En
este confluir en la lucha por un mundo nuevo, en el que la idea se construya en
acuerdo con la realidad y el tiempo sea entendido en su superioridad sobre el
espacio, el masón liberal cubano José Martí y el católico jesuita argentino
Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, convergen de un modo que solo puede
resultar sorprendente para quien no nos conozca como debe.
Guillermo Castro H. / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
De
2015 acá, Laudato Si’ ha venido a ser mucho más que un pronunciamiento
del Vaticano sobre los problemas ambientales de nuestro tiempo. En esa
ampliación de su eficiencia cultural y moral, y su eficacia explicativa, han
operado al menos tres factores. Uno ha sido su capacidad de vincular lo
ambiental a lo social y, en particular, a la realidad de los pobres del mundo.
Otro, el referir esa dimensión socio - ambiental a la Casa Común que comparte
la especie humana con todas las formas de vida en la Tierra, y a su
responsabilidad con el cuidado de esa vida. Y el tercero radica en su capacidad
para ubicar el cuidado de esta Casa Común en la circunstancia de la grave
crisis que enfrenta la Humanidad en esta etapa de su desarrollo.
Laudato
Si’, en efecto, nos advierte sobre los riesgos que plantea
una circunstancia de transición entre un orden aún vigente, aunque en abierta
descomposición, y otro que bien podría resultar mucho mejor, o mucho peor,
según sea comprendida y encarada esta circunstancia mediante el recurso a la
razón y a nuestra capacidad para la acción social concertada a partir de
propósitos comunes. Para nuestra América, esta advertencia de alcance universal
tiene un especial significado.
Somos
una región constituida a partir del último gran esfuerzo conservador de la
Contra Reforma, que nos llevó a ser “una
visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño, una
máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón
norteamericano y la montera de España.” Aquí, al nacer al ejercicio de nuestra
libertad,
El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba
al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado,
cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas
y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación,
contra la ciudad, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que
venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza.
De
allí nos viene que nuestra América conserve (justamente) hábitos, valores y
poblaciones sin lugar verdadero en el mundo en que culmina la Modernidad
liberal, que a comienzos del siglo XXI luchan por lo que no pudo ser logrado a
mediados del XIX: “ajustar la libertad al cuerpo de los que se
alzaron y vencieron por ella”, dejando para siempre en el pasado aquello que
perduró tras nuestra primera Independencia: “el oidor, y el general, y el
letrado, y el prebendado.” [1]
Para
algunos, esa circunstancia histórica de origen explica y hace inevitable
nuestra condición secular de atraso y subdesarrollo. Para otros, sin embargo,
ella hace de nuestra América una región que alberga un vasto potencial de
desarrollo humano y de contribución a lo que Martí llamaba el equilibrio del
mundo en momentos en que el orden mundial que nos legó la modernidad ha
ingresado en un círculo perverso de crecimiento incierto, inequidad
persistente, degradación ambiental constante y desintegración institucional
creciente.
De
todo ello ha resultado un deterioro cultural y moral irreversible, una crisis
de hegemonía en la que este viejo orden, cada vez más desnudo, se sostiene
en virtud de la promoción constante del miedo a las consecuencias de su propio
desarrollo. Hoy, nuestra América en las luchas de sus oprimidos “contra las
costumbres y los hábitos de mando de los opresores” anuncia que en el Nuevo Mundo
de anteayer se están creando las condiciones para participar en la tarea
transitar con la Humanidad hacia el mundo nuevo de mañana.
Esa
transición, en lo más fundamental, ha de llevar desde un mundo organizado para
el crecimiento sostenido de la economía, hacia otro organizado para el
desarrollo sostenible de la especie humana. El camino por trazar deberá
salvarnos de los riesgos de la extinción en primer término, pero de un modo que
nos permita a la vez desplegar y fomentar lo mejor de las cualidades que nos
distinguen como especie para entender, comprender y asumir el papel que nos
corresponde en el cuidado de la Casa Común.
Todo
lo que vemos en nuestro derredor son aspectos distintos de esta transición en
curso, cuyo fluir nos conduce a encuentros de una riqueza y un significado que
aún estamos en vías de comprender. La creación de los espacios en que tienen
lugar esos encuentros expresa, ya, afinidades éticas y culturales que todas las
partes comparten.
Uno
de esos espacios es aquel que fuera establecido por José Martí desde las tres
convicciones que dan plenitud de sentido a su vida y su obra: la fe en el
mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder transformador
del amor triunfante, que encuentran su síntesis más espléndida en el ensayo Nuestra
América, de 1891. Desde allí, sobre todo, se facilita comprender la
complejidad, la gravedad y la dificultad mayor del problema que nos plantea hoy
Laudato Si’, sobre todo si somos capaces de apreciarlo en el conjunto de
la labor de Francisco.
En
efecto, el ambiente, el estado a que hemos traído a la Casa Común, es el
resultado de las intervenciones humanas en el medio natural a través de
procesos de trabajo socialmente organizados. Fue desde allí que el historiador
Donald Worster vino a decirnos a fines del siglo pasado que “aquello que entendemos
como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio
ambiente, y en el que se refleja ella misma-“, para agregar enseguida que
Vivimos
en un mundo material, y la naturaleza es la parte mayor - y la más compleja y
maravillosa - de esa materialidad. Como historiador ambiental, deseo llamar la
atención de mis colegas sobre ese mundo material, cualquiera sea su objeto
inmediato de estudio: el ascenso y descenso de los precios, las políticas de
los reyes y los primeros ministros, o las causas de la guerra. Deseo que vean
que el mundo material de la naturaleza posee un orden racional, una estructura
al menos parcialmente inteligible, y una historia que le es propia. Nosotros, los
historiadores de todo tipo, necesitamos reconocer el significado de esa
naturaleza autónoma, y debemos respetar sus armonías discordantes, su
intrincada evolución.
Aun así, agregaba
Worster, era necesario recordar que las comunidades humanas del pasado “no han
sido meros resultados del clima, o del suelo, la enfermedad, los ecosistemas, o
de la abundancia o la escasez de recursos naturales”, sino también el producto
“de ideas, sueños, y de sistemas éticos.” Y es en estos últimos, en su clara
naturaleza cultural, “donde radican las fuerzas que explican cómo y por qué
nosotros, los humanos, hemos llegado a desencuentros tan dañinos con el resto
de la naturaleza con tanta frecuencia en el pasado, y de manera tan
generalizada en el presente.”[2]
En
ese sentido, también podemos entender que cada sociedad tiene un ambiente que
le es característico y que, por lo mismo, si deseamos un ambiente distinto
tendremos que crear una sociedad diferente. En este confluir en la lucha por un
mundo nuevo, en el que la idea se construya en acuerdo con la realidad y el
tiempo sea entendido en su superioridad sobre el espacio, el masón liberal
cubano José Martí y el católico jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, hoy
Papa Francisco, convergen de un modo que solo puede resultar sorprendente para
quien no nos conozca como debe.
Panamá, 7 de agosto de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario