Varios dirigentes de las FARC están desaparecidos. Es el caso de Jesús
Santrich e Iván Márquez, quienes participaron activamente en las negociaciones
por la paz. Las fracturas internas de la antigua organización y las políticas
erráticas de la derecha de Duque han comenzado a detonar un proceso que se
anhelaba exitoso.
Jerónimo Ríos Sierra / Nueva
Sociedad
Jesús Santrich e Iván Márquez. |
El proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) atraviesa diversas dificultades. La reforma rural integral tiene ante sí
la difícil realidad territorial de un Estado que, junto con Venezuela, es el
más centralizado del continente en términos de inelasticidad vertical de renta.
Por otro lado, algunos estudios de calidad de la democracia o integridad
electoral, como el que propone la reconocida politóloga Pippa Norris, muestran
que un Acuerdo de Paz no implicaría, de por sí, una mejor democracia. Asimismo,
el fin del conflicto con las FARC parece haber alimentado otras violencias
diferentes, de parte de un Ejército de Liberación Nacional (ELN) y un Ejército
Popular de Liberación (EPL) que parecen recompuestos y a los que se suman
bandas criminales, grupos herederos del paramilitarismo y disidencias
emergentes de las mismas FARC. A todo esto, se agrega el problema de las drogas
ilícitas, que aún esta lejos no solo de resolverse sino incluso de ser abordado
integralmente. En la última década, los cultivos cocaleros se cuadruplicaron y
hoy superan las 200.000 hectáreas. Para colmo, la situación actual de la paz y
la democracia en Colombia tiene otro punto débil: el vinculado a las víctimas
de la violencia. La Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la
Paz (JEP) han sido torpedeadas por el Ejecutivo de Iván Duque, a punto tal que
se les ha reducido en 30% el presupuesto para sus labores.
El contexto general indica que el Acuerdo de Paz no atraviesa su mejor
momento. Por las dificultades para su implementación hay responsabilidades
claras del gobierno de Duque, pero también existen incumplimientos de las
antiguas FARC. No obstante, el acuerdo ha tenido unos mínimos de
implementación. Aunque no sin dificultades, el despliegue de acciones para
educación, formación para el trabajo, proyectos de emprendimiento individual o
subsidios se están desarrollando. Todo parece indicar que los inconvenientes
para cumplir con los compromisos adquiridos en noviembre de 2016 no provienen
de la antigua base guerrillera sino de la comandancia y los cargos de cierta
responsabilidad hacia dentro de la guerrilla.
En parte por responsabilidad del mismo Poder Ejecutivo y en parte por
responsabilidad de la antigua guerrilla, las FARC llegaron a la implementación
del Acuerdo de Paz con un importante nivel de rupturas internas, producto de
las desavenencias acerca de cómo se tenía que llevar a cabo el tránsito a la
vida civil. Por un lado, se encontraban las dos figuras más visibles de la
negociación, Iván Márquez y Jesús Santrich. Del otro lado se ubicaba la cabeza
de la organización, Rodrigo Londoño «Timochenko». Esta división se proyectaría,
por extensión, al resto de la dirigencia de las FARC, tanto del Secretariado
como del Estado Mayor Central. A esta fractura en el alto mando habría que
añadir la fisura entre los altos mandos y el conjunto de la estructura guerrillera
(con la que el uribismo ha reconocido «no tener ningún problema»). A todo esto,
se suma la fractura horizontal entre el modus operandi de los bloques
tradicionalmente más apegados al negocio cocalero, que son el Bloque Sur y el
Bloque Oriental, y aquellos que tuvieron una interpretación «más social y
política» del conflicto armado interno colombiano.
Lo cierto es que las desconfianzas entre las FARC y el gobierno han
existido siempre. Las FARC no se fiaban del gobierno, en atención a los acuerdos
frustrados de La Uribe de 1984, el bombardeo de Casa Verde de 1991 o la más
reciente respuesta de la Política de Seguridad Democrática impulsada por Álvaro
Uribe durante la década pasada. Lo mismo sucedía con un gobierno que nunca
olvidó la instrumentalización de los esfuerzos de paz de Tlaxcala, Caracas o el
Caguán, a lo largo de la década de 1990. Las FARC, tomando como ejemplos los
casos del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador o del
IRA en Irlanda, nunca se convencieron de cuándo debían dejarse verdaderamente
las armas. Es decir, de si debían hacerlo una vez cumplido el Acuerdo de Paz o
si, por el contrario, debía ser una condición previa para su implementación.
La posición de poder de las FARC frente a este dilema es unívoca: dada
una correlación de fuerzas claramente favorable al Estado, la única posibilidad
era entregar las armas y confiar en el voluntarismo del nuevo gobierno que, por
plazos, debía suceder al de Juan Manuel Santos. Esto, unido a todo lo expuesto,
quizá permita a ayudar a entender la actual situación de paradero desconocido
–muy posiblemente Venezuela– de parte de algunos de los hombres más relevantes
de las FARC. No solo de los mencionados Márquez y Santrich, sino de otros como
«El Paisa» o «Romaña».
Iván Márquez fue la voz dirigente de las FARC durante los cuatro años
que duró el proceso de negociación en La Habana. Por su parte, Jesús Santrich
fue, a todas luces, la cabeza pensante del acuerdo por parte de las FARC
–cuando lo conocí personalmente, junto a Márquez, en marzo de 2017, no me quedó
ninguna duda de ello–. Sin embargo, ambos están desaparecidos. El primero ni
siquiera tomó posesión como senador, arguyendo la falta de garantías. Tras varias
solicitudes de comparecencia por parte de la JEP, se encuentra fuera de rastro
desde abril de 2018. Lo mismo sucedió con Santrich, quien desapareció a inicios
de este mes de julio, tras un proceso complejo de acusaciones, detenciones y
órdenes de captura que, como a Márquez, lo responsabilizarían de posibles
delitos de narcotráfico en connivencia con el cártel de Sinaloa. En el caso de
Santrich, la intromisión de Estados Unidos ha sido, cuanto menos, un factor
desestabilizador muy a tener en cuenta. A esto habría que añadir dos posiciones
como las de «Romaña» o «El Paisa» quienes, encarnando la posición más
beligerante de las FARC-EP y con mayores vínculos con la estructura cocalera,
siempre se mostraron díscolos con la implementación del Acuerdo de Paz.
Es cierto que desde el uribismo existe una especial animadversión
hacia cierta parte de la comandancia de las FARC y que la implementación del
Acuerdo de Paz prometido se encuentra muy lejos de cumplirse. Pero es
igualmente verdadero que la actual situación ofrece argumentos idóneos a los
saboteadores de la paz que nunca creyeron en el acuerdo y a quienes entienden
que cualquier posible proceso futuro con el ELN será más de lo mismo. En todo
caso, ha de ser la justicia colombiana y no la estadounidense la que deba
esclarecer esta situación de intrincados grises. Pero el acuerdo es claro:
habrá responsabilidad penal por todos los delitos (incluido el narcotráfico) a
partir del fin definitivo de las hostilidades. Es decir, desde agosto de 2016.
Personalizar las fallas, las dificultades y los aciertos en la
implementación del Acuerdo de Paz es un ejercicio tan simple como
reduccionista. Esto solo beneficia a quienes olvidan que, tras la paz con las
FARC, existen más de 7.000 ex-combatientes y sus familias, millones de víctimas
y desparecidos, y la oportunidad de transformar las estructuras institucionales
y territoriales de un Estado que también fue parte responsable del conflicto.
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