Paraguay reúne todos los ingredientes idóneos para la consecución de un golpe de Estado: una oposición feroz y reaccionaria, unas fuerzas armadas con raíces en la dictadura de Stroessner y muy vinculadas al Partido Colorado, y un vicepresidente ávido de poder.
Guillaume Long / El Telégrafo (Ecuador)
(Fotografía: ¿el gesto de la traición? El presidente Fernando Lugo abrazado por Federico Franco, vicepresidente señalado de promover un golpe de Estado)
Crece el miedo a un golpe de estado en Paraguay que tendría la venia del legislativo y se fraguaría mediante alguna argucia legal que le otorgue cierta pátina constitucionalista.
El problema es que el gobierno de Lugo es sumamente débil. En el Congreso, no tiene sino un par de legisladores leales a su gobierno, y el legislativo se dedica a idear oscuros planes para derrocarlo. Si eso fuese poco, el control de Lugo sobre el propio ejecutivo también es precario. Su candidatura presidencial, para poder triunfar, se había edificado sobre una amplia coalición de izquierda y de centroderecha, que hoy alienta las divisiones. El mismo vicepresidente Federico Franco encabeza los intentos por derrocar a Lugo, repitiendo en numerosas ocasiones que está “listo para gobernar”.
La agenda política también es impuesta por la oposición y los medios de comunicación, notoriamente conservadores en Paraguay. Es así que el último show mediático en torno al posible surgimiento en el norte del país de un grupo guerrillero llamado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) fue una ocasión ideal para debilitar aún más al Gobierno. Algunos legisladores llegaron incluso a acusar a Lugo de estar detrás del grupo insurgente. Otros simplemente aprovecharon la histeria mediática para sugerir que la misma presencia del EPP (un grupo que probablemente no suma más de 15 personas), demostraba que el Gobierno propiciaba la anarquía y descuidaba la “seguridad nacional”. No faltaron las referencias a unos supuestos nexos entre el EPP y las FARC, lo que brindó al Senado una perfecta oportunidad para dar vida a una propuesta de ley antiterrorista calcada en el modelo colombiano.
Lugo, de forma reactiva y sabiendo que el talón de Aquiles de todos los proyectos progresistas de la región sigue siendo el tema de la inseguridad (el portaestandarte de los neoliberales que tanto alentaron su propagación), tuvo que decretar el “estado de excepción” en una tercera parte del territorio nacional. Sin embargo, al cabo de treinta días de excepcionalismo, ni una sola persona perteneciente al fantasmagórico EPP fue arrestada, lo que causó una nueva ola de protestas.
Paraguay reúne, por lo tanto, todos los ingredientes idóneos para la consecución de un golpe de Estado: una oposición feroz y reaccionaria, unas fuerzas armadas con raíces en la dictadura de Stroessner y muy vinculadas al Partido Colorado, y un vicepresidente ávido de poder. Lo que dificulta el golpe de Estado, sin embargo, es el contexto internacional. El gran hermano brasileño no ve con buenos ojos un golpe de Estado en su patio trasero. En este sentido, la intransigencia brasileña en cuanto a su no reconocimiento del gobierno de Lobo en Honduras es tanto una señal a EE.UU. y a la región en general, como un mensaje subliminal a la élite terrateniente paraguaya. Un Paraguay postgolpe conllevaría un aislamiento regional demasiado costoso para que esta élite pueda, por ahora, dar paso al derrocamiento de Lugo.
Por lo demás es evidente que el precario equilibrio de poder que enfrenta el gobierno de Lugo hace muy difícil la implementación de los cambios que tanto necesita Paraguay, por ejemplo, esa urgente reforma agraria que redistribuya ese 80% de las tierras que hasta hoy sigue en manos del 1% de la población.
Muchos han señalado que el gran mérito de Lugo es el haber puesto fin a más de 60 años de dominio del Partido Colorado, y que, debido al balance de poder interno, poco más se debe esperar de su mandato. Hoy, sin embargo, hasta su misma permanencia en el poder está en peligro.
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