A estas alturas de la
evolución histórica de América Latina, es difícil que se impongan impunemente
las diplomacias injerencistas y que los gobiernos se subordinen dócilmente a
las políticas del tradicional “americanismo”.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / Firmas Selectas de Prensa
Latina
Destino Manifiesto,
Americanismo, Panamericanismo y “Oeísmo” tienen una misma línea de continuidad
histórica. Tras su independencia, al inicio de su vida como Estado federal y
república presidencial, admirados en todo el continente, los Estados Unidos
asumieron el papel de líderes, conductores y promotores de los valores de su
democracia, de su estilo de vida y, naturalmente, de su economía. Ese modelo de
sociedad debía ser el ejemplo a seguir por los países de la naciente América
Latina independizada a inicios del siglo XIX del colonialismo.
Los EE.UU. asumieron
como una misión providencial, como un compromiso del destino, el de “guiar” al
continente en el camino que esa gran nación creía necesario. Era una cuestión,
además, que lucía como sincero y puro americanismo, para protegerse de toda
injerencia extranjera. Desde luego, bajo ese “destino manifiesto” y ese
“americanismo” se ocultaban sus intereses de convertirse en la potencia
hegemónica sobre toda la región, con el objetivo de dominar un mercado
gigantesco.
En la IV Conferencia
Interamericana de 1910, realizada en Buenos Aires, se creó la “Unión
Panamericana”, que antecedió a la creación de la Organización de Estados
Americanos (OEA) durante la IX Conferencia Internacional Americana realizada en
Bogotá, Colombia, en abril de 1948. El panamericanismo y el “oeísmo” se
fundaron sobre un supuesto: todos los países del continente se unían para preservar
su “amistad”, colaborar, solucionar conflictos, atender sus democracias,
afianzar una especie de unidad consensuada pero que no pudo ocultar la base
sobre la cual esos compromisos se erigían: la hegemonía continental de EE.UU, y
sus intereses geopolíticos y económicos.
La gran evidencia de
semejante relación ocurrió al calor de la guerra fría, durante la VIII Cumbre
de la OEA realizada en Punta del Este, Uruguay, en enero de 1962, cuando bajo
presión norteamericana se expulsó a Cuba del sistema interamericano, con el
voto de 14 países, pues votaron en contra México y la propia Cuba, en tanto se
abstuvieron Argentina, Brasil, Bolivia, Chile y Ecuador. En función del “americanismo”, Cuba quedó
bloqueada.
En aquella conferencia
se argumentó que el gobierno de la isla se había identificado con la ideología
marxista-leninista, que aceptaba la ayuda militar de las potencias comunistas,
favorecía la intervención armada de la URSS en América y, por tanto, se había
colocado “voluntariamente” fuera del sistema interamericano, al quebrantar la
“unidad y solidaridad” del continente.
La guerra fría en
América Latina es una época de verdadero oscurantismo histórico y graves
repercusiones sobre la vida política de nuestros países. Ningún Estado se libró
del injerencismo, los condicionamientos, las amenazas o las intervenciones;
hubo gobiernos derrocados y, en la década de los 70, las más atroces dictaduras
militares anticomunistas.
Con la superación de la
guerra fría y el giro que tomó América Latina al iniciarse el nuevo milenio
-gracias a una serie de gobiernos progresistas y democráticos en varios
países-, la región pasó a ser otro referente en la geopolítica internacional, y
con personalidad propia, porque se afirmaron principios de soberanía,
independencia y dignidad, además de cuestionarse la marcha del mundo en la globalización
transnacional y el modelo neoliberal. Bolivia, Ecuador y Venezuela se colocaron
a la vanguardia de las transformaciones y pasaron a ser referentes de la lucha
antiimperialista.
Gracias a ese espacio
histórico logrado por los gobiernos progresistas y de nueva izquierda, Cuba
tuvo un respaldo inédito y, en 2009, la reunión de la OEA en Honduras dejó sin
efecto la resolución de 1962. El paso posterior más importante se dio en 2015,
cuando EE.UU. y Cuba abrieron sus relaciones diplomáticas, seguidas del
encuentro que mantuvieron los presidentes Barack Obama y Raúl Castro en La
Habana, en marzo de 2016.
América Latina aspiraba
a que el bloqueo norteamericano concluyera tras esos acercamientos. Pero esa
aspiración ha quedado destruida por el gobierno del presidente Donald Trump,
quien no sólo ha retomado el camino del bloqueo, sino también el viejo espíritu
del americanismo del destino manifiesto.
Pero ahora también está
en la mira Venezuela. En la 47 Asamblea General de la OEA, reunida
recientemente (junio, 2017) en Cancún, México, se intentó determinar soluciones
continentales para los problemas que vive la patria de Bolívar. Allí la
canciller venezolana Delcy Rodríguez debió enfrentar, con frontalidad, las
intervenciones de los representantes de varios países latinoamericanos y de los
propios EE.UU., que abogaron por alguna resolución que condenara a Venezuela,
país que había decidido separarse formalmente de la institución.
Sin embargo esta vez, a
diferencia de lo que ocurrió en 1962, la OEA no obtuvo el resultado esperado
por el “americanismo” continental.
Al fracaso en la OEA se
suma otro acontecimiento: en la reunión del Consejo de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas realizado en Ginebra, Suiza (junio, 2017) tampoco se logró
condena alguna a Venezuela, sino todo lo contrario: 57 representantes de países
de América Latina, Europa, África y Asia ratificaron el respeto al gobierno
venezolano y a sus decisiones soberanas, señalando claramente: “Consideramos
que es al pueblo venezolano a quien compete, exclusivamente, determinar su
futuro sin injerencias externas”.
La posición del Ecuador
ha acompañado a esas declaraciones. Cabe recordar que en 1962 este país se
abstuvo de votar contra Cuba y lo mismo ha hecho en la reunión de la OEA en
México, con respecto a Venezuela. La canciller María Fernanda Espinosa destacó
el diálogo político como instrumento de solución de controversias; reiteró su
respaldo a las iniciativas de Unasur y Celac; lamentó que la OEA no haya podido
encontrar el camino adecuado para tratar el tema venezolano, y también el
retroceso de EE.UU. en sus relaciones con Cuba.
Más allá de la posición
diplomática asumida por Ecuador, es posible advertir que en la actual coyuntura
continental, hay un momento de tensión entre la tradicional visión
“americanista”, que pretende dar lecciones a los pueblos y sus caminos
históricos, y las posiciones que asumen en la región los gobiernos de distintos
países, que confían no sólo en las virtualidades de los diálogos políticos sino
en el absoluto respeto a los asuntos internos de cada país.
A estas alturas de la
evolución histórica de América Latina, es difícil que se impongan impunemente
las diplomacias injerencistas y que los gobiernos se subordinen dócilmente a
las políticas del tradicional “americanismo”. El ciclo de gobiernos
progresistas de la región posibilitó avanzar en la conciencia de la autonomía
para la toma de decisiones de los pueblos del continente y para el trazo de sus
propios sistemas económico, social y político.
Pero a esas nuevas
convicciones les falta la concreción definitiva. Y para ello se requerirá que
los países con gobiernos progresistas retomen los esfuerzos para consolidar la
nueva institucionalidad internacional creada bajo los intereses
latinoamericanos y que se concentra en el reforzamiento del ALBA, de Unasur
y la Celac.
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