Se le ocurrió partir al
pie del monumento de El Che en Santa Clara, en el centro de ese gran caimán que
es Cuba, en donde participaba del Festival del Caribe entre esa ciudad y
Santiago; había llegado acompañado de su compañera, la cantora entrerriana Marita
Londra y el actor cordobés José Luis Serrano, más conocido como Doña Jovita.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Jorge Marziali |
No tuvo mejor ocurrencia
su leal corazón que dejar de latir luego de haber cantado la noche anterior en
el escenario, El niño de la estrella, dedicado justamente a su admirado
compatriota, Ernesto Guevara de la Serna, ese santo laico, aventurero, romántico
y vagamundo, como lo identifica en su biografía, el escritor mexicano Ignacio
Paco Taibo II.
Jorge había nacido en
Guaymallén de Mendoza, como narra en su canción y había ido a la primaria y al
Colegio Nacional con mi primo Rubén, con quien, a los seis años, iban a
escuchar las guitarreadas en la casa de don Hilario Cuadros en La Cañadita
alegre, como si advirtieran en esas farras su futuro. Fue un juglar desde
muchacho y, eligió partir el 9 de julio, el Día de la Independencia, como si
todo lo hubiera previsto en su maravillosa cabeza de militante latinoamericano,
de luchador de la Patria Grande, cuyas canciones iluminaban el camino de
liberación por dos siglos postergado.
Siguió los pasos de otro
poeta mendocino reconocido en toda América Latina, Armando Tejada Gómez, el
autor de Canción con todos y Canción de las simples cosas, salido de
ese grupo maravilloso que se plantó frente al mundo con El nuevo cancionero en 1963, donde estaba Oscar Matus, guitarrista
y compañero de Mercedes Sosa, Tito Francia y otros pioneros que, desde la
Revolución cubana, sabían que debían cambiar la poesía y el contenido de la
música popular que expresara lo que sentían los desposeídos, los condenados de
esta parte del planeta y que, la rebelión de los pueblos era posible, como lo
había sido en su momento el levantamiento de los campesinos en la Revolución
Mexicana la primera década del siglo pasado, el levantamiento de Sandino o, los
barbudos que a fines de los ‘50 expulsaron a Fulgencio Batista y despertaron la
furia imperial por haberse atrevido a dejar de ser el prostíbulo de los
yanquis.
Luego vendría el
peregrinaje de El Che, descendiendo por el espinazo de América del Sur, que
terminó con su muerte en Las Higueras, Bolivia. Pero no se apagó la llama
libertaria con él, sino que siguió su derrotero caprichoso: llevó a la rebelión
en Guatemala en 1967, donde murieron tantos indios y entre tantos insurgentes,
el poeta Otto René Castillo, autor de “Vámonos Patria a caminar yo te
acompaño”, año fatídico para República Dominicana que fue invadida por los
mariners del Tío Sam, ellos que habían tolerado los excesos de Rafael Leónidas
Trujillo, quisieron mostrarse en el patio trasero y vigilar de cerca lo que
sucedía en El Caribe. Sin embargo no nos amedrentaban, la lucha continuaba con
saldos trágicos para el pueblo como siempre: el asesinato de miles de
estudiantes mexicanos por el sanguinario Díaz Ordaz en La plaza de las tres
culturas en octubre de 1968, quienes podían alterar el desarrollo de los juegos
olímpicos, también encendió las calles de La Docta con el Cordobazo, en 1969,
con el Gringo Tosco a la cabeza, como también hizo posible la otra cara
pacífica de la revolución en Chile, con la unión popular de Salvador Allende e
hizo falta el bombardeo feroz del Pinocho para sacarlo muerto de la Casa de la
Moneda. La sangre del pueblo siempre regó las calles y, por más que las
mangueras oficiales las lavaran, la epopeya la levantaron los bardos y se
cantaron en reuniones clandestinas para mantener viva la memoria. Allí, estaban
nuestros cantores populares como el Jorge, alentando con su maravillosa prosa
subvirtiendo el orden de los cementerios que pretendían imponer las botas.
Después vino la
democracia y la fiesta popular convocó a los que regresaban del exilio, allí
estaba la Negra Sosa, como volvía a Montevideo Alfredo Zitarrosa, entonces
comenzó a ser conocido a nivel nacional y aparecieron sus discos. Incursionó en
el periodismo, pero invariablemente la canción era su oficio, lo que mejor le
salía, donde ponía su aguda mirada y sentimiento para retratar las cosas
cotidianas y ponerles melodía.
Me moriré en París o en
el carajo, un día jueves o si no un domingo. En el bulín que está, sino le
chingo, cerca del Rin, el Paraná o el Tajo. Espicharé a la gurda, y no me rajo;
quizá tendré una cacharpaya en gringo y allí el Jorge, el John, el Paul y el
Ringo tocarán… si andan flojos de trabajo. Será un velorio piola: tendrá
gancho… Alguien dirá: “fue un punto divertido”. Alguien también me llorará a lo
chacho. Y alguien, que llegará sin hacer ruido, silenciará a los Beatles, lo
más pancho, y yo me iré con él, con el olvido…
1 comentario:
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