Intervención de José Saramago en el coloquio Nuestra América ante el Quinto Centenario, durante el Premio Literario Casa de las Américas de 1992.
Compañeros y amigos:
Pocas veces como ahora he sentido con tanta fuerza la necesidad de mantenerme en una cierta forma de observar que me es característica, es decir, pocas veces como ahora observo “la aguda y casi obsesiva relatividad de todas las cosas, con perdón de la incompatibilidad lógica que hay entre relativo y absoluto que, siendo indisculpable en cualquier texto que se presente con alguna pretensión científica, espera, en este caso, indulgencia y absolución, por representar, obviamente, en las circunstancias un abuso más de libertad de expresión. Literaria, claro está.
Al proponer o discernir o inventar una visión europea de América (no olvidemos que es un europeo quien os habla) habrá siempre que tener en cuenta los factores de tiempo y de lugar, bajo pena de que la realidad implacable nos precipite en el abismo profundo de los Lugares Comunes Históricos, donde siempre acaban por naufragar las inteligencias distraídas.
En primer lugar, si miramos al pasado —desde que Colón, en 1492, tocó tierra americana creyendo haber llegado a la India, y que Álvarez Cabral, en 1500, por casualidad o de caso pensado, encontró Brasil— fueron múltiples, diversas y variadas las imágenes e ideas que Europa recibió de este Nuevo Mundo, incomprensible en muchos aspectos, pero, como la Historia vino a demostrar, al mismo tiempo, bastante dúctil y amoldable, ora por la violencia de las armas, ora por la persuasión religiosa, a los intereses materiales e ideológicos de los que, habiendo comenzado por ser descubridores, pasaron de inmediato a comportarse como explotadores.
Llevaba el soldado la espada, el fraile la cruz, pero los fines de uno y otros coincidían en un mismo objetivo de dominio: el de las almas transportadas por los cuerpos, el de los cuerpos animados por las almas. El oro y los diamantes vendrían luego a tornar soberanamente seductora y lucrativa la empresa comenzada, quedando demostrado que aquellas y otras riquezas habían sido colocadas allí por el Creador, a la espera de que naciese la Europa predestinada, a tornarse heredera de todo el mundo creado.
En comparación con tales maravillas del destino, poco podían significar los saqueos, las devastaciones y los genocidios, y menos aún que poco en las conciencias de aquellos que por encima de todo ponían los intereses de Dios y la Corona, justificados, en cada caso dudoso, por adecuadas razones de Fe y de Estado, sin nunca olvidar, evidentemente, los intereses personales, siempre humanamente “legítimos” o “legitimables”. Previniendo algún que otro escrúpulo moral, siempre posible dada la complicada naturaleza humana, quiso la Casualidad y la Providencia, que viniesen al mundo, en el momento apropiado, un Antonio Vieira y un Bartolomé de Las Casas, para que en Portugal y España pudiesen tener los indios quien los defendiese, con los mediocres resultados conocidos.
Los tiempos fueron mudando, la Historia perfeccionó los métodos. Y, de acuerdo con sus propios intereses nacionales, a veces convergentes, casi siempre conflictivos, cada país de Europa, a lo largo de los siglos, miró América a su propia manera, y por ese modo particular de mirar pretendió, invariablemente, sacar algún beneficio de ella, aunque para tal fuese preciso presentarse, durante un tiempo útil, con la imagen de libertador. Así ha sido, así sigue siendo.
Lo que finalmente pretendo deciros es que no existe, ni nunca existió, una mirada europea única sobre América, pues la simple lección de los hechos de la vida está ahí para enseñarnos que las políticas de explotación directa e indirecta prosiguen en nuestros días, no ya, como en el pasado, simplemente contra los indios, oprimidos como ya están por sus estatutos de minorías, sino contra los pueblos americanos globalmente considerados, y frecuentemente sacando provecho de la interesada colaboración de los gobiernos y las oligarquías locales. Por no dar más que un ejemplo, olvidado ya en la noche de los tiempos, el modo expeditivo como Gran Bretaña resolvió la cuestión de las Malvinas no fue prohijado por otros países europeos, los cuales, si algunas ambiciones tiene sobre la mesa donde se está jugando el futuro de estos pueblos, sean esas ambiciones de tipo político, económico o cultural, pretenden llevarlas a buen término sin recurrir a los dramáticos medios de la guerra, que tendrían que pagar con vidas.
Bajo la capa de dichos intereses comunitarios, las pretensiones europeas sobre América se proyectan hoy como las de un competidor desigual de los EE.UU. a los cuales, a decir verdad, solo la geografía obliga a llamar también América, siendo ellos, los EE.UU., como son, decididamente imperiales y pluricontinentales.
La América vista de Europa, del otro lado del mar, es esto, aunque, claro está, falten desarrollos y pormenorizaciones que no tiene aquí cabida. Aceptar que así tenga que ser siempre, sería perder toda esperanza —ya tan frágil— de un cambio radical en las relaciones entre los pueblos, basado en el respeto mutuo (observando el significado riguroso de estas dos palabras) y en la solidaridad (aunque tengamos que volver todos a la escuela para reaprender el sentido de ésta).
Para mí, que alimento un utópico sueño, el de un transiberismo creador, que arranque a portugueses y españoles de las viejas querellas e incomprensiones en que han vivido desde hace siglos, para gaudio de aquellos otros países europeos a quienes cualquier entendimiento peninsular siempre apareció como un factor perturbador de las tensiones por ellos mismos administradas; para mí, repito, más importante y urgente sería reexaminar el conjunto de las relaciones de España y Portugal con América (esta América), incluso, o sobre todo, en aquellos puntos de fricción mantenidos discretamente en sordina, con vistas, en fin, a la definición de un proyecto nuevo, culturalmente productivo, políticamente justo, que justamente me atrevería a condensar en la siguiente idea: que de la península Ibérica, punta de continente avanzada en el mar, procuremos mirar y comprender la América. No para tornar a inventarla cinco siglos después, sino para ayudar a la invención de una Europa nueva, éticamente reformada, con mucho más escrúpulos y mucho menos ambiciones. Si aún estamos a tiempo.
Tomado de la revista Casa de las Américas No. 187, abril-junio 1992
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