Cada día se hace más
claro que a la par de la tremenda explotación del trabajo de los mexicanos,
certificada por los bajísimos salarios, la nación sufre una desbocada
explotación de su entorno natural, que destruye y dilapida su patrimonio
ecológico y disloca territorios y regiones enteras.
Víctor M. Toledo / LA
JORNADA
Vivir en México significa
habitar un espacio donde sus ciudadanos se encuentran permanentemente
amenazados por un doble riesgo, ambiental y social, que es el resultado de la
complicidad, de la combinación perversa, entre el poder político y el poder
económico. De esto trata mi libro, recientemente publicado, El ecocidio en
México: la batalla final es por la vida (Grijalbo, 2015), basado
esencialmente en artículos publicados en La Jornada entre 2013 y 2015.
Se trata de un intento por sintetizar y ofrecer de manera sencilla a los
lectores un panorama de lo que está sucediendo en el país sobre la destrucción
ecológica, sus relaciones con los problemas sociales, las maneras en que las
comunidades resisten y, especialmente, las modalidades que toma el poder
ciudadano para enfrentarla, vencerla y remontarla*.
Podemos visualizar al
menos nueve frentes principales de una batalla, cada vez más álgida, entre
“proyectos de muerte” y “proyectos de vida”, de acuerdo con los procesos de destrucción
que la provocan: 1) extracción minera; 2) extracción de petróleo, gas, carbón y
uranio; 3) proyectos hidro y termoeléctricos; 4) parques eólicos; 5) proyectos
megaturísticos; 6) urbanización desbocada; 7) cultivos transgénicos (maíz, soya
y algodón); 8) contaminación por residuos tóxicos industriales y urbanos, y 9)
destrucción de bosques, selvas, matorrales y otras formas de vegetación. Cada
uno impacta y afecta la reproducción de la vida humana y no humana de diferente
forma y con diferente intensidad, y al mismo tiempo desencadena reacciones de
conjuntos sociales que se ven impulsados a organizarse para emprender defensas
y resistencias diversas.
En los últimos años esta
conflictividad se ha disparado y, según nuestras estadísticas, alcanza casi 300
casos localizados en 168 municipios del país. Otras instancias reportan un
panorama aún peor. Por ejemplo, el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP),
que celebró sesiones y audiencias entre octubre de 2011 y noviembre de 2014
sobre siete temas de la realidad del país, recibió más de 200 denuncias
ambientales por unas 500 organizaciones provenientes de 433 municipios, que
incluyeron pruebas sobre el asesinato de 50 defensores de la naturaleza o el
ambiente. De acuerdo con el reporte final del TPP, el país vive ya una etapa de
colapso ambiental con dos emergencias ambientales diarias (o cerca de 700 por
año). Sólo la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) reportó
206 explosiones industriales y 514 sitios contaminados entre 2008 y 2012.
Este difícil panorama ha
puesto al desnudo el papel ecocida del Estado mexicano, cuyas instancias
públicas o son los agentes directos de la destrucción, como es el caso de los
proyectos hidro y termoeléctricos de la Comisión Federal de Electricidad, o
bien son sus inductores (las concesiones mineras y la extracción de petróleo y
gas mediante la técnica del fraccionamiento hidráulico), o actúan como aliados
o cómplices de las empresas y corporativos, como sucede en los casos del maíz y
soya transgénicos, los parques eólicos, el nuevo aeropuerto y el megaturismo.
Por sus innumerables actos de corrupción, omisión y complicidad, la Semarnat y
la Sagarpa podrían perfectamente ser juzgadas por traición a la patria de
erigirse un tribunal independiente y ciudadano.
Lo que, sin embargo,
procede enfatizar son las reacciones y respuestas de los ciudadanos
organizados, especialmente de las comunidades rurales, ante esta debacle. La
resistencia social no sólo existe y se mantiene, sino que, a mi juicio, ha
crecido y ha ganado batallas muy importantes, tanto mediante la movilización y
la desobediencia civil como por la vía jurídica (el caso de los yaquis, en
Sonora, y de los productores mayas de miel en Campeche y Yucatán). Encuentro
dos trayectorias en esas resistencias que son complementarias. Una ha sido la
creación de frentes de escala nacional ante problemáticas comunes. Aquí se debe
consignar la existencia de redes en torno a temas como la minería, el agua, los
plaguicidas, las presas y otros, cuya instancia más visible es la Asamblea
Nacional de Afectados Ambientales, con más de 100 organizaciones. La otra
modalidad son las resistencias territoriales que, a la manera del neozapatismo,
ensamblan comunidades o poblados y municipios en contra de proyectos que amenazan
sus recursos, identidades, culturas y equilibrios regionales. Aquí hay que
referir avances muy notables de frentes en la Sierra Norte de Puebla (más de
100 comunidades), Morelos (60 comunidades), Istmo de Tehuantepec (10
comunidades), Xochicuautla (12 comunidades) y Atenco en el estado de México (20
comunidades), la Meseta Purépecha (12 comunidades) y el norte de Chiapas
(cientos de comunidades tzeltales).
La tremenda fuerza social
que van sumando estas resistencias es enorme. Y estamos justo en el momento en
que un “paso hacia adelante”, es decir, la creación de una organización madura
que aglutine a estos cientos de organizaciones y focos de resistencia
territorial, estará ya en la posibilidad de sentar al gobierno y a las empresas
a ceder o negociar tanto en términos de la cancelación de proyectos como en la
modificación de leyes y la creación de mecanismos que respeten la voluntad de
comunidades, municipios y regiones enteras. Ya veremos.
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