El discurso sobre la diferencia, enarbolado por los voceros de los grupos dominantes en Costa Rica, es un discurso tramposo que solo sirve para ampliar los obstáculos que dificultan la construcción de la centroamericanidad, porque silencia y oculta las realidades de exclusión social y política –regional y nacional- en que esa diferencia pretende existir.
Las discrepancias que mantienen los gobiernos centroamericanos entre sí y también con la Unión Europea (UE), en sus negociaciones para la eventual firma de un Acuerdo de Asociación (eufemismo para designar un nuevo TLC), y de modo especial a partir de la propuesta de Nicaragua de crear un Fondo Solidario de Crédito para el desarrollo de Centroamérica, han reavivado en Costa Rica, como ocurre de manera recurrente, viejos prejuicios e imaginarios que invocan una diferencia sustancial, casi natural, con los demás países de la región. Esto exigiría, en esa peculiar lógica de pensamiento, que el orbe –y en el caso particular la UE- mantenga un trato diferenciado y preferente para nuestro país.
Ecos de civilización o barbarie. Rindiendo honor a esa tradición, en la que se advierten resonancias históricas de los elementos que han caracterizado la conformación hegemónica del Estado costarricense, el diario La Nación publicó, en las últimas semanas, diversas expresiones de sus editorialistas y comentaristas que, entre otras cosas, lamentan la miopía de la UE, “que no percibe diferencias entre los países centroamericanos”; denuncian que somos “rehenes de Ortega” (¿quiénes: los ricos empresarios o esa población de casi 1 millón de personas que viven en condición de pobreza en Costa Rica?¿Rehenes de un político o de un sistema económico?), que el istmo está “sometido a los caprichos de Nicaragua” y censuran la notoria “inmadurez del Estado y la sociedad nicaragüense”. Sin duda, ecos de civilización o barbarie.
Se trata de posturas que presentan la integración centroamericana como una pieza digna de posar en los anaqueles de un anticuario, pero no como un proyecto deseable y necesario, especialmente en tiempos de disputas globales entre bloques de países cuyos apetitos pueden devorarnos (como ya empieza a ocurrir con el bloque del TLCAN). En el mejor de los casos, estas voces encuentran que la integración es viable solo en su dimensión económica (pero inevitablemente excluyente de las mayorías populares), puesto que -dicen- “en asuntos tan vitales, es mejor andar solos que mal acompañados”, lo que refuerza las tendencias aislacionistas que imperan en buena parte de la clase gobernante.
Tristemente, esas ideas, casi convertidas en una suerte de sentido común dominante, han sido compartidas incluso por sectores no hegemónicos de la sociedad costarricense, como se pudo verificar durante la discusión previa al referéndum aprobatorio del TLC con los Estados Unidos. En esa ocasión, el fantasma de la centroamericanización, es decir, del convertirnos en los otros centroamericanos, fue señalado -por promotores y opositores- como peligro implícito en el tratado comercial. Para el grupo del NO, centroamericanización equivalía a precarización de las condiciones de vida; para el grupo del SÍ, era sinónimo del peligro rojo que se cierne sobre Costa Rica, y por eso Daniel Ortega, Fidel Castro y Hugo Chávez figuraron como los demonios favoritos de turno de las campañas publicitarias financiadas por el capital transnacional.
Al mirarnos como parte de Centroamérica, los voceros de la hegemonía afirman que “Costa Rica, con buena voluntad para todos, no puede atar su destino a ninguno” de los países vecinos, pero es otro el cantar frente a los Estados Unidos. He ahí la gran paradoja político-cultural costarricense: reafirmamos ante el resto de la región una diferencia nacional que, sin embargo, se somete dócilmente -y hasta hace apología de su subordinación- ante la cultura global y, particularmente, la norteamericana.
Se trata de posturas que presentan la integración centroamericana como una pieza digna de posar en los anaqueles de un anticuario, pero no como un proyecto deseable y necesario, especialmente en tiempos de disputas globales entre bloques de países cuyos apetitos pueden devorarnos (como ya empieza a ocurrir con el bloque del TLCAN). En el mejor de los casos, estas voces encuentran que la integración es viable solo en su dimensión económica (pero inevitablemente excluyente de las mayorías populares), puesto que -dicen- “en asuntos tan vitales, es mejor andar solos que mal acompañados”, lo que refuerza las tendencias aislacionistas que imperan en buena parte de la clase gobernante.
Tristemente, esas ideas, casi convertidas en una suerte de sentido común dominante, han sido compartidas incluso por sectores no hegemónicos de la sociedad costarricense, como se pudo verificar durante la discusión previa al referéndum aprobatorio del TLC con los Estados Unidos. En esa ocasión, el fantasma de la centroamericanización, es decir, del convertirnos en los otros centroamericanos, fue señalado -por promotores y opositores- como peligro implícito en el tratado comercial. Para el grupo del NO, centroamericanización equivalía a precarización de las condiciones de vida; para el grupo del SÍ, era sinónimo del peligro rojo que se cierne sobre Costa Rica, y por eso Daniel Ortega, Fidel Castro y Hugo Chávez figuraron como los demonios favoritos de turno de las campañas publicitarias financiadas por el capital transnacional.
Al mirarnos como parte de Centroamérica, los voceros de la hegemonía afirman que “Costa Rica, con buena voluntad para todos, no puede atar su destino a ninguno” de los países vecinos, pero es otro el cantar frente a los Estados Unidos. He ahí la gran paradoja político-cultural costarricense: reafirmamos ante el resto de la región una diferencia nacional que, sin embargo, se somete dócilmente -y hasta hace apología de su subordinación- ante la cultura global y, particularmente, la norteamericana.
La integración real y el discurso sobre la diferencia. El proceso de integración centroamericano, que supo ser pionero y ejemplo mundial en su momento, ha quedado hoy a la buena o mala fortuna de lo que sus gobernantes-empresarios negocien. Sobre todo, está sujeto a las dinámicas de intercambio comercial y concentración de poder político-económico por parte de un puñado de empresarios, que no ven nada más allá del modelo maquila para Centroamérica, y que sostienen su ventajosa posición mediante el financiamiento de las campañas electorales.
En ese sentido, en Centroamérica ha avanzado una integración real basada en los grandes actores económicos –regionales y transnacionales-, pero en un esquema que pasa picaporte a la redistribución de la riqueza y la reducción de las desigualdades: “Los grandes grupos económicos centroamericanos son hoy más poderosos económica y políticamente que nunca antes en la historia de Centroamérica. Es paradójico: después de guerras que buscaban sociedades más equitativas y menos polarizadas, lo que tenemos hoy son sociedades con la riqueza mucho más concentrada en pocas familias que hace 20-30 años, sociedades más excluyentes y más polarizadas. (…) El desbalance de poder que está creando la integración de los grandes grupos económicos representa un serio riesgo para la democracia de la región” (Segovia, Alexander -2007-. “¿Quién tiene el poder en Centroamérica?”, en Revista Envío, 298-299-300, enero-febrero-marzo. Managua: Universidad Centroamericana).
El discurso sobre la diferencia, enarbolado por los voceros de los grupos dominantes en Costa Rica, es un discurso tramposo que solo sirve para ampliar los obstáculos que dificultan la construcción de la centroamericanidad, porque silencia y oculta las realidades de exclusión social y política –regional y nacional- en que esa diferencia pretende existir. Refuerza un mito que ha sido ampliamente superado por la integración real, que tiende a nivelar y comprometer el futuro de Centroamérica -aquí sí en un sentido negativo- en aspectos altamente decisivos para el bienestar de los pueblos y la práctica democrática.
Pero de eso, por supuesto, nada dicen los comentaristas de La Nación y demás medios independientes, que ven en ese proceso su inevitable favorecimiento económico. Son los mismos intereses que, como sucede en otras latitudes latinoamericanas, atentan contra la realización de aquella América una que postuló el intelectual costarricense Joaquín García Monge, en 1921: “ayer los cinco pueblos de Centro América, mañana todos los del continente hispano; porque vamos hacia la América una”.
En ese sentido, en Centroamérica ha avanzado una integración real basada en los grandes actores económicos –regionales y transnacionales-, pero en un esquema que pasa picaporte a la redistribución de la riqueza y la reducción de las desigualdades: “Los grandes grupos económicos centroamericanos son hoy más poderosos económica y políticamente que nunca antes en la historia de Centroamérica. Es paradójico: después de guerras que buscaban sociedades más equitativas y menos polarizadas, lo que tenemos hoy son sociedades con la riqueza mucho más concentrada en pocas familias que hace 20-30 años, sociedades más excluyentes y más polarizadas. (…) El desbalance de poder que está creando la integración de los grandes grupos económicos representa un serio riesgo para la democracia de la región” (Segovia, Alexander -2007-. “¿Quién tiene el poder en Centroamérica?”, en Revista Envío, 298-299-300, enero-febrero-marzo. Managua: Universidad Centroamericana).
El discurso sobre la diferencia, enarbolado por los voceros de los grupos dominantes en Costa Rica, es un discurso tramposo que solo sirve para ampliar los obstáculos que dificultan la construcción de la centroamericanidad, porque silencia y oculta las realidades de exclusión social y política –regional y nacional- en que esa diferencia pretende existir. Refuerza un mito que ha sido ampliamente superado por la integración real, que tiende a nivelar y comprometer el futuro de Centroamérica -aquí sí en un sentido negativo- en aspectos altamente decisivos para el bienestar de los pueblos y la práctica democrática.
Pero de eso, por supuesto, nada dicen los comentaristas de La Nación y demás medios independientes, que ven en ese proceso su inevitable favorecimiento económico. Son los mismos intereses que, como sucede en otras latitudes latinoamericanas, atentan contra la realización de aquella América una que postuló el intelectual costarricense Joaquín García Monge, en 1921: “ayer los cinco pueblos de Centro América, mañana todos los del continente hispano; porque vamos hacia la América una”.
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