El terror se ha convertido en el
aire que se respira en todas partes; la guerra, más que una serie de actos, es
una atmósfera en la que estamos sumergidos; la violencia es una pseudocultura
que penetra los pliegues de lo que aun nos queda de corazón y
sensibilidad.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
La proliferación de actos de
inaudita violencia ha sido calificada por el Papa Francisco como la
manifestación de que estamos en la III Guerra Mundial. Las
palabras del Presidente Hollande poco después de los sangrientos
atentados de París, diciendo que "Francia está en
guerra", podrían interpretarse como una ratificación de lo dicho por
el Pontífice. Vistos bajo esta óptica, los dolorosos acontecimientos
mencionados deben verse no como actos desesperados de una red
de terroristas fanatizados hasta la demencia, sino como la expresión
fáctica de una estrategia de guerra larga y rigurosamente planificada.
Una guerra, aun siendo concebida
y ejecutada por una horda de criminales, responderá siempre a un proyecto
político; por lo que en cada un de sus movimientos obedece a una lógica
de poder que podría desequilibrar la convivencia civilizada de la humanidad
entera. Desde que se ha tipificado como rasgo característico de nuestro
tiempo la llamada "globalización", y que abarca todos los
ámbitos del quehacer humano: economía, política, información, desarrollo
científico-técnico, modas, corrientes y expresiones culturales, etc., el mundo
se ha convertido en una "aldea planetaria", como la calificaba Mac
Luhan haciendo referencia a la supresión de las hasta entonces
insuperables distancias en el espacio y el tiempo.
Lo paradójico de esta realidad -
que evoca el mito de la "caja de Pandora"- es que quien ha desencadenado
este proceso que hoy parece incontrolable, ha sido la expansión hegemónica de
Occidente. Las pretensiones imperiales de alcance planetario de Occidente han
llevado a estos lamentables hechos, que muestran la absoluta vulnerabilidad de
todos los países. El terror se ha convertido en el aire que se respira en todas
partes; la guerra, más que una serie de actos, es una atmósfera en la que
estamos sumergidos; la violencia es una pseudocultura que penetra los
pliegues de lo que aun nos queda de corazón y sensibilidad. Pero si
miramos hacia el pasado, los hechos que comentamos y lamentamos deben verse
como la trágica expresión de un proceso que inició la hegemonía mundial de la
llamada "Cultura Cristiana Occidental" a inicios del segundo milenio
de nuestra era con la Primera Cruzada (l081), es decir, con la
guerra "santa" en contra del Islam. Hoy al mundo
"cristiano" se le paga con la misma moneda. Así se culminaría un
ciclo histórico.
El mundo entero con razón ha
mostrado indignación por los atentados de París y conmovedora
solidaridad con el pueblo francés. Pero no olvidemos que esos atentados
no han sido los mas mortíferos. La explosión del avión en pleno vuelo con
turistas rusos que venían de Egipto lo fue aun más. Los causantes han sido
los mismos; las víctimas también: todos civiles inocentes que solo querían
divertirse. Desde la II Guerra Mundial la mayor parte de las víctimas son
civiles. La genocida invasión de Busch a Irak provocó un millón de muertos. La
invasión de la OTAN a Libia sembró el terror, la fragmentación de la
nación y el magnicidio de su líder. Otro tanto pretenden hacer en Siria. Y
todo obedeciendo a la perversa lógica inspirada en criterios geopolíticos
(control de las vías de comercio del Mediterráneo) y por una sed inagotable de
petróleo.
La única solución a esta
peligrosa espiral de violencia debe darse tomando en cuenta dos
etapas. La inmediata es tomar medidas policíaco-militares para combatir
implacablemente al Estado Islámico y denunciar a quienes lo han amantando con
armas y subterfugios políticos. Pero este combate mancomunado contra el
terrorismo islámico debe regirse por las normas de la legítima defensa. La
otra etapa de mas largo - y, esperamos, definitivo - alcance, consiste en
iniciar un diálogo político entre todas las partes involucradas bajo la
égida de las Naciones Unidas como garantes de que cualquier solución a que se
llegue, se inspire en la aplicación irrestricta de los principios del derecho
internacional.
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