El miércoles 13 de mayo recién pasado, el eximio ex-presidente del gobierno español, señor José María Aznar, visitó los Estados Unidos de América. Aquí recibió el premio del Instituto de Liderazgo Hispano del Congreso, una organización privada que es presidida por el inefable señor Lincoln Díaz Balart, congresista cubano-americano. Ambos personajes retomaron una vieja advertencia: "América Latina debe modernizarse".
Acceder a la modernidad ha sido la máxima aspiración de las elites intelectuales y políticas dominantes de América Latina durante toda su vida republicana. Éstas, han entendido el “ser moderno” con alejarse de lo que dicen que somos, salvajes e incultos, para ser de otra forma. ¿Cómo? Nadie lo dice más claro que uno de los preclaros padres de la patria argentina, Domingo Faustino Sarmiento: “Seamos como Estados Unidos”.
A golpes y trompicones, nuestros padres de la patria latinoamericana fueron ideando modelos de desarrollo que pudieran aproximarnos a tal desiderata. En el siglo XIX pensaron que era indispensable, en primer lugar, civilizar a esa masa inculta y bochornosa que se movía oscura en el área rural y los linderos de las nacientes ciudades, y para ello usaron, como principal instrumento, a la escuela. Ésta impuso patrones de comportamiento, creo sensibilidades, estableció los límites entre civilización y barbarie.
Algunos no se conformaron con educar y decidieron no perder tiempo tratando de cambiar hábitos y costumbres sino mejor eliminar a los que no tenían vocación de progreso. No lograron, sin embargo, avances significativos.
Nos adentramos en el siglo XX y las cosas siguieron de mal en peor, todo por culpa del pobrerío que se seguía negando a modernizarse y que, para peores, se puso reclamón: se organizó, formó partidos, gremios, sindicatos, y aumentó su rol de lastre social que no permitía avanzar hacia delante. Del buen salvaje pasamos directamente, nos recordó el venezolano Carlos Rangel, al buen revolucionario, dos caras de ese espécimen subdesarrollado y aborrecible que no había sido posible eliminar con el etnocidio ni con la guerra contrainsurgente.
Habiendo sido vanos todos los esfuerzos de pronto, sin decir agua va, se declara la posmodernidad. Es decir que no habíamos llegado a la modernidad y ya teníamos que ser posmodernos. No estuvo muy claro eso porque en economía y finanzas se siguió intentando ponerse a tono con eso de la modernidad. Para ello, se dijo, había que abrirse, vincularse a los procesos de la globalización, incorporarse a las dinámicas productivas transnacionales para no terminar siendo furgón de cola del tren del progreso.
A los que se subieron a ese tren con mayores ímpetus no les fue muy bien. Argentina se cayó (no está claro si del último o del penúltimo vagón de la modernidad) en el 2002. México tuvo su “efecto tequila” un poco antes, en 1994, y Bolivia y Ecuador sufrieron varios años de sublevación popular y en el primero hasta llegó a tener un presidente que tenía un acento muy parecido al de Ronald Reagan cuando dijo en español “yo también soy un contra”: Gonzalo Sánchez de Lozada.
El miércoles 13 de mayo recién pasado, el eximio ex-presidente del gobierno español, señor José María Aznar, visitó los Estados Unidos de América. Ahí se reunió con legisladores demócratas antes de recibir el premio del Instituto de Liderazgo Hispano del Congreso que es, como aclara pertinentemente el diario El País de España, “una organización privada de tendencia conservadora dedicada a impulsar medidas que favorezcan a la población latina en EE.UU.”, y que es presidida por el inefable señor Lincoln Díaz Balart, congresista cubano-americano.
Díaz Balart elogió y agradeció la presencia de Aznar, y resaltó la advertencia que este hizo: “América Latina debe modernizarse”, y a renglón seguido acotó que eso significaba apoyar más el libre mercado y repudiar el intervencionismo estatal “que diversos países latinoamericanos ha emprendido en los últimos años”.
En el mes de noviembre del año 2000, el entonces presidente español visitó la pequeña Costa Rica y dio una conferencia a la que asistió la crema y nata de la clase política y de la intelectualidad costarricense, más algunos arrimados que nunca faltan. Después de 20 minutos de escuchar la disertación, el hombre de cultura y político Alberto Cañas Escalante se retiró del lugar. Al ser interpelado por la prensa sobre la razón de su intempestiva salida dijo: “Es que a estas alturas ya no estoy muy seguro si Aznar es un apellido o un verbo”.
A golpes y trompicones, nuestros padres de la patria latinoamericana fueron ideando modelos de desarrollo que pudieran aproximarnos a tal desiderata. En el siglo XIX pensaron que era indispensable, en primer lugar, civilizar a esa masa inculta y bochornosa que se movía oscura en el área rural y los linderos de las nacientes ciudades, y para ello usaron, como principal instrumento, a la escuela. Ésta impuso patrones de comportamiento, creo sensibilidades, estableció los límites entre civilización y barbarie.
Algunos no se conformaron con educar y decidieron no perder tiempo tratando de cambiar hábitos y costumbres sino mejor eliminar a los que no tenían vocación de progreso. No lograron, sin embargo, avances significativos.
Nos adentramos en el siglo XX y las cosas siguieron de mal en peor, todo por culpa del pobrerío que se seguía negando a modernizarse y que, para peores, se puso reclamón: se organizó, formó partidos, gremios, sindicatos, y aumentó su rol de lastre social que no permitía avanzar hacia delante. Del buen salvaje pasamos directamente, nos recordó el venezolano Carlos Rangel, al buen revolucionario, dos caras de ese espécimen subdesarrollado y aborrecible que no había sido posible eliminar con el etnocidio ni con la guerra contrainsurgente.
Habiendo sido vanos todos los esfuerzos de pronto, sin decir agua va, se declara la posmodernidad. Es decir que no habíamos llegado a la modernidad y ya teníamos que ser posmodernos. No estuvo muy claro eso porque en economía y finanzas se siguió intentando ponerse a tono con eso de la modernidad. Para ello, se dijo, había que abrirse, vincularse a los procesos de la globalización, incorporarse a las dinámicas productivas transnacionales para no terminar siendo furgón de cola del tren del progreso.
A los que se subieron a ese tren con mayores ímpetus no les fue muy bien. Argentina se cayó (no está claro si del último o del penúltimo vagón de la modernidad) en el 2002. México tuvo su “efecto tequila” un poco antes, en 1994, y Bolivia y Ecuador sufrieron varios años de sublevación popular y en el primero hasta llegó a tener un presidente que tenía un acento muy parecido al de Ronald Reagan cuando dijo en español “yo también soy un contra”: Gonzalo Sánchez de Lozada.
El miércoles 13 de mayo recién pasado, el eximio ex-presidente del gobierno español, señor José María Aznar, visitó los Estados Unidos de América. Ahí se reunió con legisladores demócratas antes de recibir el premio del Instituto de Liderazgo Hispano del Congreso que es, como aclara pertinentemente el diario El País de España, “una organización privada de tendencia conservadora dedicada a impulsar medidas que favorezcan a la población latina en EE.UU.”, y que es presidida por el inefable señor Lincoln Díaz Balart, congresista cubano-americano.
Díaz Balart elogió y agradeció la presencia de Aznar, y resaltó la advertencia que este hizo: “América Latina debe modernizarse”, y a renglón seguido acotó que eso significaba apoyar más el libre mercado y repudiar el intervencionismo estatal “que diversos países latinoamericanos ha emprendido en los últimos años”.
En el mes de noviembre del año 2000, el entonces presidente español visitó la pequeña Costa Rica y dio una conferencia a la que asistió la crema y nata de la clase política y de la intelectualidad costarricense, más algunos arrimados que nunca faltan. Después de 20 minutos de escuchar la disertación, el hombre de cultura y político Alberto Cañas Escalante se retiró del lugar. Al ser interpelado por la prensa sobre la razón de su intempestiva salida dijo: “Es que a estas alturas ya no estoy muy seguro si Aznar es un apellido o un verbo”.
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