Ante la magnitud de la tragedia, la aplastante mayoría de violaciones a los derechos humanos ha quedado en la impunidad. Los culpables no solamente siguen en libertad sino que, muchas veces, se pavonean de lo hecho y aseguran que no dudarían un instante en repetirlo.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica(En la fotografía, Emil Bustamante)
Para Carlos Cuevas Molina y Emil Bustamante
Guatemala ostenta en América Latina el triste récord de la mayor cantidad de desaparecidos políticos: 40,000. Se dice pronto, pero a la zaga de esta cifra hay una realidad truculenta que desangra a la nación porque atrás de cada uno de ellos hay una familia, parientes, amigos, conocidos, que resienten, a veces lacerantemente, la pérdida de un ser querido.
Tras más de treinta años de guerra interna, en Guatemala se firmaron los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996, que pusieron fin al conflicto armado. Si hemos de contextualizar el momento en que esto sucede, hay que decir que se tratan de los años en lo que los analistas políticos sitúan la consolidación de la democracia en la región pues, para entonces, todos los gobiernos habían sido elegidos a través de procesos electorales catalogados como confiables.
Los Acuerdos plantearon un enorme reto a la sociedad guatemalteca, en la medida en que las causas que generaron el conflicto tienen una dimensión estructural de larguísima data, que los sectores hegemónicos no están dispuestos a reconocer y menos a resolver.
Contra estas taras estructurales y contra estos sectores anquilosados, contra su arbitrariedad y oscurantismo, se sublevaron importantes sectores de la población de la ciudad y del campo. No lo hicieron porque, como algunos pretenden hacerlo creer ahora, estuviera “de moda” el foquismo después del triunfo de la Revolución Cubana, sino porque, como ya se había demostrado por el golpe de Estado que perpetraron estos sectores hegemónicos en julio de 1954 con apoyo de los Estados Unidos de América, no se les había dejado otro camino.
En la ciudad, los estudiantes de educación media y de la Universidad de San Carlos de Guatemala estuvieron a la vanguardia de esa juventud sublevada, y formaron el grueso de la primera guerrilla que, junto con militares jóvenes, conformaron en la Sierra de las Minas, en el Oriente del país, en los primeros años de la década de 1960. Años más tarde, jugaron un papel primordial en la lucha urbana, aunque sin dejar de estar presentes en los nuevos contingentes guerrilleros que se conformaron en la década de 1970.
Los últimos años de esa década y la primera mitad de la de los 80 se caracterizó por una cruenta respuesta militar que dejó más de 200 aldeas arrasadas en el campo, más de 300,000 muertos, más de 250,000 refugiados en el vecino México, y la altísima cifra de desaparecidos que ya mencionamos. En febrero de 1999, en el informe Guatemala: memoria del silencio, ofrecido por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico conformada por mandato de los Acuerdo de Paz, se consigna que el Ejército de Guatemala se constituyó en el principal violador de los derechos humanos del país al desatar una verdadera guerra contra el pueblo transformándose, decimos nosotros, en un efectivo ejército de ocupación en su propio país.
Algunos casos de asesinato y desaparición han sido vistos por los tribunales, pero son contados con los dedos de una mano. Ante la magnitud de la tragedia, la aplastante mayoría de violaciones a los derechos humanos ha quedado en la impunidad. Los culpables no solamente siguen en libertad sino que, muchas veces, se pavonean de lo hecho y aseguran que no dudarían un instante en repetirlo. Pueden hacerlo porque las estructuras económico-sociales que generaron sus acciones siguen intactas, y porque el aparataje militar y paramilitar que crearon está ahí sin mayores cambios, aunque ahora participando, además, de lucrativos negocios como el del narcotráfico.
Dos acontecimientos cercanos a este articulista motivan estas líneas. El primero se refiere al gesto que la Facultad Latinoamericana en Ciencias Sociales (FLACSO-Guatemala) hace en estos días, el 9 de mayo para ser más exactos, al otorgarle simbólicamente, post mortem, el título de Magíster a Emil Bustamante, desaparecido el 13 de febrero de 1982. El segundo, la captura y posterior asesinato, por parte de las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco, de Carlos Ernesto Cuevas Molina, en las calles de Ciudad de Guatemala, un 15 de mayo de 1984.
La abuela del segundo siempre le recordó que mayo era el mes de la Virgen María en el calendario de celebraciones católicas. Para quien esto escribe, ahora, es un mes de reivindicación y denuncia de las atrocidades de un régimen y sus secuaces que aún no pagan la deuda histórica que tienen con su país y su gente.
Tras más de treinta años de guerra interna, en Guatemala se firmaron los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996, que pusieron fin al conflicto armado. Si hemos de contextualizar el momento en que esto sucede, hay que decir que se tratan de los años en lo que los analistas políticos sitúan la consolidación de la democracia en la región pues, para entonces, todos los gobiernos habían sido elegidos a través de procesos electorales catalogados como confiables.
Los Acuerdos plantearon un enorme reto a la sociedad guatemalteca, en la medida en que las causas que generaron el conflicto tienen una dimensión estructural de larguísima data, que los sectores hegemónicos no están dispuestos a reconocer y menos a resolver.
Contra estas taras estructurales y contra estos sectores anquilosados, contra su arbitrariedad y oscurantismo, se sublevaron importantes sectores de la población de la ciudad y del campo. No lo hicieron porque, como algunos pretenden hacerlo creer ahora, estuviera “de moda” el foquismo después del triunfo de la Revolución Cubana, sino porque, como ya se había demostrado por el golpe de Estado que perpetraron estos sectores hegemónicos en julio de 1954 con apoyo de los Estados Unidos de América, no se les había dejado otro camino.
En la ciudad, los estudiantes de educación media y de la Universidad de San Carlos de Guatemala estuvieron a la vanguardia de esa juventud sublevada, y formaron el grueso de la primera guerrilla que, junto con militares jóvenes, conformaron en la Sierra de las Minas, en el Oriente del país, en los primeros años de la década de 1960. Años más tarde, jugaron un papel primordial en la lucha urbana, aunque sin dejar de estar presentes en los nuevos contingentes guerrilleros que se conformaron en la década de 1970.
Los últimos años de esa década y la primera mitad de la de los 80 se caracterizó por una cruenta respuesta militar que dejó más de 200 aldeas arrasadas en el campo, más de 300,000 muertos, más de 250,000 refugiados en el vecino México, y la altísima cifra de desaparecidos que ya mencionamos. En febrero de 1999, en el informe Guatemala: memoria del silencio, ofrecido por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico conformada por mandato de los Acuerdo de Paz, se consigna que el Ejército de Guatemala se constituyó en el principal violador de los derechos humanos del país al desatar una verdadera guerra contra el pueblo transformándose, decimos nosotros, en un efectivo ejército de ocupación en su propio país.
Algunos casos de asesinato y desaparición han sido vistos por los tribunales, pero son contados con los dedos de una mano. Ante la magnitud de la tragedia, la aplastante mayoría de violaciones a los derechos humanos ha quedado en la impunidad. Los culpables no solamente siguen en libertad sino que, muchas veces, se pavonean de lo hecho y aseguran que no dudarían un instante en repetirlo. Pueden hacerlo porque las estructuras económico-sociales que generaron sus acciones siguen intactas, y porque el aparataje militar y paramilitar que crearon está ahí sin mayores cambios, aunque ahora participando, además, de lucrativos negocios como el del narcotráfico.
Dos acontecimientos cercanos a este articulista motivan estas líneas. El primero se refiere al gesto que la Facultad Latinoamericana en Ciencias Sociales (FLACSO-Guatemala) hace en estos días, el 9 de mayo para ser más exactos, al otorgarle simbólicamente, post mortem, el título de Magíster a Emil Bustamante, desaparecido el 13 de febrero de 1982. El segundo, la captura y posterior asesinato, por parte de las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco, de Carlos Ernesto Cuevas Molina, en las calles de Ciudad de Guatemala, un 15 de mayo de 1984.
La abuela del segundo siempre le recordó que mayo era el mes de la Virgen María en el calendario de celebraciones católicas. Para quien esto escribe, ahora, es un mes de reivindicación y denuncia de las atrocidades de un régimen y sus secuaces que aún no pagan la deuda histórica que tienen con su país y su gente.
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