La miseria
en la cual viven millones de seres humanos no es natural ni justificable.
Carolina Vásquez Araya / Para Con Nuestra
América
En mi memoria aún
persiste la imagen del puerto de Valparaíso cubierto de bananos. Se retrasó el
barco y entonces esa montaña de fruta en perfecto estado sería destruida a
menos que los habitantes del área pudieran rescatarla. También recuerdo los
miles de toneladas de productos lácteos arrojados al mar por una compañía
estadounidense para “mantener el precio del producto” y proteger de ese modo un
sistema comercial a la medida. El hambre, cuyos devastadores efectos cobra la
vida de millones de seres humanos alrededor del mundo, no tiene justificación
alguna.
En la realidad, el
sistema político impuesto por un rígido marco de intereses corporativos no deja
espacio a las indispensables acciones de los Estados orientadas a satisfacer
las necesidades básicas de la población. A partir de esos acuerdos solapados,
resulta inevitable el incremento de la masa ciudadana obligada a vivir bajo la
línea de la pobreza. Entre las consecuencias de este desajuste en las prioridades
de gobiernos regidos por un neoliberalismo extremo que ha echado raíces en la
mayoría de naciones latinoamericanas, se encuentra también la pérdida acelerada
de la biodiversidad con fines de explotación de recursos, cuyos efectos no solo
tienen impacto en el medio ambiente, sino también en las posibilidades de
desarrollo de los países y en la calidad de vida de sus habitantes.
En la destrucción de la
Amazonia brasileña –un reservorio de oxígeno y biodiversidad cuya protección
debería tener la máxima prioridad del gobierno de Brasil y de los países
aledaños, cuyos territorios también se ven afectados- se puede observar cómo
los intereses corporativos llegan al extremo de poner en riesgo la vida misma
del planeta. Es decir, en tanto los proyectos extractivos y agroindustriales
tengan el poder de condicionar las decisiones gubernamentales, deja de ser
importante la conservación de uno de los territorios ya considerados patrimonio
de la Humanidad, pero también la supervivencia de las comunidades autóctonas que
en él habitan, las cuales han sufrido persecución, desalojos y asesinatos de
sus líderes.
La estrategia del
hambre en los países en vías de desarrollo ha sido efectiva y ha logrado
neutralizar la fuerza del factor humano, con una fórmula propicia para desarticular
cualquier intento de subversión ante el sistema impuesto por los países
industrializados sobre aquellos sometidos a las normas dictadas por las
agencias financieras y las organizaciones empresariales multinacionales. Es
decir, los dueños legítimos de los territorios han observado desde el graderío
cómo las grandes corporaciones se han adueñado de su agua, de su tierra, de su
aire y de todo el mineral que les resulte útil para obtener inmensas
utilidades; todo ello, gracias a leyes, convenios, tratados y cantidad de
recursos legales ad hoc para convertir el despojo en una buena noticia:
incentivos a la inversión extranjera.
Mientras tanto, ese
gran contingente ciudadano cuyas carencias lo impulsan a aceptar cualquier
limosna disfrazada de programa asistencialista, ignora los detalles del negocio
y por lo tanto está en una posición de dependencia, conveniente para que su
gobierno tome decisiones abiertamente lesivas a los intereses nacionales, sin
que la oposición –debilitada ya por la falta de soporte popular- tenga la menor
incidencia en la fiscalización de esas acciones. Si hay una herramienta capaz
de corregir el rumbo de las naciones, es la organización ciudadana; y
comprender que si el futuro del planeta está bajo semejante amenaza, sus habitantes
también lo están.
Las
decisiones políticas surgen en los despachos de las grandes multinacionales.
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