Existe una cultura latinoamericana que se busca a sí misma más allá del dictum de integrarse o desaparecer; la que se niega a ser Europa o Estados Unidos, porque conoce como nadie las cicatrices que eso ha dejado “en el alma y en la mente” de Nuestra América.
En su novela El siglo de las luces, el cubano Alejo Carpentier dibuja con alabras el episodio inaugural de una época en la historia de nuestro continente y, al mismo tiempo, sugiere una clave de interpretación en torno al problema de la Modernidad y su presencia en la cultura latinoamericana. Se trata de la llegada a la isla caribeña de Guadalupe, directamente desde la Francia revolucionaria de Robespierre, del texto del Decreto del 16 Pluvioso que proclamaba la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos, sin distinción de raza ni estado, otorgado a todos los ciudadanos insulares.
Pero el Decreto no llegaba solo. Al frente de esta travesía transoceánica aparecía un comerciante francés, masón y hombre de conocimientos enciclopédicos, a quien Carpentier imaginó así: “luciendo todos los distintivos de su Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo” (1988: 134).
Más allá de su deslumbrante muestra de talento, la obra del escritor cubano supone una alusión profunda, una metáfora del engarce entre la trayectoria histórica de Europa y de América Latina hacia la Modernidad, en tiempos y relaciones desiguales, con matices distintivos en cada caso, pero que desde entonces permanecerán indisolublemente unidas en sus contradicciones y paradojas, en sus encuentros y desencuentros.
La ley y la máquina, el orden y progreso, se anunciaban como instrumentos de liberación en nuestras tierras. Pero simultáneamente, bajo el deslumbramiento del ideal civilizatorio europeo, trocarían, más tarde, en portadores de la opresión y del derramamiento de sangre de todos aquellos que se opusieran a la nueva forma de organización de la sociedad que imponía la Ilustración. Víctor Hugues, el arquetipo del hombre moderno, se convierte así en el precursor literario y ficticio de los muy reales Sarmiento que vendrían luego. La guillotina, la Máquina, acompañaba y acaso precedía a los Derechos del Hombre en América Latina, como mucho antes el genocidio cultural de los pueblos originarios cometido por los Cortés, Pizarro o Pedrarias Dávila, sellaba para siempre el crimen sobre el que se levantaría la civilización americana.
La Modernidad ilustrada, con todo el esplendor de sus promesas de redención universal, entraba definitivamente en América durante el siglo de las luces. Pero esta región del mundo ya había sido incorporada a ese movimiento político, filosófico, comercial y cultural europeo, que destruía, poco a poco, los pilares del Antiguo Régimen, derribando a los dioses y la tradición de los tronos, e instaurando a la Razón y al Sujeto Autónomo al frente de las nacientes Repúblicas (Cancino, 2003).
Pero el Decreto no llegaba solo. Al frente de esta travesía transoceánica aparecía un comerciante francés, masón y hombre de conocimientos enciclopédicos, a quien Carpentier imaginó así: “luciendo todos los distintivos de su Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo” (1988: 134).
Más allá de su deslumbrante muestra de talento, la obra del escritor cubano supone una alusión profunda, una metáfora del engarce entre la trayectoria histórica de Europa y de América Latina hacia la Modernidad, en tiempos y relaciones desiguales, con matices distintivos en cada caso, pero que desde entonces permanecerán indisolublemente unidas en sus contradicciones y paradojas, en sus encuentros y desencuentros.
La ley y la máquina, el orden y progreso, se anunciaban como instrumentos de liberación en nuestras tierras. Pero simultáneamente, bajo el deslumbramiento del ideal civilizatorio europeo, trocarían, más tarde, en portadores de la opresión y del derramamiento de sangre de todos aquellos que se opusieran a la nueva forma de organización de la sociedad que imponía la Ilustración. Víctor Hugues, el arquetipo del hombre moderno, se convierte así en el precursor literario y ficticio de los muy reales Sarmiento que vendrían luego. La guillotina, la Máquina, acompañaba y acaso precedía a los Derechos del Hombre en América Latina, como mucho antes el genocidio cultural de los pueblos originarios cometido por los Cortés, Pizarro o Pedrarias Dávila, sellaba para siempre el crimen sobre el que se levantaría la civilización americana.
La Modernidad ilustrada, con todo el esplendor de sus promesas de redención universal, entraba definitivamente en América durante el siglo de las luces. Pero esta región del mundo ya había sido incorporada a ese movimiento político, filosófico, comercial y cultural europeo, que destruía, poco a poco, los pilares del Antiguo Régimen, derribando a los dioses y la tradición de los tronos, e instaurando a la Razón y al Sujeto Autónomo al frente de las nacientes Repúblicas (Cancino, 2003).
Tres siglos antes de la Revolución francesa, desde el otro lado de la mar océano, como narra Galeano (1971), la civilización europea ya se había abatido sobre las tierras recién descubiertas y conquistadas, descargando sobre ellas “la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna”.
El proceso de conquista y colonización otorgó a los vencedores ese singular derecho de invención y de posesión, que determinaría la forma subordinada, periférica, en que el Nuevo Mundo, el hogar de los vencidos, sería insertado en la Modernidad occidental. Como lo explica Larraín (1996), “nos convertimos en el ‘otro’ de su propia identidad, pero fuimos mantenidos deliberadamente aparte de sus principales procesos por el poder colonial. Abrazamos con entusiasmo la modernidad ilustrada al independizarnos de España, pero más en su horizonte formal, cultural y discursivo que en la práctica institucional política y económica, donde por mucho tiempo se mantuvieron estructuras tradicionales y/o excluyentes”.
La condición subalterna de América Latina en la Modernidad se concretó en dos dimensiones: una material, afincada en la imposición de la administración real española/portuguesa y la implantación del modo de producción hacia afuera, es decir, la extracción de materias primas y productos agrícolas para satisfacer las demandas de los mercados europeos, a partir de la explotación intensiva – e inhumana- de los indígenas y esclavos africanos empleados como mano de obra (que es el modelo de desarrollo dominante hasta nuestros días, interrumpido solamente por algunas experiencias de desarrollo hacia adentro y de desconexión de los centros hegemónicos, ensayadas en la segunda mitad del siglo XX: la Argentina del primer gobierno de Perón, el México de Lázaro Cárdenas, la Revolución Cubana o el truncado Gobierno Popular de Salvador Allende en Chile).
La otra dimensión es la que corresponde a la esfera simbólica, en el contexto de un modelo de organización de la sociedad que encontraba (y todavía las busca) sus fuentes de legitimación –y de emulación- jurídica, política y especialmente cultural, en la tradición europea, y no en la tradición de los pueblos originarios del continente, o de los que surgían de la convivencia en nuestras tierras de pueblos con distintas matrices culturales.
Como lo explica Ortiz (1995), en América Latina retomar el ideal de la Modernidad representaría, desde entonces, una de las maneras predilectas de las elites y algunas vanguardias “para ajustar nuestro reloj al tiempo de las exigencias universales”.
Este desfase entre los tiempos de la Modernidad a uno y otro lado del Atlántico, o de los confusos reflejos del espejo ajeno al que se miraban las emergentes naciones latinoamericanas, se pondría de manifiesto en el carácter limitado y concentrado de las diversas estrategias de modernización aplicadas en los últimos dos siglos. Por ejemplo, en la homogenización de la cultura nacional (la identidad nacional), impulsada por los oligarcas liberales en el siglo XIX, y que implicaba la consolidación del Estado por la vía del mejoramiento de la raza, es decir, por medio de la nefasta empresa de reemplazar el legado cultural colonial, mestizo e indígena (Nahuelpán, 2007: 161-162) por el factor poblacional europeo, tal cual lo enunciara el ilustrado Sarmiento en su fórmula civilización o barbarie (idea que José Martí impugnó en su ensayo Nuestra América, cuando sostuvo que "no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza").
Esta contradictoria y excluyente ruta modernizadora también se observa en la segunda mitad del siglo XX, con el auge y respaldo que encontraron en los gobiernos latinoamericanos las teorías de la industrialización y la modernización social promovidas por la CEPAL, pero que tenían su asidero cultural en las ideas racionalistas y desarrollistas europeas y norteamericanas. Y más recientemente, el proyecto de avanzar hacia una Modernidad cuya referencia siempre gravita en lo externo, en otro lugar o en un futuro que jamás se alcanza, continúa imponiéndose con un acentuado sesgo proveniente del ideario y del imaginario cultural del neoliberalismo (Larraín, 1996).
La condición subalterna de América Latina en la Modernidad se concretó en dos dimensiones: una material, afincada en la imposición de la administración real española/portuguesa y la implantación del modo de producción hacia afuera, es decir, la extracción de materias primas y productos agrícolas para satisfacer las demandas de los mercados europeos, a partir de la explotación intensiva – e inhumana- de los indígenas y esclavos africanos empleados como mano de obra (que es el modelo de desarrollo dominante hasta nuestros días, interrumpido solamente por algunas experiencias de desarrollo hacia adentro y de desconexión de los centros hegemónicos, ensayadas en la segunda mitad del siglo XX: la Argentina del primer gobierno de Perón, el México de Lázaro Cárdenas, la Revolución Cubana o el truncado Gobierno Popular de Salvador Allende en Chile).
La otra dimensión es la que corresponde a la esfera simbólica, en el contexto de un modelo de organización de la sociedad que encontraba (y todavía las busca) sus fuentes de legitimación –y de emulación- jurídica, política y especialmente cultural, en la tradición europea, y no en la tradición de los pueblos originarios del continente, o de los que surgían de la convivencia en nuestras tierras de pueblos con distintas matrices culturales.
Como lo explica Ortiz (1995), en América Latina retomar el ideal de la Modernidad representaría, desde entonces, una de las maneras predilectas de las elites y algunas vanguardias “para ajustar nuestro reloj al tiempo de las exigencias universales”.
Este desfase entre los tiempos de la Modernidad a uno y otro lado del Atlántico, o de los confusos reflejos del espejo ajeno al que se miraban las emergentes naciones latinoamericanas, se pondría de manifiesto en el carácter limitado y concentrado de las diversas estrategias de modernización aplicadas en los últimos dos siglos. Por ejemplo, en la homogenización de la cultura nacional (la identidad nacional), impulsada por los oligarcas liberales en el siglo XIX, y que implicaba la consolidación del Estado por la vía del mejoramiento de la raza, es decir, por medio de la nefasta empresa de reemplazar el legado cultural colonial, mestizo e indígena (Nahuelpán, 2007: 161-162) por el factor poblacional europeo, tal cual lo enunciara el ilustrado Sarmiento en su fórmula civilización o barbarie (idea que José Martí impugnó en su ensayo Nuestra América, cuando sostuvo que "no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza").
Esta contradictoria y excluyente ruta modernizadora también se observa en la segunda mitad del siglo XX, con el auge y respaldo que encontraron en los gobiernos latinoamericanos las teorías de la industrialización y la modernización social promovidas por la CEPAL, pero que tenían su asidero cultural en las ideas racionalistas y desarrollistas europeas y norteamericanas. Y más recientemente, el proyecto de avanzar hacia una Modernidad cuya referencia siempre gravita en lo externo, en otro lugar o en un futuro que jamás se alcanza, continúa imponiéndose con un acentuado sesgo proveniente del ideario y del imaginario cultural del neoliberalismo (Larraín, 1996).
Como se ve, el hecho de que el destino de los pueblos americanos en la Modernidad se decidiera, primero, según el parecer de las cortes, las casas de contratación y los palacios cardenalicios, y más tarde, según su nivel de semejanza con el molde civilizatorio europeo o norteamericano, dejaría una impronta decisiva en la configuración de la cultura latinoamericana.
Fundamentalmente, perfilaría nuestra trayectoria a la Modernidad como un proceso y una experiencia paradójica, una construcción cultural fruto de un proceso de mediación (“no es ni puramente endógena ni puramente impuesta”: Larraín, 1996), que estimulaba tanto la subordinación de las elites criollas y la oligarquía a los centros imperiales (políticos, económicos y culturales), como la resistencia de los grupos marginados.
Ese espacio fundamental de disputa entre lo hegemónico y lo contra-hegemónico, considera el filósofo y poeta Roberto Fernández Retamar (2004), es el territorio en que palmo a palmo, frente a la “pretensión Moderna de los conquistadores, de los oligarcas criollos, del imperialismo y sus amanuenses, ha ido forjándose nuestra genuina cultura —tomando este término en su amplia acepción histórica y antropológica”. Allí donde se realiza la oposición de la cultura popular a la ambición de los países capitalistas de englobar a nuestros pueblos en su proyecto civilizatorio, esa “versión moderna de la pretensión decimonónica de las clases criollas explotadoras”.
Es precisamente la presencia de la tradición y la cultura popular, fuerza de resistencia y obstáculo para los modernizadores (Ortiz, 1995), lo que hace de América Latina, todavía, un desafío a la Modernidad occidental. Una tierra donde “el pueblo mestizo, esos descendientes de indios, de negros y de europeos que supieron capitanear Bolívar y Artigas; la cultura de las clases explotadas, la pequeña burguesía radical de José Martí, el campesinado pobre de Emiliano Zapata, la clase obrera de Luis Emilio Recabarren y Jesús Menéndez; la cultura de las masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados (…), de los intelectuales honestos y brillantes que tanto abundan en nuestras sufridas tierras”, insiste en mirar y construir una sociedad distinta, lejos del ideal imaginado de racionalidad, industrialismo y consumo, pero sin democracia, justicia social, sin libertad y sin Derechos Humanos, Sociales y Culturales plenos.
La lógica de la Modernidad, la del orden, el progreso y la guillotina de Víctor Hugues, nuestra Modernidad tardía y subordinada, tal cual la profetizaba Carpentier en su novela, se expresará en todas aquellas manifestaciones asociadas con el clientelismo político y cultural, el tradicionalismo ideológico, el autoritarismo que subsiste desde la colonia, el racismo encubierto, la falta de autonomía y desarrollo de la sociedad civil, la marginalidad y la economía informal, la fragilidad de las instituciones políticas y el encadenamiento de los países a una estrategia de desarrollo exógeno (Larraín, 1996).
Pero frente a esta faceta inevitable de la cultura latinoamericana, surge también otra cultura contestataria, heredera de la tradición del pensamiento de la unidad de nuestros pueblos, de la conciencia de la americanidad, del antiimperialismo -que José Martí, como precursor, denunció y combatió al precio de su propia vida- y el nacionalismo popular que anima los procesos de cambio social y político en nuestros días: es la cultura que se busca a sí misma más allá del dictum de integrarse o desaparecer; la que se niega a ser Europa o Estados Unidos, porque conoce como nadie las cicatrices que eso ha dejado “en el alma y en la mente” (Nahuelpán, 2007) de Nuestra América. Es, en suma, la cultura latinoamericana que intenta mirarse más allá de las imposturas modernas o de las trampas que provoca el reflejo distorsionado de nuestro rostro en el espejo de lo ajeno.
Fundamentalmente, perfilaría nuestra trayectoria a la Modernidad como un proceso y una experiencia paradójica, una construcción cultural fruto de un proceso de mediación (“no es ni puramente endógena ni puramente impuesta”: Larraín, 1996), que estimulaba tanto la subordinación de las elites criollas y la oligarquía a los centros imperiales (políticos, económicos y culturales), como la resistencia de los grupos marginados.
Ese espacio fundamental de disputa entre lo hegemónico y lo contra-hegemónico, considera el filósofo y poeta Roberto Fernández Retamar (2004), es el territorio en que palmo a palmo, frente a la “pretensión Moderna de los conquistadores, de los oligarcas criollos, del imperialismo y sus amanuenses, ha ido forjándose nuestra genuina cultura —tomando este término en su amplia acepción histórica y antropológica”. Allí donde se realiza la oposición de la cultura popular a la ambición de los países capitalistas de englobar a nuestros pueblos en su proyecto civilizatorio, esa “versión moderna de la pretensión decimonónica de las clases criollas explotadoras”.
Es precisamente la presencia de la tradición y la cultura popular, fuerza de resistencia y obstáculo para los modernizadores (Ortiz, 1995), lo que hace de América Latina, todavía, un desafío a la Modernidad occidental. Una tierra donde “el pueblo mestizo, esos descendientes de indios, de negros y de europeos que supieron capitanear Bolívar y Artigas; la cultura de las clases explotadas, la pequeña burguesía radical de José Martí, el campesinado pobre de Emiliano Zapata, la clase obrera de Luis Emilio Recabarren y Jesús Menéndez; la cultura de las masas hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados (…), de los intelectuales honestos y brillantes que tanto abundan en nuestras sufridas tierras”, insiste en mirar y construir una sociedad distinta, lejos del ideal imaginado de racionalidad, industrialismo y consumo, pero sin democracia, justicia social, sin libertad y sin Derechos Humanos, Sociales y Culturales plenos.
La lógica de la Modernidad, la del orden, el progreso y la guillotina de Víctor Hugues, nuestra Modernidad tardía y subordinada, tal cual la profetizaba Carpentier en su novela, se expresará en todas aquellas manifestaciones asociadas con el clientelismo político y cultural, el tradicionalismo ideológico, el autoritarismo que subsiste desde la colonia, el racismo encubierto, la falta de autonomía y desarrollo de la sociedad civil, la marginalidad y la economía informal, la fragilidad de las instituciones políticas y el encadenamiento de los países a una estrategia de desarrollo exógeno (Larraín, 1996).
Pero frente a esta faceta inevitable de la cultura latinoamericana, surge también otra cultura contestataria, heredera de la tradición del pensamiento de la unidad de nuestros pueblos, de la conciencia de la americanidad, del antiimperialismo -que José Martí, como precursor, denunció y combatió al precio de su propia vida- y el nacionalismo popular que anima los procesos de cambio social y político en nuestros días: es la cultura que se busca a sí misma más allá del dictum de integrarse o desaparecer; la que se niega a ser Europa o Estados Unidos, porque conoce como nadie las cicatrices que eso ha dejado “en el alma y en la mente” (Nahuelpán, 2007) de Nuestra América. Es, en suma, la cultura latinoamericana que intenta mirarse más allá de las imposturas modernas o de las trampas que provoca el reflejo distorsionado de nuestro rostro en el espejo de lo ajeno.
FUENTES CONSULTADAS
- Carpentier, A. (1988). El siglo de las luces. Barcelona: Editorial Seix Barral. P. 134.
- Carpentier, A. (1988). El siglo de las luces. Barcelona: Editorial Seix Barral. P. 134.
- Cancino, H. (2003). “Modernidad y tradición en el pensamiento latinoamericano en los siglos XIX y XX”. Aalborg Universitet. Disponible en: http://www.discurso.aau.dk/cancino_modern_maj03.pdf
- Fernández Retamar, R. (2004). Todo Caliban. San José, CR: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Pp. 80-85.
- Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. México D.F.: Siglo XXI. P. 25.
- Larraín, J. (1996). “La trayectoria latinoamericana a la modernidad”. En Estudios Públicos, nº 66, otoño. Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile. Pp. 313-333.
- Nahuelpán, H. (2007). “El sueño de la identidad latinoamericana o la búsqueda de lo propio en lo ajeno”. En Atenea, nº 495, I Semestre, Universidad de Concepción, Chile. Pp. 157-164.
- Ortiz, R. (1995). “Cultura, modernidad e identidades”. En Nueva Sociedad, nº 137, Mayo-Junio, Buenos Aires. Pp. 17-23.
- Fernández Retamar, R. (2004). Todo Caliban. San José, CR: Editorial de la Universidad de Costa Rica. Pp. 80-85.
- Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. México D.F.: Siglo XXI. P. 25.
- Larraín, J. (1996). “La trayectoria latinoamericana a la modernidad”. En Estudios Públicos, nº 66, otoño. Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile. Pp. 313-333.
- Nahuelpán, H. (2007). “El sueño de la identidad latinoamericana o la búsqueda de lo propio en lo ajeno”. En Atenea, nº 495, I Semestre, Universidad de Concepción, Chile. Pp. 157-164.
- Ortiz, R. (1995). “Cultura, modernidad e identidades”. En Nueva Sociedad, nº 137, Mayo-Junio, Buenos Aires. Pp. 17-23.
No hay comentarios:
Publicar un comentario