En nuestra América confluyen dos herencias, las solares culturas originarias y el soleado Mediterráneo, que dieron forma particular a nuestro trato con los muertos, tan distinto al mundo anglosajón, lleno de espectros hostiles. Otra lectura de la exhumación de los restos del Libertador.
Clara Vernet / Agencia Periodística del Mercosur
En la casa de mis abuelos, en Jujuy, se celebraba todos los años el “Día de las Ánimas”. Mi madre me cuenta que cada 2 de noviembre se tendía la mesa grande en la galería, y se preparaba todo para esperar la visita de los muertos de la familia, que volvían de visita. Sobre la mesa, adornada con flores, se colocaban las ofrendas, comiditas que les gustaban, arrope de uva o de maní, chicha, unas hojitas de coca, cigarrillos. Y lo que más fascinaba a mi madre, los muñecos de pan.
La tía Domitila comandaba la ceremonia en la que todos participaban. Palomitas de harina, serpientes amasadas que se mordían la cola, escaleritas crocantes que se apoyaban en torno a una imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, para que las ánimas pudieran bajar y subir del cielo.
En esta parte del mundo, desde el Comala de Pedro Páramo hasta la casa de mis abuelos, en Jujuy, hay un trato familiar con los muertos. La frontera que separa los mundos tiene puertas y escaleras de pan, y parece que en la otra vida se siguieran dirimiendo los asuntos que suceden bajo el sol, y que los muertos tuvieran siempre algo que decirnos. No es extraño, entonces, que el presidente Hugo Chávez quiera interrogar a los huesos de Bolívar.
En nuestra América confluyen dos herencias, las solares culturas originarias y el soleado Mediterráneo, que dieron forma particular a nuestro trato con los muertos, tan distinto al mundo anglosajón, lleno de espectros hostiles.
El propio cadáver de Colón inaugura la tradición de muertos ilustres que siguen gravitando en los avatares de la historia. El trajinado cuerpo del Almirante viajó tanto en la muerte como en la vida. A su deceso, en 1506, fue enterrado sin mucho ruido en Valladolid. En 1509 se le dio nueva sepultura en la Cartuja de Sevilla. Como en su testamento había manifestado voluntad de que su cuerpo reposara en tierra americana, María de Rojas y Toledo, viuda de Diego Colón, viajo en 1537 con los huesos de su esposo y los del Almirante, nuevamente hacia América.
Colón volvió así a Santo Domingo. Pero en 1795, fruto de la Guerra del Rosellón entre España y la joven República Francesa, la isla La Española queda en poder de Francia y el cuerpo de Colón debe buscar refugio en Cuba. En 1898, ante la invasión estadounidense a Cuba, Colón emprende un nuevo viaje.
Derrotado, vuelve a surcar el amargo Atlántico y sus huesos van a dar a la Catedral de Sevilla. En 1877, al realizarse unas obras de refacción de la catedral de Santo Domingo se encontró un sarcófago de plomo en el que podía leerse la leyenda: “Varón ilustre y distinguido, don Cristóbal Colón”. Aquí empieza otra leyenda, las dos tumbas de Colón y la sorda disputa entre la República Dominicana y España. Nadie podía afirmar a ciencia cierta dónde reposaba el cuerpo del Almirante, después de tanto viaje.
Recientemente, en junio de 2003, la ciencia dio su veredicto. El laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada concluyó que los 200 gramos de polvo de huesos encontrados en la tumba de Sevilla como único resto de los restos, son los del Primer Almirante.
Sin embargo, estas conclusiones científicas no impiden que todos aquellos que visitan la ciudad de Santo Domingo, se dirijan al imponente Faro de Colón, donde se encuentra la urna de plomo, bajo 251 luces que iluminan todas las noches el cielo americano.
En nuestra Patria chica abundan los ejemplos de muertos que persisten en vivir inmersos en conflictos políticos, celebraciones y apelaciones oraculares.
Empezando por el propio General Belgrano, creador de la bandera argentina, que si bien no tiene dos tumbas, tuvo dos entierros. En el año 1820, llamado de la Anarquía, el día 20 de junio, que los profesores de historia denominan “de los tres gobernadores”, a las 7 de la mañana, las piernas hinchadas por la hidropesía, el hígado comido por un tumor, muere Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, brigadier de los ejércitos de las Provincias Unidas de Sud América, en la casona que fuera de sus padres, en la calle Pirán, muy cerca del atrio de Santo Domingo, donde fue enterrado en un ataúd de pino.
“Triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río, en esta capital, al ciudadano, brigadier general Manuel Belgrano”, fue el breve obituario que publicó el “Despertador Teo-Filantrópico, Místico-Político”, del padre Francisco de Paula Castañeda, único periódico que publicó la triste noticia. En este trance final, nuevamente, la ingrata Buenos Aires lo olvidaba.
Esto no impidió que a un año y treinta y nueve días de su fallecimiento, el 29 de julio de 1821, se realizara un entierro figurado, esta vez con pompas y honores. Ya reinaba la paz y gobernaba Martín Rodríguez. Su iluminado ministro, don Bernardino Rivadavia, organizó los funerales. La crónica de los fastos refiere que a las nueve partió el supuesto entierro de la casa mortuoria y llegó a la cercana Catedral al mediodía, porque se vio obligado a realizar largas paradas en cada esquina, ante la multitud que se agolpaba para rendir su homenaje.
Un “armazón tumbal”, que fingía llevar el cuerpo de Belgrano, era cargado por brigadieres y coroneles, y seguido en procesión por “las corporaciones civiles y eclesiásticas, las comunidades religiosas y todas las cruces parroquiales”. Hubo cañonazos, discursos, flores, banquete mortuorio y representación teatral en el Coliseo, donde se estrenó la pieza patriótica titulada “La batalla de Tucumán”.
Curiosa historia de nuestras tierras, transitada por muertos que siguen vivos, por huesos que continúan la aventura que los signó cuando la vida alentaba sus cuerpos.
San Martín debió prolongar treinta años después de muerto su exilio en Francia. La sola presencia de su cuerpo sin vida podía interpelar conciencias y remover pasiones. Rosas tuvo que ser más paciente; después de ciento doce años de furiosas discusiones, la cuestión quedó suficientemente zanjada como para que pueda volver al país.
El cadáver de Evita siguió dando batalla en su largo cautiverio. En 1955, la dictadura de Aramburu secuestró el cuerpo embalsamado de Evita. Esa mujer seguía infundiendo un sacro terror en sus enemigos. Durante dieciséis años la resistencia peronista buscó a su primer desaparecida.
Al cuerpo del Che le amputaron las manos. Treinta años estuvo prisionero en una oscura fosa de la localidad de Vallegrande, en Bolivia, hasta que lograron liberarlo, y pudo volver al sol de Cuba.
Los cuerpos de los desaparecidos vuelven a aparecer en Argentina para acusar silenciosamente a sus asesinos.
La decisión de Hugo Chávez de exhumar los restos de Simón Bolívar fue duramente criticada por la “prensa seria” de Venezuela y, en general, por los principales medios del mundo. La revista estadounidense Time, por citar un ejemplo, señala que podría ser “una estrategia electoral del presidente de la República, Hugo Chávez, quien enfrenta una fuerte competencia en las elecciones parlamentarias”.
No es propósito de esta nota criticar ni defender la decisión del presidente Chávez. Sólo se propone aportar una reflexión para entenderla en su justo contexto. Hasta ahora, los iluminismos de derecha o izquierda no han elaborado herramientas de análisis que puedan dar cuenta de América; de sus vivos, de sus muertos.
Asombrosas, siempre, las noticias de América. Cuando vemos que el Almirante descubridor siguió viajando después de muerto entre el Nuevo y el Viejo Mundo y ambos mundos siguen disputando su tumba ¿puede extrañarnos que el presidente Hugo Chávez convoque a los huesos de Bolívar para defender su causa?
Aunque lo haga a través del twitter, Chávez habla desde la insondable América, cuando ante el cadáver de Bolívar expresa: “Les digo: tiene que ser Bolívar ese esqueleto glorioso, pues puede sentir su llamarada. Dios mío, Dios mío… ¡Cristo mío, Cristo nuestro; mientras oraba en silencio viendo aquellos huesos, pensé en ti! Y cuánto quise que llegaras y ordenaras como a Lázaro: levántate Simón, que no es tiempo de morir. De inmediato recordé que Bolívar vive. ¡Bolívar vive Carajo! ¡Somos su llamarada!”. Muchos se escandalizaron.
Quizás Chávez quiera preguntarle a los huesos de Bolívar si es posible que la oligarquía quiera asesinarlo. Quizás sea bueno que los huesos de Bolívar hablen. Ya se sabe que los muertos sólo pueden decir la verdad.
1 comentario:
Sumamente interesante el comentario. Es cierto, tal y como sucede en la novela Pedro Páramo, a veces no somos los vivos quienes hablamos de los muertos, sino estos quienes hablan acerca de los todavía vivos; pues todos somos lo que fue.
Quizá es por ello que solemos rezarles a los muertos, más allá de si han sido canonizados o no. Ejemplo de ello: el doctor Moreno Cañas. Otros podrían ser todos aquellos con quienes siempre conversamos, pues acá no se les recuerda, sino que se les invoca, se les exclama, se suspira por el anhelo de su presencia, se les recrimina sus omisiones.
Ahora bien, en el plano político en el que enmarca la autora el artículo, no creo que los muertos digan siempre la verdad. Sus calaveras carecen de labios, garganta y lengua que puedan decirnos la verdad, y lo único que podemos hacer es inferir o especular tesis, de las que ellos no pueden defenderse o confirmar.
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