Para proscribir,
humillar y neutralizar a quien sobrevivió al hambre, fue obrero metalúrgico en
la periferia de San Pablo y llegó a la presidencia de una de las diez naciones
más poderosas del mundo, hace falta mucho más que una condena. Hace falta que deje
de ser un ejemplo, un símbolo de dignidad y de lucha.
Pablo Gentili / Cubadebate
Los dueños del poder no
perdonan. Especialmente, cuando pierden. Los dueños del poder saben el riesgo
que corren. Y no se andan con vueltas. Embisten con todas sus fuerzas, no
desperdician la oportunidad, se organizan y despliegan todas sus estrategias de
guerra y manipulación. Nunca se defienden, siempre atacan. Los dueños del poder
no descansan, aunque a veces parecen desorientados, sin rumbo, a la deriva.
Aunque a veces se mantienen en silencio y aparentemente inofensivos,
derrotados. Cuando esto ocurre, los que combaten a los dueños del poder corren
un serio peligro. Porque los dueños del poder no descansan ni se rinden tan
fácilmente. Algunas veces, inclusive, cuando no aciertan sus municiones contra
los defensores de la democracia y de la igualdad, los dueños del poder
simplemente están practicando cómo errarles. Como tienen buen pulso, practican
su falta de puntería, haciéndonos creer que no nos aciertan porque somos más
listos o más rápidos que ellos.
La metamorfosis es el
estado natural de los dueños del poder: se trasmutan, cambian, se adaptan,
rejuvenecen, renacen. Y lo hacen porque saben que de eso depende la dominación
y la explotación humana: de parecer natural, de volverse una parte constitutiva
del funcionamiento del mundo y de las cosas. El secreto de los dueños del poder
está en convencernos de que no son ellos los verdaderos dueños del poder, sino
los que sufren sus consecuencias, los que soportan con su sufrimiento y con su
dolor la arbitrariedad, la prepotencia y la supuesta superioridad intelectual y
moral de los que tienen el dinero suficiente como para comprar nuestros
derechos y nuestra dignidad, transformándolos en una montaña de escombros.
Los dueños del poder no
perdonan cuando pierden. Por eso, cuando les arrebatamos aunque sea un pedacito
de su poder, debemos andar con cuidado. Porque es en ese momento que los dueños
del poder se dan cuenta que podemos ser más peligrosos de lo que parecemos. Y
se prepararán para destrozarnos. Los dueños del poder no aceptan perder.
Especialmente, su privilegio de ponerle nombre a las cosas, de explicar cómo
funciona el mundo y de trazarle límites a nuestros sueños. Tampoco el derecho
que se han atribuido de construirle muros a nuestras esperanzas, de imponer el
miedo a nuestro futuro. Los dueños del poder saben que la historia la escriben
los cazadores y no los leones. Por eso, se estremecen cuando un león se les escapa
de la jaula. Se mean y se cagan de miedo. Y así como están, así como son, seres
humanos que parecen cloacas, llenos de mierda en sus cuerpos y en sus almas,
salen de cacería. Los dueños del poder saben que lo más peligroso que existe es
que alguno de los que nacieron para servir, para obedecer y simplemente para
vivir de lo que sobra, decida hacer, construir o escribir la historia a su
manera. Cuando esto ocurre, los dueños del poder no perdonan.
En Brasil, durante 500
años, los dueños del poder reinaron gloriosos. Lo hicieron casi siempre
amparados en brutales e interminables dictaduras o en breves, frágiles e
inestables democracias. Nunca imaginaron los dueños del poder que, en Brasil,
podría llegar a la presidencia de la república un nordestino bajito y
fortachón, apenas alfabetizado. Un obrero metalúrgico de la periferia de San
Pablo. Un ignorante. Un retirante. Uno que salió de su lugar. Uno que no
existía y que estaba predestinado a no existir.
Lula nació en una
familia campesina infinitamente pobre, en una de las regiones más abandonadas y
silenciadas de Brasil. Hijo de una madre que llena de sabiduría y amor, crio y
cuidó solita una montaña de hijos, en una tierra seca y egoísta, indiferente y
envejecida. Un páramo de dolor y sufrimiento, un desierto donde reina la
soledad de seres humanos que no desperdician agua ni siquiera para llorar. Lula
nació allí. Y allí creció, haciendo lo que hacían las familias cada maldito
domingo: enterrar a los que habían muerto durante la semana, casi siempre niños
y niñas o los más viejos, que en ese desierto de miseria y de opresión solían
ser los que conseguían pasar los 50 años de algo parecido a la vida. Allí
aprendió lo que nunca olvidó: que jamás se dejaría derrotar por el hambre, por
la incomprensión y el dolor. Ni por la prepotencia de los dueños del poder.
Un día, sin ningún
anuncio o ceremonia, su madre agrupó a los hijos, los peinó y vistió con ropa
limpia, miró durante algunos segundos la pequeña casa que los había cobijado
durante tanto tiempo y montó lo poco que tenían en un carro tirado por un burro
viejo y sediento. Partió para siempre, sin despedirse de ese infierno. Recorrió
kilómetros y kilómetros, en una peregrinación de incertidumbre y esperanza,
abrazada a esa montaña de hijos. Los pobres, como casi todos los seres humanos,
tienen dos brazos. Y sólo con dos brazos consiguen al mismo tiempo abrazar una
docena de hijos. Y acariciarlos. Y besarlos. Y cuidarlos, dándoles protección,
transmitiéndoles seguridad y consuelo. Los dueños del poder les temen a los
leones. Pero mucho más a las leonas. Porque saben que es en el silencio
misterioso de esas caricias que puede engendrarse el más peligroso fermento de
la emancipación, el más incontrolable impulso de la revolución.
Lo que sigue de esta
historia es más o menos conocido.
Lula continuó creciendo
y se salvó, a diferencia de tantos otros, de morir de hambre, o de fiebre
amarilla, o de cólera, o de difteria, o de una simple diarrea. Lula siguió
creciendo y entendiendo el significado de ese interminable viaje del infierno
al infierno, del desierto a la favela, de la opresión a la lucha.
El día que asumió la
presidencia de Brasil, recordó a su madre, como todos los días, y dijo lo que
algunos entenderían como una muy simple y casi banal aspiración, aunque era una
verdadera promesa de transformación: en el Brasil que estaba naciendo, en el
país que establecería una democracia de ciudadanos y ciudadanas con derechos
efectivos, nunca más nadie se moriría de hambre. Nunca más. Los dueños del
poder temblaron cuando lo escucharon. Pero mucho más temblaron cuando comenzó a
cumplirlo.
Brasil fue eliminado
del Mapa del Hambre de las Naciones Unidas. Pero ese era sólo el comienzo. Los
ricos creen que cuando los pobres tienen eso que se llama hambre, todo se resuelve
con algunos restos de comida que les llenen las barrigas y les neutralicen el
cerebro. Los ricos no entienden el hambre, porque los ricos, casi nunca,
entienden la vida. Y, en Brasil, los derechos, como los panes, comenzaron a
multiplicarse. El país, por primera vez, se pareció a una nación poblada por
seres humanos cuya libertad no dependía de seguir siendo esclavos, de seres
humanos cuya dignidad no dependía de seguir siendo maltratados, ignorados,
despreciados.
Mientras Brasil ganaba
reconocimiento y respeto internacional, volviéndose Lula uno de los más grandes
líderes globales del nuevo siglo, los dueños del poder gestaban, multiplicaban
y alimentaban, a cada segundo, su odio de clase. Como si presenciaran una
tragedia que estaba destinada a cumplir su inevitable destino de fracaso, veían
que eso que nosotros llamamos patria, y ellos creen que es su propiedad, su
herencia o sus privilegios, comenzaba a escurrírseles como el agua entre sus
dedos rechonchos y sus uñas esmeriladas.
La venganza sería brutal
y aleccionadora. La venganza debía dejar en evidencia que esto no podía volver
a ocurrir porque a la naturaleza no se le tuerce el rumbo: los pobres nacieron
para ser pobres y los dueños del poder para ser los dueños de lo que robaron,
expropiaron o colonizaron, haciéndonos creer que lo obtuvieron gracias a su
inteligencia, su capacidad, su esfuerzo o su habilidad. Cada uno tiene lo que
merece y es dueño de lo que le pertenece. Eso dijeron.
Y los dueños del poder
hacen lo que dicen.
Hace algunas horas,
Lula fue condenado a nueve años y medio de prisión por un delito que no
cometió. Pero eso, al poder, no le importa. Para los dueños del poder la
justicia es una coartada para reproducir, multiplicar y amplificar las
injusticias, sin que se note. Ellos saben que el secreto de judicializar la
política está en poder politizar la justicia, manipulando jueces y cobardes,
para que restablezcan el orden, para que pongan a los pobres en su debido
sitio.
La condena de Lula y la
posibilidad real de inhabilitarlo políticamente por el resto de su vida busca,
naturalmente, impedir que Lula vuelva a la presidencia del país, proscribirlo,
humillarlo, neutralizarlo. Pero busca mucho más que eso. Su condena, como lo
fue el golpe que destituyó a Dilma Rousseff, busca instruir, enseñar. La
condena de Lula es una lección destinada a educar a las madres que aún no se
subieron con sus hijos a un carro tirado por un burro viejo y sediento. Una
pedagogía política del miedo y la sumisión para los que viven del otro lado del
muro. Una clase magistral de sabiduría opresora para los que tengan la
impertinencia de luchar para destituir a los dueños del poder de sus
privilegios e inmunidades. La sentencia ha sido, más bien, una simple, clara y
directa amenaza. Los dueños del poder saben que el mejor aprendizaje para
desmoralizar y desmovilizar a los que luchan por un mundo más justo, es
producir temor y frustración, la implacable sensación de que todo está perdido.
No condenaron a Lula.
Condenaron a los Lulas que aún están por nacer.
Los que los dueños del
poder no saben y se resisten a aprender, es que los que sobreviven al hambre,
sobreviven también a sus ataques y no se dejan derrotar tan fácilmente, ni
siquiera cuando les aplican penas “ejemplares” por delitos que no han cometido.
Para proscribir, humillar y neutralizar a quien sobrevivió al hambre, fue
obrero metalúrgico en la periferia de San Pablo y llegó a la presidencia de una
de las diez naciones más poderosas del mundo, hace falta mucho más que una
condena. Hace falta que deje de ser un ejemplo, un símbolo de dignidad y de
lucha. Lo que los dueños del poder no saben y se resisten a aprender es que hay
un Lula bajito y fortachón, pero que se espeja en miles, en millones de Lulas
que tampoco se rendirán tan fácilmente. Millones de Lulas que se multiplican y
crecen. Millones de Lulas que van a nacer, aunque los dueños del poder sueñen
con extinguirlos y eliminarlos. Millones de Lulas que se fortalecen en un grito
de indignación que exige justicia. La tragedia de los dueños del poder es saber
que nunca conseguirán acabar con Lula. Porque Lula somos todos. Y lo seguiremos
siendo.
Millones de Lulas, cada
día más.
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