Para muchos esta figura
(nada retórica) de los incluidos y los excluidos es el equivalente en nuestros
días de la lucha de clases, al menos de la existencia de dos sectores de la
humanidad en que unos reciben todos los bienes y privilegios de su condición en
tanto que el resto apenas recibe las sobras para seguir (mal) subsistiendo y
trabajando.
Hoy, ver un programa de
información por televisión significa de antemano estar dispuestos a observar la
desolación y la muerte que impera en grandes porciones de nuestro planeta.
Seguramente existe la proclividad a presentar un mundo destruido, incluso por
los más bajos motivos mercantiles, pero más allá de la mentalidad coincidente
en lo macabro y trágico, es un hecho que existe en nuestro mundo una prolijidad
mucho mayor (tal vez que nunca) a que existan tales situaciones de violencia y
de sangre, pero también de una moralidad capaz de saltarse todas las trabas.
Hay, pues, al menos dos
factores que se juntan y se refuerzan con otros igualmente siniestros: la
violencia que impera en tantos lugares de la Tierra y la voluntad también de
muchos hombres de llevar y llegar a sus últimas consecuencias en materia de
violencia y crueldad con el prójimo. Pero, si lo observamos con un poco de
detenimiento y calma, nos daremos cuenta fácilmente de que estos desplazados y
excluidos de la Tierra es porque ya han vivido y recibido la violencia en sus más
variadas formas, que está en el origen de su situación.
Por supuesto que
existen causas de este espectáculo desastroso, las más variadas: derrotados
políticos que lo pagan con la expulsión de sus tierras y patria, grupos y a
veces partidos completos de la oposición que también se ven forzados a
abandonar sus territorios de lucha, no pueden excluirse tampoco las víctimas de
desastres naturales que los obligan a dejar sus lugares de origen para buscar
otros asentamientos, y así podríamos continuar casi indefinidamente, hasta
sumar más de mil millones de hombres y mujeres sin tierra y a veces sin patria.
Para muchos esta figura
(nada retórica) de los incluidos y los excluidos es el equivalente en nuestros
días de la lucha de clases, al menos de la existencia de dos sectores de la
humanidad en que unos reciben todos los bienes y privilegios de su condición en
tanto que el resto apenas recibe las sobras para seguir (mal) subsistiendo y
trabajando. La situación es una de las más escandalosas de la historia humana.
Pero debemos aclarar que, por muchas razones, no se reproduce entre incluidos y
excluidos la lucha de clases en que pensó Marx.
Una primera cuestión,
yo diría, tiene que ver con que los partidarios de la lucha de clases pensaban
con gran convicción que la historia estaba de su parte. Hoy seguramente no se
encuentra a ningún miembro o porción de los excluidos que vea la historia de
ese modo, sino que más bien su visión del mundo es probable que se asemeje al
de un acorralado que ve un Gran Leviatán, a un monstruo inamovible frente a él
que le bloquea, en el presente y en el futuro, capaz de suspender todos sus
proyectos e ideas emancipadoras, salvo que un terremoto inesperado se produzca
en las entrañas mismas del Leviatán que los ha expulsado de la civilización, de
la cultura, del goce de los adelantos de la técnica y la ciencia de nuestro
tiempo.
Por supuesto, cuando se
iniciaba la globalización del mundo en gran escala, muchos vieron en el
fenómeno la oportunidad casi única de que la humanidad viviese por fin en una
atmósfera de pacífica convivencia y casi de hermandad, o cuando menos una época
de estrecha fraternidad. Las cuestiones que en abstracto parecían posibles
pronto se vio que resultaban inalcanzables: pronto la globalización mostró sus
propios límites que resultaron infranqueables. El reconocimiento y la
aceptación del otro no fue tan generoso como para dar un importante paso en el
sentido de superar la línea entre los incluidos y los excluidos. Al contrario,
ésta se subrayó probablemente más que nunca y nos encontramos con ambos actores
de la humanidad actual, el de los incluidos y el de los excluidos, siendo el
segundo, al parecer, muy superior numéricamente al de los incluidos. Y mucho
más en recursos. En todo caso, los ricos se llevan la tajada más grande y
jugosa de la riqueza, con todos los beneficios que comporta, mientras los
excluidos están a la zaga y siguen debatiéndose en un laberinto sin salida.
Por supuesto que es
preocupante la miseria de un gran porcentaje de la humanidad. Pero si la
diferencia entre grupos sociales es tan preocupante, todavía lo es más el que
aumente cada día. A su vez, no hay duda de que existe una suerte de acuerdo
entre el Estado, los medios de comunicación y las grandes empresas para tratar
de mantener el control social, a pesar de la grave situación de empobrecimiento
progresivo que sufren las mayorías. Por ejemplo, el filósofo y crítico político
del neoliberalismo, Noam Chomsky, nos dice que la economía mundial ha
descendido en el mismo periodo de tiempo (de forma considerable) [...] para una
gran parte de la población mundial, las condiciones son horrorosas y a menudo
se deterioran, y, lo que es más importante, [...] la correlación entre el
crecimiento económico y el bienestar social que a menudo se ha dado (por
ejemplo, durante la posguerra o la preliberalización) se ha truncado
tajantemente.
Pero, hablando más
concretamente del capitalismo y del estilo de Donald Trump, digamos que los dos
peligros mayores a los que hoy se enfrenta la humanidad, ambos minimizados
irresponsablemente por ese presidente, son el de una eventual guerra nuclear y
el del cambio climático, que Trump, con esa altanera necedad que lo
caracteriza, parece minimizar peligrosamente. Por supuesto que hay acciones que
se pueden realizar en todos los ámbitos; sin embargo, no hay duda que fomentar
acciones bélicas en la frontera con Rusia, por ejemplo, es un punto de
escalamiento cuyo desenlace está fuera de control.
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