Monseñor Romero hizo lo contrario a la lógica del poder. En cuanto llegó a la más alta posición jerárquica de la iglesia en El Salvador, y tuvo el máximo poder, fue cuando más se comprometió y acercó a su amado pueblo, y “la compasión le empezó a ganar, paso a paso, terreno a la ideología”.
Si Monseñor Romero hubiera echado manos de asesores para escuchar y resolver los problemas de la gente, para que le administraran sus decisiones y para que le aconsejaran qué hacer en determinadas circunstancias, no sería ese ser entrañable nuestro.
Le hubieran robado la humildad, la sencillez, la sinceridad. Jamás habría caminado debajo del sol por las calles polvorientas y aquellas caricaturas de casas en las comunidades más miserables de este país, ni habría hecho cola entre la sudorosa y apestosa multitud para recoger sus alimentos en las celebraciones, ni comido en las mesas llenas de moscas entre las familias llenas de podredumbre donde le invitaban a almorzar o cenar según la ocasión, en cualquier ocasión, en cualquier cuchitril. Habría muerto de inanición —y no por muerte de vil asesinato cometido por los mismos de siempre, los todavía presentes ángeles de la libertad y la democracia—, si se le hubiera impuesto la condición del pundonor o del protocolo reverente y majestuoso.
Le habrían cohibido la sensibilidad, le habrían destruido su carácter y sus pensamientos. Le habrían inventado mil estrategias, triquiñuelas y excusas para alejarlo de las personas. Le habrían despojado de la carne y huesos y avasallado el espíritu.
No habría podido ser el consuelo de las víctimas de las injusticias. El hombro donde lloró tanta y tanta gente que venía desde los más impensables, intransitables e inhóspitos rincones para quejarse con él.
Le habrían puesto corona y emperifollado de adulaciones de tal manera que hubiera sucumbido a las tentaciones del poder y los contubernios. No sería lo que es.
Le habrían hecho creer que ellos eran indispensables, imprescindibles, inevitables, tanto o más de como lo era él.
Jamás hubiera tenido la oportunidad de recoger la sabiduría popular y dirigirse sobre estas teorías para analizar, interpretar, denunciar y esperanzar la realidad de los pobres. Nunca hubiera podido tener las palabras, los discursos tan célebres, las ideas tan geniales con las que derrumbó desde sus homilías el mundo de la aberración, ostentación y la injusticia. No habría podido dictar la famosa sentencia que un campesino le dijo una vez, con la que aún se condena a una de las peores estirpes: “Los políticos son como las serpientes, sólo muerden los calcañales de los pies del descalzo”.
No habría podido dirigir ideas con las que oportunamente se podían encontrar soluciones a las necesidades e intereses de la gente.
Así se le recuerda, así se lo recuerdan a María López Vigil los que le conocieron de cerca en el libro “Piezas para un retrato”. Y traerlo a cuenta en este momento es crucial, porque es un período importante de grandes definiciones.
En la introducción del libro, la autora hace dos aseveraciones, una de las que hoy parece admonitoria para el presidente electo Mauricio Funes, cuanto más porque ha asegurado su “opción preferencial por los pobres”, seguidor de Monseñor Romero y que se guiará y perseguirá el pensamiento de nuestro pastor y mártir. Vigil apunta que Monseñor Romero rompió dos leyes: una, que nadie cambia ya viejo. Y la segunda, que en cuanto más alto llega alguien en la cúspide del poder, este tiende a alejarse más de la gente.
Monseñor hizo lo contrario. En cuanto llegó a la más alta posición jerárquica de la iglesia, y tuvo el máximo poder, fue cuando más se comprometió y acercó a su amado pueblo, y “la compasión le empezó a ganar, paso a paso, terreno a la ideología”.
También se sobrepuso a las tentaciones, según lo plantea años más tarde Vigil en un artículo donde rememora el proceso de composición del mencionado libro: “¿Y su última tentación? También la hubo. Hombre de poder, consciente del poder que tenía y que representaba, tan capacitado y hábil para ejercer el poder institucional, Monseñor Romero apostó todo entero ese poder en los últimos tres años al número de los siempre perdedores. Aunque naturalmente, para ganar, no para perder. La apuesta suya fue desde el poder: todo el poder de la Iglesia para los sin voz, para los sin vida, para los empobrecidos. Por eso, en aquella etapa de convulsiones y cambios tenía él necesariamente que enfrentar la “última tentación” del poder”.
Fue el golpe de octubre de 1979, cuando muchos se aprestaron a querer asesorarlo. Él había sido protagónico en los acontecimientos y los susurros al oído le llegaron con artimañas y artería letal. “En la crisis en la que colocó al país esa “solución” política, le tocó vivir a Romero su última tentación. Fue la prueba de fuego de su conversión histórica, como al comienzo de su cambio -marzo de 1977- lo habían sido las presiones del Nuncio del Vaticano para que no celebrara una misa pública y masiva en memoria del asesinado padre Rutilio Grande. Superó su última tentación. Y nuevamente, fue el pueblo el que lo empujó a hacerlo. El pueblo y la sangre, derramada a torrentes. Resolvió el reto con el criterio del amor por la gente y no con el del cálculo político”.
En manos de los asesores, Monseñor no habría tomado esa decisión, porque son una casta desprovista de cualquier utilidad, con la excepción de su significativo papel en crear cercos, levantar murallas y abrir abismos entre los funcionarios y los empleados, entre los funcionarios y el pueblo, entre los funcionarios y los problemas, entre los funcionarios y la realidad, y entre los funcionarios y la sensibilidad hacia las necesidades humanas.
Sólo sirven en el proceso de desensibilización y para ocultar los problemas y realidades. Constituyen al final una clase de pasapapeles de lujo, usurpadores de las decisiones que llegan a encarnar el poder.
En el próximo gabinete, en la administración del próximo gobierno todos los recursos deberán estar más enfocados en atender los problemas, en hallar y crear soluciones, en enfocar y optimizar recursos, que en garantizar empleos y prebendas a asesores.
Esos tres mil dólares o más que gana cada asesor actualmente en el ejecutivo —a parte de todas las demás excesivas prerrogativas—, se pueden destinar a nivelar con justicia salarios de muchos empleados públicos que ganan sueldos de hambre, muy por debajo de los que ganan los activistas partidarios, o para otros asuntos urgentes.
En todo caso, los asesores son enteramente innecesarios en el gobierno. ¿A caso el presidente y vicepresidente no tienen a sus ministros, que son quienes de primera mano deben conocer las realidades de las carteras de Estado y del país en relación con la función que desempeñan, y tiene que ser a ellos y ellas a quienes deben remitirse para tomar decisiones? ¿Y a caso no tienen los ministros a sus directores y otros funcionarios que igual deben servir para lo que a la vez deben servir los máximos funcionarios de las Carteras? ¿Y a caso no está allí el pueblo y las condiciones de vida de éste, para mostrar cuál es la guía y la definición de los planes, programas, prioridades y decisiones que tiene que tomar el presidente y su gabinete y todos los demás funcionarios?
Los asesores, no sólo por el gasto innecesario que constituyen, sino principalmente porque se terminan interponiendo, obstaculizando entre la relación de los funcionarios, la gente y la realidad, no deberían de ostentar en la nómina de los privilegiados.
Es el tiempo de grandes virtudes, no de grandes privilegios inmerecidos. Además, entre más alto se llega al poder, más cercana debe ser la relación con el pueblo, con el pobre. Este tendrá que ser un gobierno de los pobres, de los que abrazó Monseñor Romero, no de la exquisitez del poder.
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