Los nuevos movimientos sociales antisistémicos, los ciudadanos de buena voluntad, los sindicalistas que se oponen a los charros, las feministas, los pueblos originarios que nos recuerdan una política nueva, en fin, la población que no ha dejado de luchar por la vida… y por rescatar a la Patria de los corruptos, deberían comprometerse en poner al “mundo sobre sus pies”, en participar en la política obediencial de los que todavía tienen esperanza.
Los últimos acontecimientos, con testimonios de los actores políticos del más alto nivel, nos muestran, sean cuales fueren las explicaciones o excusas de los que denuncian y los denunciados, todos sin excepción, actos que expresan una enorme corrupción política que deja a la sociedad civil desconcertada y con una pregunta en los labios: ¿no tendrán razón aquellos que en manifestaciones multitudinarias exclamaron: ¡Qué se vayan todos!”? O como expresaba el gran poeta político E. Galeano recientemente: “¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés” (La Jornada, 9/05/09, p. 38). ¿Es posible que un país resista tanta corrupción de su clase política como para sobrevivir? ¿No han acaso desaparecido sociedades en la historia que no pudieron alcanzar al menos cierta conciencia crítica para poder evitar la dirección de su caminar que los llevaba al precipicio? ¿Cuáles podrían ser las motivaciones que habría que despertar para impedir que el sonámbulo se destroce?
Pienso que para comenzar habría que preguntarse cuándo se origina la corrupción política, ya que pareciera que no se tiene conciencia del huevo donde nace esa serpiente venenosa que termina por comerse a sí misma. ¿Qué es la corrupción política? ¿Dónde nace? ¿Cuáles son sus primeros pasos? La respuesta, por ser simple (aunque no superficial), hará reír a carcajadas al cínico corrupto desde su pedestal, al realista político sin principios y sin escrúpulos.
Como indica el poeta, la “justicia” está parada sobre su cabeza porque el mundo está “al revés”. De manera muy precisa usa una metáfora para indicar un hecho fundamental: hay cierta inversión después de la cual todo queda “patas arriba” –en lenguaje cotidiano–. Esta inversión es un fenómeno cognitivo que se denomina “fetichismo” (en referencia a dioses hechos por hombres a los cuales después se rinde culto como si fueran divinos: se trata de una inversión donde por un espejismo aparecen como dioses meros objetos vulgares).
Bien, la corrupción comienza por una inversión, por un fetichismo que oculta el fenómeno al que invierte el mundo en su provecho, pero permanece igualmente invisible a las víctimas de la inversión. Pasa por ser “justicia” la justicia de un “mundo al revés”. ¿Qué se invierte, quién se aprovecha de la inversión y quién la sufre?
La comunidad política, y en última instancia el pueblo, la totalidad de la población histórica que habita un territorio dentro de cuyo horizonte se han organizado instituciones políticas, es la única sede del poder político, de la soberanía(1). Digo la única instancia, es decir, la exclusiva. Todas las instituciones(2) son sólo el lugar del ejercicio delegado de dicho poder político del pueblo. El Estado no es soberano; el soberano es el pueblo que otorga soberanía a las instituciones políticas que ha constituido para su servicio.
Si quien ejerce el poder participativo tiene presente que, ocupando la sede de alguna institución (sea, por ejemplo, el Poder Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial o el poder ciudadano –el cuarto poder de la Constitución Bolivariana de Venezuela–), lo hace en nombre del pueblo, en aquello de que “los que mandan mandan obedeciendo” (que Evo Morales plasmó con la fórmula del “poder obediencial”), dicho ejercicio del poder no es dominación sino servicio, y el político en cuestión ejerce un acto de justicia en un mundo sobre sus pies.
El mundo se pone “al revés” (se invierte) cuando el que ejerce el poder representativo olvida que está al servicio del pueblo, y se desliza el contenido semántico de la sede del poder: desde la comunidad política o el pueblo el poder pareciera ahora tener a la institución como su sede (el Estado se declara soberano, aún con respecto a su propio pueblo). Es cuando, por ejemplo, un presidente cree que tiene el “monopolio del poder”, o que el legislador piensa que es la fuente creadora “de la ley” (siendo que ese Poder Legislativo le ha sido otorgado por el pueblo). En ese momento se corta la comunicación con la fuente, con el fundamento del poder político que es la comunidad política o el pueblo, y éste deja de alimentar, regenerar, dar potencia a la institución y al que ejerce la función institucional. El funcionario, el político, de mero representante, pone ahora su voluntad como el fundamento del ejercicio del poder. Dicho político (y la respectiva institución) se ha fetichizado, se ha invertido, está “al revés”.
Desde ese momento todo ejercicio del poder por el político se ha corrompido. La corrupción originaria consiste en esta simple inversión: el pueblo deja de ser la sede del poder; la institución, que es una mediación al servicio del pueblo, se pone ahora como la sede del poder mismo, y coloca al pueblo como obediente (es la definición de Max Weber de poder político)(3). Desde este momento la “justicia” del “mundo al revés” es injusta. El poeta pregunta: “¿Es justa [esta] justicia?” Respondemos: en el mundo corrupto la justicia del sistema es injusta. Miguel Hidalgo no cumplió con la justicia de la Recopilación de las Leyes de Indias que ordenaba a los colonos de la Nueva España obedecer al rey. Hidalgo consideró esa justicia injusta y no cumplió esas leyes ilegítimas para los patriotas. Pudo haber dicho: “¡Que se vayan todos!” (virrey, oidores, etcétera), al menos luchó y murió para que eso aconteciera. Tampoco E. Zapata aceptó las leyes que pretendían robar las tierras a las comunidades.
Como nos enseñaba el filme La ley de Herodes, el presidente municipal se corrompió cuando aprendió a usar la violencia (el revólver) para hacer cumplir la constitución (que en verdad era sólo, en su cinismo, su propia voluntad fetichizada, corrupta, última referencia del ejercicio de su poder). Se entiende entonces aquello de que “los que mandan mandan mandando” y así comienzan a ocultar sus intenciones, a mentir sistemáticamente al pueblo por la mediocracia (televisiva, radial, etcétera.); a robar ellos, sus familiares y sus cómplices; a asesinar en casos extremos; es decir, a compartir con otros su propia corrupción, que se expande como el virus de las epidemias y se hace sistema, cultura política, donde todos están podridos, hasta ciertos sectores de partidos de izquierda que nunca han atendido al clamor del soberano: el pueblo (que Antonio Gramsci definía como “el bloque social de los oprimidos”).
La corrupción corroe al sistema hasta los huesos; es enfermedad gravísima, exige una terapia urgente y profunda, pero: ¿qué hacer? –se preguntaría Lenin–, ¿en quién confiar? –¿no sería caer en liderazgos nuevamente?– ¿por dónde comenzar?
En un discurso famoso Fidel Castro exclamó: “¡Cuando el pueblo crea en el pueblo!” En eso consiste la conciencia crítica como consenso de las mayorías, de los oprimidos, de los excluidos. Los nuevos movimientos sociales antisistémicos, los ciudadanos de buena voluntad, los sindicalistas que se oponen a los charros, las feministas, los pueblos originarios que nos recuerdan una política nueva, en fin, la población que no ha dejado de luchar por la vida… y por rescatar a la Patria de los corruptos, deberían comprometerse en poner al “mundo sobre sus pies”, en participar en la política obediencial de los que todavía tienen esperanza (como la definía Ernst Bloch).
(1) Véase mi reciente obra Política de la Liberación. Arquitectónica, Trotta, Madrid, 2009, vol. II, pp. 46ss.
(2) En la misma obra, pp. 179ss.
(3) Véase en la obra citada, pp. 110ss.
Pienso que para comenzar habría que preguntarse cuándo se origina la corrupción política, ya que pareciera que no se tiene conciencia del huevo donde nace esa serpiente venenosa que termina por comerse a sí misma. ¿Qué es la corrupción política? ¿Dónde nace? ¿Cuáles son sus primeros pasos? La respuesta, por ser simple (aunque no superficial), hará reír a carcajadas al cínico corrupto desde su pedestal, al realista político sin principios y sin escrúpulos.
Como indica el poeta, la “justicia” está parada sobre su cabeza porque el mundo está “al revés”. De manera muy precisa usa una metáfora para indicar un hecho fundamental: hay cierta inversión después de la cual todo queda “patas arriba” –en lenguaje cotidiano–. Esta inversión es un fenómeno cognitivo que se denomina “fetichismo” (en referencia a dioses hechos por hombres a los cuales después se rinde culto como si fueran divinos: se trata de una inversión donde por un espejismo aparecen como dioses meros objetos vulgares).
Bien, la corrupción comienza por una inversión, por un fetichismo que oculta el fenómeno al que invierte el mundo en su provecho, pero permanece igualmente invisible a las víctimas de la inversión. Pasa por ser “justicia” la justicia de un “mundo al revés”. ¿Qué se invierte, quién se aprovecha de la inversión y quién la sufre?
La comunidad política, y en última instancia el pueblo, la totalidad de la población histórica que habita un territorio dentro de cuyo horizonte se han organizado instituciones políticas, es la única sede del poder político, de la soberanía(1). Digo la única instancia, es decir, la exclusiva. Todas las instituciones(2) son sólo el lugar del ejercicio delegado de dicho poder político del pueblo. El Estado no es soberano; el soberano es el pueblo que otorga soberanía a las instituciones políticas que ha constituido para su servicio.
Si quien ejerce el poder participativo tiene presente que, ocupando la sede de alguna institución (sea, por ejemplo, el Poder Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial o el poder ciudadano –el cuarto poder de la Constitución Bolivariana de Venezuela–), lo hace en nombre del pueblo, en aquello de que “los que mandan mandan obedeciendo” (que Evo Morales plasmó con la fórmula del “poder obediencial”), dicho ejercicio del poder no es dominación sino servicio, y el político en cuestión ejerce un acto de justicia en un mundo sobre sus pies.
El mundo se pone “al revés” (se invierte) cuando el que ejerce el poder representativo olvida que está al servicio del pueblo, y se desliza el contenido semántico de la sede del poder: desde la comunidad política o el pueblo el poder pareciera ahora tener a la institución como su sede (el Estado se declara soberano, aún con respecto a su propio pueblo). Es cuando, por ejemplo, un presidente cree que tiene el “monopolio del poder”, o que el legislador piensa que es la fuente creadora “de la ley” (siendo que ese Poder Legislativo le ha sido otorgado por el pueblo). En ese momento se corta la comunicación con la fuente, con el fundamento del poder político que es la comunidad política o el pueblo, y éste deja de alimentar, regenerar, dar potencia a la institución y al que ejerce la función institucional. El funcionario, el político, de mero representante, pone ahora su voluntad como el fundamento del ejercicio del poder. Dicho político (y la respectiva institución) se ha fetichizado, se ha invertido, está “al revés”.
Desde ese momento todo ejercicio del poder por el político se ha corrompido. La corrupción originaria consiste en esta simple inversión: el pueblo deja de ser la sede del poder; la institución, que es una mediación al servicio del pueblo, se pone ahora como la sede del poder mismo, y coloca al pueblo como obediente (es la definición de Max Weber de poder político)(3). Desde este momento la “justicia” del “mundo al revés” es injusta. El poeta pregunta: “¿Es justa [esta] justicia?” Respondemos: en el mundo corrupto la justicia del sistema es injusta. Miguel Hidalgo no cumplió con la justicia de la Recopilación de las Leyes de Indias que ordenaba a los colonos de la Nueva España obedecer al rey. Hidalgo consideró esa justicia injusta y no cumplió esas leyes ilegítimas para los patriotas. Pudo haber dicho: “¡Que se vayan todos!” (virrey, oidores, etcétera), al menos luchó y murió para que eso aconteciera. Tampoco E. Zapata aceptó las leyes que pretendían robar las tierras a las comunidades.
Como nos enseñaba el filme La ley de Herodes, el presidente municipal se corrompió cuando aprendió a usar la violencia (el revólver) para hacer cumplir la constitución (que en verdad era sólo, en su cinismo, su propia voluntad fetichizada, corrupta, última referencia del ejercicio de su poder). Se entiende entonces aquello de que “los que mandan mandan mandando” y así comienzan a ocultar sus intenciones, a mentir sistemáticamente al pueblo por la mediocracia (televisiva, radial, etcétera.); a robar ellos, sus familiares y sus cómplices; a asesinar en casos extremos; es decir, a compartir con otros su propia corrupción, que se expande como el virus de las epidemias y se hace sistema, cultura política, donde todos están podridos, hasta ciertos sectores de partidos de izquierda que nunca han atendido al clamor del soberano: el pueblo (que Antonio Gramsci definía como “el bloque social de los oprimidos”).
La corrupción corroe al sistema hasta los huesos; es enfermedad gravísima, exige una terapia urgente y profunda, pero: ¿qué hacer? –se preguntaría Lenin–, ¿en quién confiar? –¿no sería caer en liderazgos nuevamente?– ¿por dónde comenzar?
En un discurso famoso Fidel Castro exclamó: “¡Cuando el pueblo crea en el pueblo!” En eso consiste la conciencia crítica como consenso de las mayorías, de los oprimidos, de los excluidos. Los nuevos movimientos sociales antisistémicos, los ciudadanos de buena voluntad, los sindicalistas que se oponen a los charros, las feministas, los pueblos originarios que nos recuerdan una política nueva, en fin, la población que no ha dejado de luchar por la vida… y por rescatar a la Patria de los corruptos, deberían comprometerse en poner al “mundo sobre sus pies”, en participar en la política obediencial de los que todavía tienen esperanza (como la definía Ernst Bloch).
(1) Véase mi reciente obra Política de la Liberación. Arquitectónica, Trotta, Madrid, 2009, vol. II, pp. 46ss.
(2) En la misma obra, pp. 179ss.
(3) Véase en la obra citada, pp. 110ss.
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