan de acumularse y,
a los ojos de los jóvenes, nosotros y nuestras conquistas empezamos a formar
parte del pasado. El tiempo le reabre a los conservadores la oportunidad de
presentarse como los portadores del
“cambio” que anhelan los insatisfechos de hoy. A los doce años de
gobiernos del PT, por ejemplo, las demoras de la reforma agraria o de la
reorganización del transporte metropolitano no pueden achacarse a Collor de
Mello o Fernando Enrique Cardoso, ni mucho menos a los militares.
Frente a la “magia” de la publicidad y la
manipulación de la maquinaria mediática burguesa, y de su capacidad para
reciclar el reinado de la vieja cultura de su conveniencia, solo construir una
contracultura o nueva cultura política popular puede darle a nuestros pueblos
la solidez de convicciones indispensable para enfrentar críticamente las
ofertas de los grandes medios.
Esa contracultura es indispensable para
contrarrestar y superar la hegemonía ideológica y política del bloque económico
y mediático dominante. Precisamente porque eso no puede lograrse a corto plazo,
debe ser la primera de nuestras dedicaciones, transversal a todos nuestros
demás esfuerzos.
Hora de cambiar
El impacto de la contraofensiva política de las
derechas no es un asunto colateral. Hace cuatro años algún optimismo o
autosatisfacción imprudente podían tomarla como un asunto manejable. Pero
durante este último período la reelección de los candidatos del PSUV, del FMLN
y del PT fue más difícil y reñida de lo previsto; Alianza País sufrió reveses
inesperados en Quito y otras ciudades, y los éxitos rotundos solo volvieron a
darse en Bolivia y, en menor grado, Uruguay.
En Brasil, una difícil victoria presidencial se
acompañó de importantes pérdidas parlamentarias y el fantasma de la derrota
amenazó al destino de la integración latinoamericana y caribeña.
La izquierda progresista hoy está a la defensiva, y
eso debe hacerla extraer importantes lecciones y renovar métodos, estilos y
objetivos. Rafael Correa inició una prometedora reacción reflexiva y política
al convocar a los partidos, organizaciones y movimientos progresistas
latinoamericanos a debatir cómo enfrentar la estrategia de “restauración
conservadora”.[15]
Los partidos y movimientos políticos son
experiencias vivas que con el tiempo tienden a reproducir esquemas discursivos
y modelos de liderazgo ya trillados, sin reajustarse activamente a la evolución
de las realidades y expectativas de su base social originaria. Sin embargo, su
tarea medular no es conservar la legitimidad antes alcanzada, sino promover
nuevas metas de mayor alcance: proponer otro futuro, más que mantener el
presente ya logrado. Esa tendencia autocomplaciente daña su función de ser renovadores
de la cultura política popular y de sus objetivos.
Las dificultades electorales de los últimos tiempos
demuestran que es perentorio renovar la vigencia de los principios y propuestas
‑‑éticas y políticas‑‑ que les dieron origen. Al propio tiempo, esas mismas
dificultades igualmente comprueban que la contraofensiva de la derecha logra
éxitos precisamente en los flancos donde los gobiernos progresistas y los
partidos de izquierda se hacen vulnerables. Repetidas veces los éxitos de la
derecha no resultan tanto de sus recursos y astucias como de su oportuno
aprovechamiento del reblandecimiento de nuestra identidad y valores.
En esto las actitudes morales tienen especial
relevancia. Cierto es que los prohombres y organizaciones de derecha suelen ser
más indecorosos y corruptos. Pero en el seno de las izquierdas estos vicios
tienen efectos mucho más mortíferos. Ante la sensibilidad ciudadana, para
quienes antes predicaron contra la corrupción y a eso deben parte de su
reconocimiento, cualquier desliz es imperdonable. Los partidos de izquierda y
los gobiernos progresistas tienen que ser mucho más severos con los malos
síntomas de sus propios integrantes y amigos que frente a las corrupciones de
sus adversarios. En las izquierdas la autodepuración necesariamente es una
exigencia ineludible y permanente.
Al final de cuentas, más allá de aciertos y errores
de estos partidos y gobiernos, y de sus mayores o menores dinámicas y alcances,
¿pueden estos tres lustros de gobiernos progresistas reducirse a un conjunto de
eventos de coyuntura, o expresan fenómenos estructurales de mayor significado?
Desde luego, la elección y reelección de gobiernos progresistas, y parte de sus
realizaciones, son reversibles. Pero sería irresponsable aducir que su paso no
dejará huellas. Aun en el peor de los desenlaces, durante este período el
escenario regional ha cambiado y ya hay acumulaciones que echaron raíces en la
evolución de las culturas políticas, las conquistas y las exigencias de los
pueblos de América Latina.
La movilización social y electoral de grandes
masas, que puso en escena nuevos sujetos y objetivos políticos, derrumbó
gobiernos o los hizo tambalear, expresa
movimientos profundos del desarrollo latinoamericano: las clases sociales se movieron, sus exigencias se amplían y las
conciencias han pasado a hacer un nuevo balance de posibilidades.
También los latinoamericanos sabemos aprender de
nuestros errores y volver a la liza fortalecidos. Si se cuenta con los
liderazgos adecuados, aun la derrota puede ser fuente de ulteriores
fortalecimientos, si la decisión de superar deficiencias éticas y políticas
supera la tentación de justificarse.
Si el progresismo es síntoma de un fenómeno
estructural, las eventuales ganancias de la contraofensiva de la derecha deben
asumirse como reveses aleccionadores, cuyo análisis autocrítico ayudará a
realimentar la continuación de la ofensiva de las izquierdas.
Por su naturaleza, las derechas son inevitablemente
conservadoras, pues su misión es reproducir o recuperar estructuras y
privilegios del pasado, por mucho que se envuelvan en los ropajes del “cambio”.
Como, a su vez, las izquierdas legítimas solo pueden ser innovadoras, puesto
que expresan la fuerza creadora de quienes se indignan ante las causas de las
injusticias y desigualdades del presente, y se movilizan para extirparlas y fundar otra realidad.
Este dato esencial debe incidir sobre nuestras
organizaciones y proyectos, sobre sus formas de abordar y sumar a nuestros
pueblos, sobre sus lenguajes y modos de escuchar, renovar propuestas y
persuadir. Solo así ellas podrán convocar, formar y ayudar a organizarse por sí
mismos a los contingentes sociales necesarios para pasar del progresismo ahora
posible a la necesaria transformación revolucionaria, y sostenerla.
Panamá, 28 de noviembre de 2014
* La versión original de este ensayo fue
expuesta en
la 12a Conferencia de Estudios Americanos, del Centro de Investigaciones de
Política Internacional (CIPI), en La Habana el 24 de octubre de 2014,
poco antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas de
ese año.
Al inicio de su lectura el autor afirmó que los acontecimientos que en aquellos
momentos estaban en curso, cualesquiera fuesen los resultados de esos comicios,
necesariamente harían modificar algunas de sus consideraciones. La presente
versión remplaza ese preámbulo e incorpora a lo largo del texto los cambios y
adiciones que la realidad ya venía escribiendo.
[1].
No pocas veces quienes desde la izquierda has sido más críticos de las
insuficiencias de estos gobiernos progresistas, asimismo han sido más débiles
analistas de la proyección estratégica que esta contraofensiva se propone
alcanzar como contrarrevolución preventiva.
[2].
Después reeditada en 2001, 2007 y
2012.
[3]. Pese a lo
decepcionante que este último personaje pronto resultó, en aquel momento quienes
votaron por él creían
hacerlo
por una opción progresista.
[4]. Es equívoco,
además de
inútil, juzgar el carácter de estos gobiernos según el
rasero de las
premisas y expectativas conceptuales características de los años 60
y 70,
puesto que el de ahora es un fenómeno de otro tiempo y carácter.
[5].
Fenómeno al que no le faltan precedentes en América Latina, como el sesgo que
Lázaro Cárdenas le imprimió a la Revolución mexicana, el intento de Jacobo
Árbenz en Guatemala o el ímpetu inicial de la Revolución boliviana, entre
otros. Para evaluarlos, algunos de los actuales críticos radicales resultan
bastante más dogmáticos que los de aquella época.
[6]. Esto,
si bien propicia la adquisición de nuevos socios, a la vez define y moviliza la
hostilidad norteamericana y sus acciones conspirativas.
[7]. Las agrupaciones y
personalidades más fieles al interés popular y nacional mantuvieron las
denuncias y protestas contra las tragedias sociales, las corrupciones y las
renuncias a la soberanía agudizadas por las políticas neoliberales pero, batiéndose a la defensiva,
tuvieron escasa posibilidad de desarrollar propuestas alternas.
[8]. Elecciones
donde, para el mismo elector, los motivos aldeanos, familiares y coyunturales
pueden primar sobre la valoración nacional, ética y estratégica de los temas.
[9]. A
escala masiva,
de los años 70 quedaba la memoria de los costos y sacrificios que
acompañaron al esfuerzo revolucionario sin que sus esperanzas se cumplieran.
[10]. Por ejemplo,
en 1960 Blas Roca, respetado dirigente del Partido Comunista cubano,
caracterizó lo que sucedía en Cuba como un proceso característico de “una
revolución democrático burguesa en los países coloniales, semicoloniales o
dependientes, o sea, una revolución agraria y antimperialista”. Ver 29
artículos sobre la Revolución Cubana, Publicaciones del Comité Municipal de
la Habana del Partido Socialista Popular, 1960, p. 20.
[11]. La crítica de ciertas
izquierdas señalando que estos gobiernos no forman cuadros ni
organizaciones revolucionarias
es una forma de eludir la responsabilidad que les corresponde por incumplir esa
misión. Desde siempre, la formación de cuadros idóneos para implementar su
proyecto ha sido una de las misiones medulares de los partidos,
gobernantes o no.
[12]. A
veces por motivos de legitimación electoral.
[13].
Así como el golpe contra Allende impuso una reestructuración que
fue mucho más allá de reponer el anterior marco institucional. Lo cual es
cónsono con la ideología de la revolución neoconservadora y el tea party norteamericano y con la de la
nueva derecha europea.
[14]. En lo que me corresponde,
hace pocos años elaboré para el CIPI un material sobre la contraofensiva
reaccionaria y la llamada “nueva” derecha, discutido en una de las pasadas
Conferencias. Al respecto, ver ¿Quién es
la “nueva” derecha? en Agencia Latinoamericana de Información (Alai) del 14
de abril de 2010 y en Rebelión del 15 de abril de 2010.
[15]. Ver
su discurso inaugural del Encuentro internacional de partidos, movimientos,
frentes y organizaciones de izquierda progresista “América Latina unida y
soberana frente a la restauración conservadora”, en Quito, el 29 de septiembre
de 2014 [www.elap2014.com].
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