Nuestros pueblos envían al orbe el “fulgurante ejemplo de desobediencia ante la tiranía global del fascismo económico conocido como neoliberalismo”. Una desobediencia creativa.
En su intervención en la clausura del II Congreso Nacional de Economía Social, celebrada en el Teatro de la Ópera de Maracay (8 de mayo), el periodista y escritor Ignacio Ramonet afirmó que “hoy día la Revolución Bolivariana atrae la atención del mundo entero (…). Muchos pueblos, muchos jóvenes, muchos estudiantes miran lo que se está realizando aquí, observando en qué medida las decisiones que se toman podrían ser adoptadas en sus países”.
Sin decirlo abiertamente, Ramonet evocó con sus palabras en tierras venezolanas aquella fórmula, sabia y visionaria, del maestro Simón Rodríguez: “O inventamos o erramos”. Con esta idea, quien fuera el mentor de Simón Bolívar advirtió tempranamente, al inicio del proceso de gestación de las repúblicas hispanoamericanas, sobre un camino que, desde entonces, se nos presentaría como inevitable para construir una vía o ruta nuestroamericana: la de buscar soluciones propias, de acuerdo a la realidad social y la cultura de cada uno de nuestros pueblos, para alcanzar la segunda y definitiva independencia y garantizar la justicia social y los derechos de las grandes mayorías populares. Un camino que, tal y como lo observamos a diario, ha sido tenazmente obstruido por los sectores más reaccionarios de las sociedades latinoamericanas.
Por sobre el dato histórico, vale destacar que expresiones y análisis como los de Ramonet se han sucedido en los últimos años, coincidiendo en el enfoque que resalta las particularidades y riquezas de los actuales procesos políticos latinoamericanos. Intelectuales de innegable valía como Aníbal Quijano, Noam Chomsky o Marta Harnecker, por citar sólo tres, han expresado criterios similares destacando el lugar que ocupa no solamente la Revolución Bolivariana, sino la América Latina toda, como el más importante laboratorio social contemporáneo, desde donde se gesta un nuevo tipo de resistencia mundial y se ponen en marcha alternativas al (des)orden dominante.
Así, siguiendo a John Berger en su caracterización del movimiento zapatista en Chiapas, pero que también es extensible a otros procesos sociopolíticos de la región por su efecto de onda expansiva, podríamos decir que nuestros pueblos envían al orbe el “fulgurante ejemplo de desobediencia ante la tiranía global del fascismo económico conocido como neoliberalismo”. Una desobediencia creativa.
Por supuesto que nuestra América, desde mucho tiempo antes de la Revolución Bolivariana, y siguiendo una tradición heredada por lo mejor del pensamiento social latinoamericano, por sus hombres, mujeres y pueblos, emprendió su propio camino, afirmando el derecho inalienable a decidir su destino y a romper con ese fardo de la modernidad colonial que nos ató, primero, al parecer de las cortes, las casas de contratación y los palacios cardenalicios, y más tarde, a los decretos del mercado global, los organismos financieros internacionales y al espejo de una identidad cultural que, negándonos, nos imponía el molde civilizatorio europeo o norteamericano.
En la contracara de esta ofensiva de los pueblos, se encuentran aquellos personajes y grupos hegemónicos que, por estos días, llaman a que olvidemos el pasado y nos dediquemos a mirar solamente el futuro. Son los que pretenden construir una nueva historia sobre la nada, sin memoria ni raíces. En sus admoniciones, que encuentran eco en las cumbre presidenciales y los nunca bien ponderados medios de comunicación independientes, se percibe un fuerte aire fukuyámico –si se me permite el neologismo-, que retoma aquel artefacto ideológico del final de la historia, según el cual el mejor de los mundos posibles es únicamente el mundo del capitalismo global hegemónico y de la Democracia Absoluta. Esa democracia que tan fina e irónicamente definió Antonio Tabuchi: la que “enseñaron grandes presidentes como Johnson, Nixon, Reagan, Bush I, Bush II”.
Pero del olvido a la impunidad, y de ahí al entierro de la memoria, hay solo un paso. Y ese es uno de los grandes peligros de los que debe salvarse nuestra América, afirmando sus procesos socialmente más avanzados que los “planes de rescate del mercado” -que algunos gobiernos latinoamericanos copian del norte- y reivindicando su lugar, geográfico y simbólico, como la tierra de la esperanza en medio de la crisis de la civilización occidental.
Sin decirlo abiertamente, Ramonet evocó con sus palabras en tierras venezolanas aquella fórmula, sabia y visionaria, del maestro Simón Rodríguez: “O inventamos o erramos”. Con esta idea, quien fuera el mentor de Simón Bolívar advirtió tempranamente, al inicio del proceso de gestación de las repúblicas hispanoamericanas, sobre un camino que, desde entonces, se nos presentaría como inevitable para construir una vía o ruta nuestroamericana: la de buscar soluciones propias, de acuerdo a la realidad social y la cultura de cada uno de nuestros pueblos, para alcanzar la segunda y definitiva independencia y garantizar la justicia social y los derechos de las grandes mayorías populares. Un camino que, tal y como lo observamos a diario, ha sido tenazmente obstruido por los sectores más reaccionarios de las sociedades latinoamericanas.
Por sobre el dato histórico, vale destacar que expresiones y análisis como los de Ramonet se han sucedido en los últimos años, coincidiendo en el enfoque que resalta las particularidades y riquezas de los actuales procesos políticos latinoamericanos. Intelectuales de innegable valía como Aníbal Quijano, Noam Chomsky o Marta Harnecker, por citar sólo tres, han expresado criterios similares destacando el lugar que ocupa no solamente la Revolución Bolivariana, sino la América Latina toda, como el más importante laboratorio social contemporáneo, desde donde se gesta un nuevo tipo de resistencia mundial y se ponen en marcha alternativas al (des)orden dominante.
Así, siguiendo a John Berger en su caracterización del movimiento zapatista en Chiapas, pero que también es extensible a otros procesos sociopolíticos de la región por su efecto de onda expansiva, podríamos decir que nuestros pueblos envían al orbe el “fulgurante ejemplo de desobediencia ante la tiranía global del fascismo económico conocido como neoliberalismo”. Una desobediencia creativa.
Por supuesto que nuestra América, desde mucho tiempo antes de la Revolución Bolivariana, y siguiendo una tradición heredada por lo mejor del pensamiento social latinoamericano, por sus hombres, mujeres y pueblos, emprendió su propio camino, afirmando el derecho inalienable a decidir su destino y a romper con ese fardo de la modernidad colonial que nos ató, primero, al parecer de las cortes, las casas de contratación y los palacios cardenalicios, y más tarde, a los decretos del mercado global, los organismos financieros internacionales y al espejo de una identidad cultural que, negándonos, nos imponía el molde civilizatorio europeo o norteamericano.
En la contracara de esta ofensiva de los pueblos, se encuentran aquellos personajes y grupos hegemónicos que, por estos días, llaman a que olvidemos el pasado y nos dediquemos a mirar solamente el futuro. Son los que pretenden construir una nueva historia sobre la nada, sin memoria ni raíces. En sus admoniciones, que encuentran eco en las cumbre presidenciales y los nunca bien ponderados medios de comunicación independientes, se percibe un fuerte aire fukuyámico –si se me permite el neologismo-, que retoma aquel artefacto ideológico del final de la historia, según el cual el mejor de los mundos posibles es únicamente el mundo del capitalismo global hegemónico y de la Democracia Absoluta. Esa democracia que tan fina e irónicamente definió Antonio Tabuchi: la que “enseñaron grandes presidentes como Johnson, Nixon, Reagan, Bush I, Bush II”.
Pero del olvido a la impunidad, y de ahí al entierro de la memoria, hay solo un paso. Y ese es uno de los grandes peligros de los que debe salvarse nuestra América, afirmando sus procesos socialmente más avanzados que los “planes de rescate del mercado” -que algunos gobiernos latinoamericanos copian del norte- y reivindicando su lugar, geográfico y simbólico, como la tierra de la esperanza en medio de la crisis de la civilización occidental.
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