Antes de las conjuras
en tribunales y de los impeachment en los congresos, antes de los sabotajes
económicos y la escasez planificada, vino el golpe simbólico, la desinformación
y la manipulación de la opinión pública, la banalización de la política como
campo de transformación y liberación de los oprimidos. Valga decirlo: antes del
golpe fáctico, la “guarimba” mediática allanó el camino de los enemigos de la
democracia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Día y noche las
telepantallas le herían a uno el oído…”
George Orwell, 1984.
En tiempos de guerra no
convencional, como la que hoy se le hace a los pueblos de nuestra América desde
distintos frentes, con la finalidad de preservar la hegemonía de nuestros
dominadores históricos, el control de los medios de comunicación, de los flujos
de información y de la influencia que desde ellos se ejerce en la producción de
contenidos y sentidos que, luego,
inundan –casi hasta la saturación- los innumerables caminos de las redes de
comunicación contemporáneas, resulta fundamental.
Sin excepción, todas
las acciones desestabilizadoras perpetradas en este siglo XXI contra los
gobiernos latinoamericanos que se atrevieron a cuestionar el neoliberalismo y
que fracturaron los esquemas de poder tradicionales, han tenido –y tienen- como
punta de lanza feroces y sistemáticas campañas de desgaste, en las que sus
autores intelectuales y sus perpetradores operativos –directores de medios,
opinadores a sueldo, mercenarios del periodismo y “analistas” de ocasión- no
reparan en respetar principios éticos básicos del periodismo ni conocen de
escrúpulos democráticos, pese a que no dudan en reivindicar sus actuaciones en
nombre de la libertad y la democracia.
Antes de las conjuras
en tribunales y de los impeachment en
los congresos, antes de los sabotajes económicos y la escasez planificada, vino
el golpe simbólico, la desinformación y la manipulación de la opinión pública,
la banalización de la política como campo de transformación y liberación de los
oprimidos. Valga decirlo: antes del golpe fáctico, la guarimba mediática allanó el camino de los enemigos de la
democracia.
Recién el pasado
domingo 16 de julio, en su cobertura de los acontecimientos en Venezuela, la
edición digital del diario español El
País utilizó fotografías de la movilización de simpatizantes chavistas del
PSUV que participaban en el ensayo electoral para la Asamblea Constituyente y
las presentó como imágenes de “votantes”
de la consulta convocada para ese mismo día por la oposición. El País, que desde la península ibérica
gusta de dar lecciones de democracia a los bárbaros
americanos, ofreció una escueta disculpa y descargó la responsabilidad de
lo ocurrido en una error de la agencia de noticias EFE. Pero lejos de ser un
gazapo sin mayor trascendencia, este incidente da cuenta del modus operandi de influyentes medios de
comunicación que, sin rubor alguno, han tomado partido en la guerra de
propaganda y manipulación que, como parte de los planes golpistas, se despliega
contra el gobierno constitucional de Venezuela.
Independientemente de
la opinión que se tenga sobre el proceso bolivariano, así como sobre otras
experiencias nacional-populares y progresistas de nuestra región, es
irrefutable el hecho de que los grupos mediáticos cartelizados, que expresan
los intereses de capitales estadounidense, españoles y latinoamericanos, ya no
se conforman con ser un actor político más en nuestras pobres democracias
representativas. Ahora asumen, en pleno, la función de aquel Ministerio de la
Verdad que George Orwell retratara en su novela 1984: la fortaleza tétrica de mil ventanas, en las que “ya no
reverberaba la luz”, y que se ocupaba del “control de la realidad”, del
presente, del pasado, del pensamiento y la memoria.
Pese a que en estos
años se pusieron en funcionamiento iniciativas de comunicación multiestatales
como TeleSur, se aprobaron legislaciones innovadoras (como en Argentina y
Ecuador) y se multiplicaron los
esfuerzos más o menos articulados, más o menos constantes, de numerosas
organizaciones y comunicadores populares, lo cierto es que no hemos sido
capaces de revertir la desigualdad comunicacional: la concentración de la
propiedad y la ley del latifundio mediático siguen siendo la norma en todos
nuestros países; y poco hemos avanzado en la producción de mensajes,
contenidos, discursos alternativos y agendas propias capaces de proyectarse
hacia amplios sectores de la sociedad, para disputar la construcción del sentido común. En la telepantalla ubicua
que predijera Orwell, la voz que predomina es la del Gran Hermano.
En esta, que se nos
revela como la batalla crucial de nuestro tiempo, nos falta mucho camino por
andar. La revolución democratizadora de las comunicaciones en nuestra América
todavía está pendiente.
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