El informe GEO – ALC 3, presentado recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), documenta bien el predominio e impacto de los intereses económicos sobre los ecosistemas y las poblaciones de un continente que, más de cinco siglos después de su “invención” para la mirada euro-occidental, sigue siendo objeto de codicia por sus recursos minerales.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La minería se ha convertido en una de las actividades más polémicas en América Latina. Detonadora de conflictos sociales y ambientales, desnuda al mismo tiempo los intrincados vínculos entre el poder político y el capital extranjero, indispensables para la reproducción de un modelo de acumulación que, como gran “novedad”, reactualiza en el siglo XXI las formas más primitivas de explotación capitalista por parte de las empresas transnacionales (ver: Centroamérica, minería y maldesarrollo).
Tales vínculos llegan, incluso, al sometimiento de la política y la protección del medio ambiente, a la lógica del mercado y el cálculo de utilidad. El gobierno de Costa Rica acaba de dar un ejemplo de ello al anunciar, en días pasados, que no anularía la impopular concesión de minería de oro a cielo abierto del Proyecto Crucitas, en la zona norte del país (fronteriza con Nicaragua), otorgada a la compañía canadiense Industrias Infinito S.A. Esto, pese a que un fallo del Tribunal Constitucional abrió esa posibilidad para el Poder Ejecutivo.
En declaraciones dadas a la prensa[1], el primer Vicepresidente de la República, el científico Alfio Piva, dejó al descubierto las contradicciones del gobierno en esta materia: por un lado, reconoció que veía en el Proyecto Crucitas “un impacto ambiental grande”; y por el otro, aseguró que no anularían la concesión porque, como un “país serio”, deben garantizar la seguridad jurídica para los inversionistas.
Para la compañía minera el negocio es redondo: la inversión en Crucitas será de $65 millones de dólares, y las ganancias estimadas por la extracción de 700 mil onzas de oro ascienden a los $835 millones de dólares. Y en caso de que el proyecto sea cancelado, el Estado costarricense tendría que pagarle una indemnización de $1700 millones de dólares, según los cálculos del Vicepresidente Piva.
La posición asumida por el gobierno costarricense, en la que la razón del inversionista extranjero se convierte en razón de Estado, ajustada además a las reglas del injusto orden global del comercio, no es ajena a lo que viene ocurriendo en otros países de América Latina en las últimas décadas.
El informe GEO – ALC 3, presentado recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), documenta bien el predominio e impacto de los intereses económicos sobre los ecosistemas y las poblaciones de un continente que, más de cinco siglos después de su “invención” para la mirada euro-occidental, sigue siendo objeto de codicia por sus recursos minerales: desde el año 2000, y a un ritmo de $10 billones de dólares anuales, las inversiones mineras en la región se han incrementado en un 400%, y solo en Perú superaron el 1000%. Además, los proyectos de minería a cielo abierto en América Latina se cuentan entre los más grandes del mundo, como ocurre en Colombia con la explotación de carbón: en el año 2007, se reportaron extensiones superiores a las 70 mil hectáreas y volúmenes anuales de exportación de 29,8 millones de toneladas solo en la zona de El Cerrejón[2].
Tanto en pequeña como en gran escala, la minería se convierte en un importante foco de contaminación, especialmente por el uso del mercurio, mineral necesario en los procesos de extracción, que afecta las fuentes de agua y a las poblaciones que dependen de este recurso. Y esto ocurre no solo en los bosques y zonas montañosas de Centroamérica. Según el GEO-ALC 3, “entre 1975 y 2002, la explotación de oro en la Amazonía brasileña produjo alrededor de 2000 toneladas de oro, lo cual dejó cerca de 3000 toneladas de mercurio en el medio ambiente de la región. Se estima que entre el 5 y 30% del mercurio utilizado para extracción aurífera a baja escala en la cuenca del Amazonas es liberado en las aguas, y aproximadamente el 55% se evapora en la atmósfera”[3].
Como consecuencia de la expansión de una actividad productiva que considera a todo aquello que se le opone –pueblos indígenas, formas de tenencia de la tierra, movimientos sociales y, en general, todas aquellas manifestaciones culturales no dominantes- como obstáculos para el “desarrollo”, el número de conflictos socio-ambientales vinculados a la extracción minera viene en aumento: en Perú, en medio del “boom” del capitalismo extractivista, la Defensoría del Pueblo registró en 2008 “un total de 93 conflictos socioambientales, el 46% de los cuales estuvo relacionado con la actividad minera”. Además, “de los 118 conflictos registrados en la base de datos del Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina, que corresponden a 140 proyectos de exploración y/o explotación minera, se identifican al menos 150 comunidades indígenas y campesinas afectadas. De este total, los 21 eventos registrados en la región de México y Centroamérica corresponden a episodios recientes que comienzan a finales de 1990 y se intensifican durante la década del 2000”[4].
Con perspectiva histórica, el informe GEO – ALC 3 propone un marco de interpretación de esta problemática socio-ambiental: la modalidad de desarrollo dominante, que nosotros llamamos capitalismo neoliberal tardío, “constituye el factor fundamental que explica el escaso éxito de las estrategias ambientales de los países de la región”, puesto que busca “estimular la tasa de inversión (nacional y extranjera), en un marco de escasas exigencias ambientales y el mantenimiento o la profundización de las desigualdades sociales”[5].
Es decir, más allá de los avances institucionales, legislativos y la organización y acción de los ciudadanos, que todavía resultan insuficientes, la cuestión de fondo sigue siendo el tipo de relaciones entre naturaleza y sociedad, y el consecuente modelo de desarrollo que se impone en las formaciones sociales latinoamericanas, y que en sus distintas variantes: desde el sistema de plantaciones y minería del siglo XVII hasta la economía globalizada del siglo XXI, se ha organizado económica, política y culturalmente en función de lo externo, pero manteniendo un factor común: “altos niveles de presión, deterioro progresivo y sostenido del medio ambiente físico y pérdida de ecosistemas”[6]. Es lo que otros autores denominan economía de rapiña [7].
Todo lo cual no hace sino llevarnos a una conclusión: la necesidad de realizar un cambio profundo y radical en el modelo de desarrollo, y en la manera en que esta noción se construye y despliega en las sociedades humanas. Porque, para la naturaleza, la “seriedad” del capitalismo contemporáneo, sobre todo en su dimensión minera, resulta simplemente insoportable.
NOTAS
[1] “Gobierno descarta anular concesión minera de Crucitas”, en La Nación, 28 de julio de 2010. Pp. 4A-5A.
[2] PNUMA (2010). Perspectivas del Medio Ambiente: América Latina y el Caribe. GEO-ALC 3. Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente: Ciudad Panamá. Pp. 67-68.
[3] Ídem, pág. 68.
[4] Ídem, pág. 70.
[5] Ídem, pág. 23.
[6] Ídem.
[7] Véase: Castro Herrera, Guillermo (1994). Los trabajos de ajuste y combate. Naturaleza y sociedad en la historia de América Latina. Ediciones Casa de las Américas / Instituto Colombiano de Cultura: Bogotá.
[1] “Gobierno descarta anular concesión minera de Crucitas”, en La Nación, 28 de julio de 2010. Pp. 4A-5A.
[2] PNUMA (2010). Perspectivas del Medio Ambiente: América Latina y el Caribe. GEO-ALC 3. Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente: Ciudad Panamá. Pp. 67-68.
[3] Ídem, pág. 68.
[4] Ídem, pág. 70.
[5] Ídem, pág. 23.
[6] Ídem.
[7] Véase: Castro Herrera, Guillermo (1994). Los trabajos de ajuste y combate. Naturaleza y sociedad en la historia de América Latina. Ediciones Casa de las Américas / Instituto Colombiano de Cultura: Bogotá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario