En nombre de la lucha contra ese flagelo
terrible, esa nueva “plaga bíblica” que pareciera ser la corrupción, puede
hacerse cualquier cosa. Hablar del combate contra ella es “democrático”,
“civilizado”, “modernizador”; hablar de las injusticias estructurales que la
propician: un atentado, un discurso trasnochado.
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Ahora las órdenes son anónimas. Hay números de teléfono y correos electrónicos que dan las órdenes a jefes de clica, pero no se sabe bien de quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con una orden, una foto y un pago adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja hoy. (…) A veces el mismo guardia de la prisión llega con el marero y le da un teléfono, todo bajo de agua, diciéndole que en 5 minutos lo van a llamar. Tal vez el mismo guardia ni sabe quién va a llamar, ni para qué. Eso denota que ahí hay una estructura muy bien organizada: no va a llegar un guardia del aire y te va a dar un teléfono al que luego te llaman, y una voz que no conocés te da una indicación y te dice que hay Q. 15,000 para eso. Ahí hay algo grueso, por supuesto”.
Declaración de un ex pandillero. Tomado de “Vinculación de las “maras” con los poderes ocultos”, IPNUSAC
La corrupción es una conducta
socialmente deleznable. ¿Quién en su sano juicio podría justificarla, mucho menos
aplaudirla? Tal como la caracterizó hace algunos años un sínodo de obispos
(Ecuador, 1988, caracterización que sigue siendo absolutamente válida al día de
hoy), la corrupción es “un mal que corroe las
sociedades y las culturas, se vincula con otras formas de injusticia e
inmoralidades, provoca crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de
impunidad; genera marginalidad, exclusión y miedo (…) mientras utiliza ilegítimamente el poder en
su provecho. Afecta a la administración de justicia, a los procesos
electorales, al pago de impuestos, a las relaciones económicas y comerciales
nacionales e internacionales, a la comunicación social. (…) Refleja el deterioro de los valores y
virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia. Atenta contra la
sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el desarrollo de los
pueblos”.
Sin la más mínima sombra de
duda, la corrupción es una práctica abominable, como tantas otras que
realizamos a diario los seres humanos. El establecimiento de leyes (es decir:
pautas que fijan lo que se puede y lo que no se puede hacer en el marco de las
sociedades) minimiza su puesta en práctica, pero no la elimina.
Apelando al psicoanálisis,
puede decirse que la cría humana se humaniza, pudiendo llegar a ser un adulto
normalmente integrado a su sociedad, en la medida que entra en el mundo de las
leyes humanas, es decir: en la cultura, en el orden social. La ley, cualquier
ley, implica siempre una prohibición. Algo queda prohibido, por lo que se
instaura un orden simbólico, un código cultural. La pura naturaleza, el
instinto animal no rige nuestra vida; por el contrario, todo está “legalizado”.
El incesto es la primera y más universal prohibición, la primera LEY (prohibición)
que ordena las relaciones humanas. Piense el/la lector/a: ¿por qué no se mete
con su hermana/o? No hay determinantes biológico-naturales que lo establezcan,
porque de hecho sucede, y no tan rara vez: el incesto es una construcción
social, una ley.
Ni lo sexual (ligado a un
supuesto “instinto de reproducción”), ni la alimentación están regidos por la
carga genética. Si así fuera, no se podría explicar la interminable (realmente
¡interminable!) lista de problemas y acciones conflictivas ligadas a ambos
campos: ¿qué determinante biológico promueve el voto de castidad? ¿Y qué decir
de la homosexualidad: es un “pecado degenerado” o un privilegio de aristócratas
varones como en la Grecia clásica? ¿Qué fuerza natural explicaría la adopción
administrativo-legal de hijos cuando no se los puede concebir? Y quizá lo más
importante: ¿qué es la sexualidad normal?
Del mismo modo podríamos quedar
atónitos ante la pregunta de por qué, existiendo un 40% más de alimentos
disponibles en el mundo, el hambre sigue siendo un flagelo insoportable y la
principal (¡principal!) causa de muerte de los seres humanos. ¿Hay algún
determinante instintivo en ello? ¿Podríamos seguir levantando la teoría de
“razas superiores” con más privilegios que los “bárbaros y primitivos”, que
estarían entonces condenados a morir de hambre? ¿Por qué hay comidas
“elegantes” y comidas “de pobres”? ¿Quién decide eso? Es más que evidente que
todo lo “animal” del ser humano está marcado por lo cultural, por la Ley. Dicho
de otro modo, lo instintivo está “pervertido” por lo social.
Así funcionamos los humanos:
nos construimos a partir de códigos, de sistemas legales, de ordenamientos. La
propiedad privada, base fundamental de las sociedades clasistas desde hace
aproximadamente 10.000 años y pieza clave en la dinámica social desde ese
entonces, es una construcción histórica, “legalizada”, codificada. No hay
ningún determinante natural que la fije. Y por supuesto, eso tiene un valor
determinante, pues las guerras –constante radical en nuestra historia como
especie– se explican a partir de la idea de la propiedad privada: se defiende a
muerte lo propio y se ataca mortalmente a quien se opone a ello. ¿Para qué se
invadiría a otro pueblo si no es por puros y egoístas intereses?
Sin ley no puede vivirse, pues
no nos humanizamos. Según el psicoanálisis, al que apelamos una vez más, tres
son las formas de relacionarnos con ese orden legal: entramos en él y somos uno
más de la serie (normalidad neurótica), no entramos nunca (psicosis), o
entramos a medias (psicopatía o perversión). El grueso absoluto de la población
(98 a 99%) realiza exitosamente el pasaje por los desfiladeros de la Ley
humanizante, acepta normas y vive “normalmente” en sociedad. El 0.1% no lo
logra, y vive en su mundo alucinatorio (psicosis), y entre un 1 y 2% hace un
pasaje a medias: entra con un pie en el mundo de las normativas, y con otro se
sale (psicopatías: ahí tenemos el amplio y complejo abanico de las
transgresiones, desde quien evade un impuesto hasta quien puede ser un asesino,
pasando por un largo listado de conductas).
¿Es la corrupción una
“enfermedad” psicológica entonces? Quedarse con esa idea sería limitar
demasiado –y equivocadamente– la cuestión. Saltarse las normas es, en algún
sentido, parte de la normalidad. Pero hay niveles. Una cosa es pasar un
semáforo en rojo, otra es ser un violador sexual en serie. El límite es siempre
algo impreciso, borroso. Por eso el tema de la humanización es siempre algo
dificultoso. Dicho de otro modo: ser un “normal” es muy, muy pero muy difícil.
¿Existe la normalidad? En toda civilización conocida, en cualquier momento de
la historia, existen normas sociales, leyes, prohibiciones establecidas.
Violarlas (en mayor o menor medida), es parte de la “normalidad”. “No desearás la mujer de tu prójimo”,
reza el noveno mandamiento católico (machismo mediante: ¿no hay prohibición
para las mujeres? ¿No desean ellas?). Si se instituye la norma, es porque se
sabe que se puede violar. Y los moteles están siempre llenos, cualquier día del
año y a cualquier hora. ¿Alguien en el mundo puede no mentir?
La corrupción, por tanto, está
instalada en lo humano, es parte de nuestra dinámica. La pregunta es: ¿cuándo
pasa a ser deleznable? ¿Cuándo es un delito?
Corrupción: ¿principal problema en Guatemala?
Guatemala, típica “república
bananera” de Latinoamérica, es un laboratorio ideal para entender lo que se
está tratando de decir en el presente texto.
El país presenta una profusa
lista de problemas, donde la corrupción es uno más. Si se realiza un
pormenorizado estudio de la situación nacional, histórico para conocer las
raíces y coyuntural para ver el aquí y ahora, se va a encontrar que la
corrupción está siempre presente, pero por sí sola no permite explicar ni la
estructura de fondo ni los problemas que saltan a la vista.
En Guatemala, pese a la
riqueza existente, el grueso de su población vive considerablemente mal. Está
entre los países del mundo con mayor nivel de desnutrición infantil (segundo en
Latinoamérica, sexto en el mundo) pese a ser un productor neto de alimentos, y
alrededor de dos terceras partes de su población económicamente activa (en
buena medida niños y jóvenes) o trabaja en condiciones de precariedad (sin
prestaciones sociales) o se encuentra abiertamente desocupada. El Estado, en
tanto órgano regulador de la vida social, brilla por su ausencia en la
provisión de servicios básicos. Por lo pronto, es un Estado raquítico, que vive
de unos magros impuestos –fundamentalmente impuestos directos, pagados por la
clase trabajadora– teniendo una de las cargas impositivas más bajas de todo el
continente (según los Acuerdos de Paz de 1996 se debía llegar a un piso mínimo
del 12% del producto interno bruto, para luego seguir ascendiendo, siendo la
realidad actual que apenas si se llega a un 10% de lo producido que va a parar
al Estado como carga tributaria).
Desde hace un buen
tiempo, pero recientemente (estos últimos meses) en forma exageradamente
remarcada, la noción de “corrupción” pasó a ligarse en forma casi automática
con el incumplimiento de deberes de los funcionarios públicos. Ese es un
aspecto posible de la corrupción, pero por cierto no el único. La corrupción
funciona desde largo tiempo atrás en toda la sociedad, desde las raíces
coloniales, como forma de vida, como cultura. Puede encontrársela en los más
diversos ámbitos, no sólo en los agentes del Estado: desde la venta de tareas o
la redacción de tesis universitarias por un estudiante hasta el cobro doble de
viáticos por parte de un modesto empleado, desde el “moco” que debe pagarse a
un intermediario en muchas transacciones comerciales hasta la exacción o
chantajes (cobros compulsivos) en cualquier de sus formas (la de un médico a un
paciente exigiendo más honorarios de los que fija el seguro, la reventa de boletos
para cualquier espectáculo a un precio mayor que el oficial, la compra
obligatoria de artículos innecesarios en los colegios privados, la venta de
puestos en cualquier fila o el intento nada infrecuente de colarse en la misma por
parte de cualquier hijo de vecino, el aumento del precio de un producto según
la cara del cliente, el cotidiano incumplimiento de las normas de tránsito, los
cobros ocultos y disfrazados de muchas empresas como las telefónicas o las
tarjetas de créditos, etc., etc.). ¿No son también formas de corrupción el
sempiterno engaño masculino hacia las mujeres –1 de cada 3 mujeres con hijos es
madre soltera, producto del abandono del padre biológico–, el “cuello” al que
se apela para conseguir cualquier favor, el “robo hormiga” de muchos empleados
en sus empresas (amén del “robo elefante” que hacen muchas autoridades,
fundamentalmente en el ámbito público, pero también en el privado)? ¿Y qué
decir del acarreo de “seguidores” en las campañas proselitistas o el día de las
elecciones, y por el otro lado, la aceptación de todos los regalos que ofrecen
los candidatos de campaña, no importando la bandería política? ¿No es corrupto
también el declarado celibato violado luego por lo bajo? Los jóvenes de “zonas
rojas” le temen más a la policía que a los mareros; ¿por qué será? La lista de corruptelas
es larga, muy larga, y quizá nadie que habita el país puede quedar eximido:
compra de discos “piratas”, “mordidas” varias, infracciones de tránsito como
hecho normal (de conductores y peatones; ¿cuántos de los que leen esto no han
manejado con una copa de más encima?). La proverbial llegada tarde
(simpáticamente llamada “hora chapina”), ¿no es también una forma de
corrupción? Los etcéteras son numerosos, y nos detenemos aquí porque si no el
texto se haría demasiado largo.
Dicho de otro modo: la
corrupción es uno más entre tantos males que aquejan a Guatemala, quizá no el
primero ni el más importante. La exclusión y el estado de empobrecimiento
crónico de grandes masas populares no se deben sólo al enriquecimiento ilícito
de mafias corruptas enquistadas en el poder político, como ahora pareciera
denunciarse con fuerza creciente y nada disimulada indignación. Si hay pobreza
estructural y exclusión histórica, a lo que se suma machismo patriarcal casi
delirante (se puede tolerar que un civil varón lleve ostentosamente una pistola
en la cintura, pero no que una mujer profiera insultos en público), o un
racismo atroz que condena a alguien a ser humillado por su pertenencia étnica (“seré pobre pero no indio”, puede decir
un no-indígena), ello no es sólo por los funcionarios venales que hacen del
Estado (nacional o local) un botín de guerra. La corrupción puede ayudar, pero no
es la causa del todo ese desastre. Es herencia de un desastre
histórico-estructural que lleva ya siglos de maduración.
Si de causas se trata, la
situación va por otro lado. Una
investigación
realizada por la empresa consultora Wealth-X, con sede
en Singapur, asociada al banco suizo UBS (Union Bank of Switzerland), estudio
que cita y analiza la página electrónica Nómada, muestra que “hay 260 ultra-ricos
guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el
56% del PIB. [Es
decir que] 0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital
que el resto de la sociedad. (…)
Los $30
mil millones [de dólares] son Q231 mil millones [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de
Guatemala recauda cada cuatro años.”
Guatemala, debe quedar claro, no es un país pobre; de
hecho, es la primera economía de la región centroamericana y la decimoprimera
de América Latina. En todo caso, es tremendamente inequitativa, asimétrica, que
no es lo mismo que pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas familias)
concentran en forma abrumadora la riqueza nacional, en tanto el 53% de la
población total vive por debajo de los límites de pobreza (2 dólares diarios,
según el estándar establecido por Naciones Unidas). Casi la mitad de los
trabajadores no cobra el salario mínimo –de por sí muy escaso–, mientras que en
zona rural los trabajadores agrícolas en casi 90% no reciben el salario de ley.
Por otra parte, ese sueldo mínimo apenas cubre la mitad de la cesta básica. Ahí
radica el verdadero problema que hace del país uno de los más inequitativos del
mundo (y por tanto explosivo: un barril de pólvora listo para estallar en
cualquier momento).
Cabe la pregunta entonces si esas diferencias abismales se
deben a la corrupción de funcionarios corruptos o es algo más complejo,
producto de esa exclusión histórica.
Fortunas lícitas e
ilícitas
En Guatemala, al igual
que en el resto de países latinoamericanos, las grandes mayorías populares,
producto de la sangrienta represión vivida durante las pasadas décadas y de las
brutales políticas de capitalismo salvaje de estos últimos años (neoliberalismo),
han quedado asustadas, y por tanto desmotivadas, desmovilizadas. El silencio es
lo dominante. Pero desde abril pasado, cuando se conoció el corrupto y
bochornoso caso de La Línea por el que ahora guardan prisión el ex presidente
Otto Pérez Molina y la ex presidenta Roxana Baldetti, junto a otros personajes
del gobierno, al menos en parte demostraron una reacción. Ahora bien: ¿por qué se
reacciona contra la corrupción (entendida como acto deleznable de los agentes
del Estado) y no contra esas injusticias históricas que atraviesan la sociedad?
Se podría decir que la corrupción es una de las tantas facetas de una situación
caótica, o más bien: injusta, profundamente injusta, que estructura a la
sociedad guatemalteca. Pero no es la causa última de esa radiografía que
presenta el estudio citado más arriba, de esas asimetrías escalofriantes, del
hambre y del analfabetismo, del trabajo infantil extendido ni del machismo
dominante.
No caben dudas que
dentro del Estado se dan vergonzosos casos de corrupción. Eso no es nuevo, en
absoluto. Desde la colonia es práctica usual, falsificándose los informes que
iban para la metrópoli o vendiéndose indulgencias eclesiásticas o títulos
nobiliarios (la aristocracia actual es heredera de los prisioneros españoles
que llegaban a estas tierras en calidad de conquistadores enviados por la
Corona en busca de fortuna y de las 60 prostitutas traídas en barcos para
calmar los deseos sexuales de esos conquistadores peninsulares). La corrupción
está enquistada en la historia, es parte vital de las raíces.
En el Estado actual,
heredero de esa miserable historia, la corrupción es un mal endémico que
incide grandemente sobre los presupuestos nacionales. Para el país, que ya de
por sí tiene una de las recaudaciones fiscales más bajas de todo el continente
–la segunda más baja después de Haití– perder 31.000 millones de quetzales del presupuesto
por desvíos de fondos es un crimen. De hecho, esa cantidad –31.000 millones de
quetzales (cuatro mil millones de dólares)– es la que se fugó por corrupción
del presupuesto nacional desde 1998 al 2013. Ese monto representa la quinta
parte de la suma de las cantidades aprobadas en los últimos 15 años en los
presupuestos nacionales para la inversión en obras públicas (157 mil 699
millones de quetzales), calculan el Instituto Centroamericano de Ciencias
Fiscales –ICEFI– y la organización no gubernamental Acción Ciudadana.
Definitivamente el robo del erario público que realizan impunemente muchos
funcionarios públicos es un crimen.
Hoy
por hoy, habiéndose comenzado una persecución contra alguno de ellos para
terminar (supuestamente) con ese cáncer de la corrupción, vemos que se puede
hablar abiertamente de la pobreza de las grandes mayorías, aunque siempre
responsabilizando del actual estado de cosas a esos agentes públicos, en tanto
ladrones que deterioran la vida de la población. Pero, ¿es realmente así? ¿La
pobreza de más de la mitad de la población se debe a los vueltos con que se
quedan alcaldes y diputados?
Estos funcionarios venales que ahora se ven en la picota, algunos de
ellos entre rejas, están directa o indirectamente ligados a las fuerzas armadas
que algunas décadas atrás defendían a sangre y fuego la propiedad privada de
los multimillonarios de siempre. Ahora, por vericuetos de la historia, también muchos
de ellos (los militares corruptos y sus adláteres) devinieron millonarios. “Nuevos
ricos”, podría decírseles. Y es ahí donde se pretende introducir la presente
consideración crítica.
Sus fortunas, hechas en forma ilícita (mansiones lujosas, vehículos
despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda, caballos
de carrera, festines pantagruélicos), en términos descriptivos no son distintas
a las de los “viejos ricos”. ¿En qué difieren? Los dineros con que se amasaron
esas fortunas provienen de un descarado robo a los fondos públicos. “Refleja el deterioro de los valores y
virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia. Atenta contra la
sociedad, el orden moral, la estabilidad democrática y el desarrollo de los
pueblos”, decían los prelados en la arriba citada declaración. En otros
términos: son unos vulgares ladrones. Sus pequeñas fortunas (no tan pequeñas en
algunos casos), son ilícitas. Pero… ¿cómo se hacen las fortunas lícitas,
aquellas del listado de escasos multimillonarios que manejan más de la mitad de
la riqueza nacional?
Permítasenos el presente ejemplo. El actual alcalde de Mixco, Otto Pérez
Leal, hijo del ex presidente, se pasea orondo en un automóvil de lujo de 250.000
dólares de valor. Alguien, indignado por esa muestra de descaro y desfachatez,
dijo con honestidad: “parece el hijo de un
petrolero árabe”. Pregunto: el hijo de un jeque dueño de toda esa riqueza
(que, por supuesto, no amasa con sus propias manos sino con el trabajo de
otros), ¿tiene legítimo derecho a tener un Ferrari de un cuarto de millón de
dólares?
El mundo se construye así: son códigos predeterminados los que nos fijan
lo normal y lo que no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo lícito y lo
ilícito. ¿No es eso la ideología acaso? Y como pasa siempre cuando hablamos de
ideología: el esclavo piensa con la cabeza del amo, “la ideología dominante de una época es la ideología de la clase
dominante”, enseñó un pensador decimonónico supuestamente pasado de moda
hoy.
Es normal que los “ricos de siempre” tengan mansiones lujosas, vehículos
despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a la moda,
caballos de carrera, festines pantagruélicos y que su voz de mando sea
obedecida. Si preguntamos cómo hicieron su fortuna, hoy lícita, sin dudas
aparecerán cuestionamientos. ¿Trabajando quizá?
Dijo Bernal Díaz del Castillo, uno de los primeros conquistadores
españoles llegados a estas tierras del Nuevo Mundo a principios del siglo XVI,
que aquí venían “a traer la fe católica,
a servir a Su Majestad… y a hacerse ricos”. Hasta donde se sabe, nadie,
absolutamente nadie logró hacerse rico (es decir: tener mansiones lujosas,
vehículos despampanantes, helicópteros, joyas, ropa muy fina, perfumes a la
moda, caballos de carrera, festines pantagruélicos) con el esfuerzo de su
trabajo. Lo ¿ilícito? de ayer se legaliza y se convierte en lo lícito de hoy.
Dicho sea de paso, muchos de los asesinos y escoria social de España que venían
a las tierras americanas a “hacerse ricos”, lo lograron. Después vino la
alcurnia, el abolengo, el refinamiento, se compraron títulos nobiliarios y se transformaron
en “lícitos”, pasando a ser las familias patricias que hoy se jactan de su
linaje aristocrático. A la base de cualquier fortuna –en Guatemala y en
cualquier parte del mundo– hay siempre, inexorablemente, un crimen. “La propiedad privada [de los medios de
producción] es el primer robo de la
historia”, dijo el citado pensador.
Lucha contra la corrupción:
¿por qué?
Desde
el 16 de abril del presente año en Guatemala parece haberse desatado una
cruzada anti-corrupción. Notorio, sin dudas. Un país marcado de cabo a rabo por
la corrupción, a la que se une indisolublemente la impunidad en el marco de una
ancestral cultura de violencia, aparece hoy –mediáticamente al menos– como un
adalid mundial en la lucha contra este flagelo. Para muestra de esa cultura
corrupta: la declarada “Capital Iberoamericana de la Cultura 2015”, que iba a
ser la ciudad de Guatemala, no pudo serlo porque… no pagó los derechos de
propiedad a la empresa que organiza el circuito. Por eso simplemente quedó con
“Capital de la Cultura”. La corrupción sigue estando debajo de cada piedra.
¿Podemos tomar en serio que empezó una lucha a muerte contra ella?
Más
que creerlo acríticamente y seguir saliendo a protestar en la plaza (protesta
que a veces se parecía más a una celebración que otra cosa), conviene
formularse algunas preguntas con sentido crítico.
¿Por
qué, de buenas a primeras, la Comisión contra la Impunidad en Guatemala
–CICIG–, de perfil bastante bajo años pasados, junto al hasta entonces ineficaz
y corrupto Ministerio Público, pasan a tener ese papel preponderante como
defensores de esta lucha, dando golpes certeros? ¿Por qué caen presos
presidente y vicepresidenta desarticulándose algunas bandas delincuenciales que
ellos lideraban? ¿Por qué inmediatamente luego de la segunda vuelta electoral,
ganada por Jimmy Morales, cesan las protestas anti-corrupción? Más aún: ¿por
qué gana el candidato Morales con una actitud pretendidamente apolitizada? “No
soy corrupto ni ladrón”, sentenciaba en su campaña.
Gana
Jimmy Morales porque desde hace meses se viene gestando un discurso contra la
corrupción –comunicacionalmente bien estudiado, presentado en forma entradora y
agresiva– sobre el que pudo/supo montarse actoralmente el comediante
profesional (¿nuevo personaje de su show?). No hay, la experiencia
comienza a demostrarlo, ninguna intención positiva en los reales factores de
poder, de acometer una lucha franca contra esta lacra que es la corrupción. Ni
por parte del futuro presidente (quien se está rodeando de personajes ligados a
la vieja estrategia contrainsurgente, acusados de violaciones a derechos
humanos y hechos corruptos) ni del empresariado que se encargó de encarcelar a
Pérez Molina y Baldetti (que reaccionaron airados cuando el titular de la CICIG
habló de un nuevo impuesto para desarrollar con posibilidad de éxito el ataque
a la impunidad y la corrupción) existe una voluntad efectiva de entrar
seriamente al tema.
Por
el contrario, con un manejo artero de las circunstancias, cada vez se insiste
más en que el estado calamitoso de las poblaciones se debe no a determinantes
estructurales sino a “malas prácticas” de los funcionarios de turno. El
presidente del Comité Coordinador de Asociaciones
Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras –CACIF–, Jorge Briz, declaró recientemente que 1 de
cada 5 quetzales del presupuesto público va a parar a la corrupción, dato
desmentido por una investigación periodística del portal Plaza
Pública, que pone en evidencia que lo único que busca el sector empresarial
es seguir no pagando impuestos. Dato elocuente: algunos años atrás, impulsado
por la derecha empresarial, se llevó adelante una campaña a nivel nacional con
el lema “No más impuestos. No más corrupción”.
Los
medios de comunicación comerciales (los que tienen la abrumadora mayoría de
llegada en la población) han entronizado la corrupción como un nuevo monstruo
que nos ataca, encargándose de remarcar a cada instante que los problemas
nacionales se deben a esos “forajidos funcionarios públicos que se llenan los
bolsillos a costa del pueblo.” El mensaje –sensiblero, impactante– no deja de
mover pasiones. De esa manera el sistema en su conjunto queda libre de cuestionamientos,
y se encuentra un adecuado chivo expiatorio, una salida decorosa: “estamos mal
porque los políticos son corruptos y se roban todo”.
El
mensaje no es nuevo, sin dudas. En muy buena medida ese imaginario recorre la
cultura política de todos los países latinoamericanos. Lo destacable ahora es
la forma en que se lo está implementando. Todo indica que es la estrategia de
la Casa Blanca quien la impulsa.
Hay
nuevos “monstruos mediático-ideológicos” a combatir, siempre ideados por la fuerza
dominante en la región: ayer el “comunismo internacional” y sus cabezas de
playa pagadas por “el oro de Moscú”. Hoy: el narcotráfico, la violencia
ciudadana (pandillas, barras bravas). Y ahora, más recientemente y con una
fuerza nada despreciable: la corrupción. ¿Por qué decir que esto obedece a una
estrategia? Pues porque la realidad lo demuestra.
Desde hace un tiempo la
geoestrategia de Washington ha venido reemplazando los golpes de Estado
sangrientos, capitaneados por militares, por lo que llaman “golpes suaves”,
“procesos de reversión” (roll back),
o también: “revoluciones de colores”, en alusión a lo desplegado en Europa del
Este recientemente. Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes: 1) las “revoluciones
de color” que surgieron en estos últimos años en las ex repúblicas soviéticas,
2) lo que se llamó la Primavera Árabe en Medio Oriente y el Magreb, y 3) los
movimientos de estudiantes democráticos en Venezuela.
Existen más movimientos
de estos, siempre en esa línea de supuesta “defensa de la democracia” y rechazo
a lo que suene a “dictadura populista”; así, podrían mencionarse las Damas de
blanco de Cuba por ejemplo o, en Guatemala, los “estudiantes” que apoyaron las
protestas anti Colom cuando el caso Rosenberg en el 2009, los llamados “camisas
blancas” (que pasaron sin pena ni gloria en su momento, pero que
definitivamente fueron un globo de ensayo).
¿Qué representan, en
realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos
populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las
llamadas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia,
revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán,
revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán
en Birmania, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de
estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de
Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como
objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses
geoestratégicos de Estados Unidos.
Son notas distintivas
también de estos movimientos a) su gran impacto mediático, siempre de nivel
mundial (llamativamente amplio, por cierto, que no tienen los movimientos populares
como, por ejemplo, los campesinos que en Guatemala luchan por la defensa de sus
territorios –viejas luchas bastante invisibilizadas por la prensa comercial–), b)
la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos
estudiantes universitarios. c) El hecho de recibir, directa o indirectamente,
fondos de agencias estadounidenses, tales como la USAID o sus ramas, la NED, la
CIA o la Fundación Soros, apoyo en general negado o escondido.
En esta línea podría
inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe, que puede haber
iniciado como una auténtica protesta popular, espontánea y con gran energía
transformadora, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró
(o fue cooptada) por esta ideología “democrática” –y probablemente manipulada
desde este proyecto de dominación ligado a las tristemente célebres agencias
mencionadas–.
Dicho rápidamente,
estas supuestas movilizaciones tienen una agenda clara: servir a los intereses
desestabilizadores favorables a la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con
un tinte socializante o popular o, como en el caso de Guatemala, que
representan un obstáculo para Washington. En ese sentido, están muy lejos de
poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos como las
marchas campesinas, o las protestas por mejoras salariales, o cualquier
manifestación contestataria al orden constituido. Estas “demostraciones de
civismo”, estas “protestas democráticas” son, ante todo, no violentas, y no
tocan nada de lo fundamental del sistema. Atacar la corrupción es perfectamente
funcional: cambiar algo para que no cambie nada. Se canta el himno nacional, se
hace bastante ruido con tambores y trompetas…, y se vuelve a la casa
satisfechos de la “participación ciudadana” tenida.
Una nueva estrategia de control social
En
Guatemala, como parte de un plan bien urdido, desde principios del año 2015 el
Ejecutivo estadounidense comenzó un ataque sistemático: la corrupción fue
posicionándose como principal problema nacional, y el vicepresidente de la Casa
Blanca, Joseph Biden, llegó al país a “poner las cosas en orden”: dejando en
claro muy enfáticamente que no se vería ni siquiera en una recepción oficial
con la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti, ícono por antonomasia de la
degradada y deshonrosa corrupción dominante. De hecho, trajo un mensaje claro
para el presidente Pérez Molina: a Guatemala y a los otros dos países del
Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras y El Salvador) no se le podría
conceder el Plan para la Prosperidad (cuantiosos fondos destinados a “mejorar”
la situación socioeconómica interna) si no se iniciaba un combate frontal
contra esa corrupción. El mecanismo obligado para ello fue la permanencia de la
Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–. El mensaje fue
claro y terminante: no más corrupción gubernamental, porque eso es la causa de
las penurias de la población.
Para
ratificarlo, el embajador estadounidense en el país, Todd Robinson, viajó a una
retirada comunidad del departamento de Izabal, y en una precaria y deteriorada
escuela primaria –montaje muy efectista, muy sentimental– declaró que el estado
calamitoso de ese centro educativo se debía a la corrupción existente. El
mensaje del embajador en la escuela Salvador Efraín Vides Lemus,
ubicada en Santo Tomás de Castilla, Puerto Barrios, fue más que elocuente: “Podemos ver los resultados de la corrupción aquí en esta
escuela: no tienen suficientes aulas para la gente, para los estudiantes” (…) “Toca al gobierno y a la gente de Guatemala
luchar cada día contra la corrupción”.
Ponderando a la CICIG y su gran cruzada
anticorrupción, el mismo diplomático anticipó que la gente en Honduras y en El
Salvador también está molesta contra este “cáncer”, y que también allí se
implementarían comisiones internacionales para luchar contra “tamaño flagelo”.
Todo
indicaría que entre las nuevas armas del imperio, junto a las bombas
inteligentes y los misiles nucleares que, por supuesto, no ha abandonado, se
encuentran estas novedosas estrategias soft. Las desarrolla porque les
son muy útiles, y les resultan baratas. Las dictaduras sangrientas –de las que
apoyó por docenas a lo largo del siglo XX– son hoy día impresentables, traen
aparejados demasiados problemas (la población puede reaccionar y se forman
movimientos guerrilleros) y tienen costos políticos y financieros que
Washington ya no quiere (o no puede) asumir. Las “revoluciones democráticas”
son mucho más “civilizadas” y presentables, y por tanto se recomiendan para
seguir manteniendo la hegemonía.
Hegemonía,
por cierto, que está empezando a ser discutida por nuevos actores, como la
ascendente República Popular China, que está construyendo un monumental canal
interoceánico en la tradicional zona de influencia de Estados Unidos:
Nicaragua. O por la recompuesta Rusia, ahora gran potencia capitalista, que
llega a Centroamérica financiando proyectos mineros en abierta provocación al
“dueño histórico” de la región.
Definitivamente
el poder hegemónico de Washington no es similar al que tuvo ni bien terminó la
Segunda Guerra Mundial y en las décadas subsiguientes cuando era la
superpotencia dominante; pero muy lejos está de caer en bancarrota, de
abandonar su natural patio trasero y de necesitar pedir oxígeno. El Plan para
la Prosperidad del Triángulo Norte muestra quién sigue mandando aquí todavía.
La aristocracia nacional, esa que aparece en el estudio más arriba citado
exhibiendo riquezas cuantiosas, funciona como socio político menor, como
segundo violín en las decisiones geoestratégicas para la región, que se siguen
tomando en oficinas de Estados Unidos y se operativizan desde su Embajada en la
Avenida Reforma de la ciudad de Guatemala.
La
declarada lucha contra la corrupción que parece estar poniendo en marcha
Estados Unidos, tiene en Guatemala y la CICIG un laboratorio ideal para
estudiar/desarrollar la estrategia. En diversos países de Latinoamérica,
“molestos” para la lógica de la Casa Blanca, ese mecanismo ya está puesto a
funcionar. Así, los gobiernos de Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador,
Nicaragua (todos con un talante “socializante” y algo de antiimperialista) reciben
continuamente denuncias de hechos corruptos. Hechos que, sin duda, se comenten,
porque la corrupción es un mal endémico que estos gobiernos de tibia
pseudo-izquierda no quieren ni pueden combatir. Más aún: hasta en la Cuba
socialista se da, por lo que vemos que hay mucho por trabajar en la cuestión. Y
también la institución de la cual algunos de sus representantes hacían esa
enérgica condena en Quito con la que abríamos el escrito, también pueden ser parte
de ella.
En definitiva: la corrupción es un buen
instrumento para presionar al enemigo. Obsérvese cómo en la actual
recomposición de poderes a escala planetaria Estados Unidos ahora la emprende
contra la FIFA, donde aparecen enormes hechos corruptos, con los que se puede
llegar a quitarle la sede del próximo Campeonato Mundial de Fútbol a Rusia.
¿Será que ahora preocupa tanto lo que pasa en ese ente, del que desde hace
décadas se conocen turbios y gansteriles procedimientos?
Dado que la corrupción es un mal tan
extendido (¿se la podrá extirpar alguna vez?; si no hubiera noción de propiedad
privada, ¿tendría el mismo peso que tiene en la actualidad?), dado que cala tan
hondo en todos y cada uno de nosotros (¿quién podría declararse absolutamente
libre de ella?), es muy fácil atacarla. De ahí que en esta nueva estrategia de
control político-social los ideólogos y formuladores de políticas de Washington
han encontrado un buen aliado. En nombre de la transparencia se pueden montar
furiosas campañas anti-corrupción para sacar de en medio políticos díscolos
(díscolos a los intereses imperiales, se entiende).
¿Por qué sacaron de en medio a Pérez
Molina, alguien absolutamente funcional al sistema y a la política hegemónica
de Estados Unidos? Porque al general se le fue la mano en la rapiña, y eso
puede ser peligroso para el sistema, porque puede hacer subir demasiado la
presión social. Porque el grupo que él representaba (las mafias del Estado
contrainsurgente, las mismas que parece podrían acompañar al futuro presidente
Jimmy Morales) entró en contradicción con la aristocracia tradicional y el
CACIF; porque tuvo el descaro de abrirle las puertas a los capitales rusos para
la industria extractiva. Y porque Washington no quiere seguir recibiendo
chorros imparables de inmigrantes ilegales, para lo que trata de poner algunos
paños de agua fría en la región centroamericana (se reedita la Alianza para el
Progreso de 1960, que fue también un paño de agua fría, un colchón para mitigar
tanta pobreza después de la Revolución cubana de 1959). Pero, esto es muy
importante, no quiere colocar algunos dineros en la región sin la seguridad que
una mafia demasiado glotona no les robará buena parte de ellos en calidad de
corrupción.
En otros términos: a ningún factor real
de poder le interesa atacar seriamente la corrupción. El sistema en su conjunto
es corrupto. Si no, no se podrían pagar los sueldos de hambre que se pagan, y
en una inmensa mayoría de casos ni siquiera cancelando lo fijado por la ley. Si
se quisiera atacar realmente la corrupción como gran mal que corroe la
sociedad, no vendrían capitales multinacionales a instalarse en estas tierras
“salvajes” donde se pagan salarios 4, 5 o 6 veces menores que en los países
centrales, donde están exonerados de impuestos y donde no existe el más mínimo
control medioambiental (¡por todo eso y nada más que por eso es que vienen!)
Si se quisiera trabajar de verdad contra
la corrupción habría que replantear totalmente los modelos de desarrollo
vigentes, en sí mismos tremendamente corruptos. ¿Por qué Cristina Fernández, en
Argentina, o Dilma Roussef, en Brasil, son corruptas y pueden ser atacadas en
nombre de la transparencia y la sana democracia, y no lo son Juan Manuel Santos
en Colombia, o no lo era Álvaro Uribe (o no se quería que lo fuera, más allá de
figurar en las listas de narcotraficantes de la DEA? ¿Por qué no lo era Manuel
Antonio Noriega en Panamá cuando era agente de la CIA, y sí lo fue cuando cayó
en desgracia con la política estadounidense? En Guatemala: ¿por qué era un
corrupto el ex presidente Alfonso Portillo –que intentó fijar impuestos a los
monopolios nacionales– y no lo es el ex presidente y ahora alcalde Álvaro Arzú,
que dio luz verde a la venta leonina de empresas públicas? En otras latitudes:
¿por qué son “monstruos impresentables y los peores corruptos del mundo”
Mohamed Khadaffi o Saddam Hussein, o el actual presidente de Siria Bashar
al-Asad y no lo son los medievales y poligámicos monarcas de Arabia Saudita? El
epígrafe con que abrimos el presente escrito permite ver el doble discurso en
juego.
En nombre de la lucha contra ese flagelo
terrible, esa nueva “plaga bíblica” que pareciera ser la corrupción, puede
hacerse cualquier cosa. Hablar del combate contra ella es “democrático”,
“civilizado”, “modernizador”; hablar de las injusticias estructurales que la
propician: un atentado, un discurso trasnochado.
En Guatemala, producto de la manipulación
en parte, pero porque hay un enorme descontento de la población también, esa
mecha prendió y llegó a sacar más de 100.000 personas a la calle, protestando
con fuerza. Quizá es imposible decir que esa movilización sacó de la
presidencia a Pérez Molina. Más parece que había allí un guión preparado. La
cuestión es que se ve que existe un gran descontento, una gran frustración en
la población. Sin quedarnos en la ingenua protesta contra la corrupción, ¿cómo
ir más allá de esa protesta y empezar a plantearnos cambios más sustanciales?
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