Los poemas de Césaire nos hacen respirar. Son imágenes cuyo torrente acelera el pulso y nos recuerda que la poesía como la vida es un ritmo, un pulso, un mar…
Uno de las grandes calamidades que habrán de enfrentar los e-book y sus modernos lectores será que en sus acervos digitales, pletóricos de bestsellers y de algunos clásicos universales, no tendrán cabida autores como Benjamin Péret y mucho menos ciertos poetas que provocaron su entusiasmo, como fue el caso de Aimé Césaire.
Según Péret, Césaire fue el único gran poeta de habla francesa que surgió entre 1920 y 1940. Poeta de lengua francesa, debo aclarar, que no nació en Francia sino en una de sus ex colonias, en la lejana isla de Martinica, verdadero reservorio de esclavos y punto estratégico en la geopolítica imperial.
Es probable que sin la Segunda Guerra Mundial, Césaire hubiera pasado casi desapercibido para la literatura de occidente. Huyendo de los nazis, André Breton, Victor Serge, Wifredo Lam y Claude Levi-Strauss se embarcaron en El capitán Paul Lemerle, con destino a Nueva York. La embarcación hizo escala en la isla de Martinica en abril de 1941 y gracias a ello (el azar nada deja al azar), Breton encontró en una tienda la revista Tropiques, donde descubrió los poemas de Aimé Césaire, un gran poeta negro cuya palabra resultaba hermosa como el oxígeno naciente.
Esas palabras de Breton no han perdido actualidad. Los poemas de Césaire nos hacen respirar. Son imágenes cuyo torrente acelera el pulso y nos recuerda que la poesía como la vida es un ritmo, un pulso, un mar, una posesión del espíritu de las cosas, como pretende el vudú, que nos convulsiona: imágenes que son sonidos, que son sentidos, rumor de palabras, plegaria, exhortación, conjuro, hechizo. Palabra que al decirse llama y amansa, seduce y necesita, forma que invoca y convoca a las potencias esenciales del mundo.
Escribe Césaire: “¡Eiá por el Kalicendrato real!/ Eiá por los que jamás inventaron nada/ por los que jamás han explorado nada/ por los que jamás han domeñado nada/ mas se abandonan cautivados, a la esencia de las cosas/ ignorando la superficie pero cautivados por el movimiento de las cosas/ despreocupados de dominar, pero jugando el juego del mundo”.
Pero Césaire no sólo fue un poeta admirado por Breton, Péret o Jean Paul Sartre, sino el padre de la negritud o, más exactamente, quien acuñó el término y que no describe o señala la negritud como un fenómeno social, sino como la expresión de un grupo de marginados. Dice Césaire: “si los negros no fueran un pueblo, digamos, de vencidos, un pueblo de desventurados, un pueblo humillado, etcétera; si se invirtiera la Historia y se hiciera de ellos un pueblo de vencedores, no existiría la negritud. Yo no defendería la negritud, me parecería insoportable”. Nunca vio a la negritud como una ideología sino como una ética personal y como un punto de vista literario.
Debemos al entusiasmo de Phillippe Ollé-Laprune la más reciente antología de Aimé Césaire, quien falleció en abril de 2008. Poemas, prosas y una obra de teatro forman parte de Para leer Aimé Césaire, volumen publicado por el Fondo de Cultura Económica en el que también se incluye una entrevista con el poeta y un texto introductorio de Ollé-Laprune. Antes que el destino nos alcance con los e-book y se extingan estas ínsulas de poesía, conviene acercarse a este escritor para quien la poesía es descender hacia el interior de uno mismo y, por ello, una explosión.
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