En la región sudamericana, los hechos recientes muestran que los movimientos son el reaseguro más eficaz de los gobiernos frente a las derechas y el imperio. Trabajar para debilitarlos es apostar al suicidio del proceso de cambios.
Los debates que están generando los conflictos entre movimientos y gobiernos progresistas, de modo muy particular en Ecuador y Bolivia, ameritan algunas reflexiones que apunten a clarificar lo que está en juego, porque de algún modo esas tensiones involucran a todas las fuerzas antisistémicas. Lo que sucede estos días en ambos países es consecuencia de que allí coinciden movimientos que han mostrado potente energía anticapitalista con gobiernos que, por lo menos en las intenciones, buscan superar el estado de cosas heredado.
En la región sudamericana pueden detectarse dos grandes líneas de fuerza: las relaciones interestatales y las tensiones emancipatorias. Una y otra divergen y confluyen según las diversas coyunturas, los espacios y puntos de mira. Pero más allá de que ambas dinámicas tengan aspectos contradictorios, no puede abordarse la realidad regional sin incluir ambas, a riesgo de sesgar excesivamente el análisis.
Desde el punto de vista de los estados, y de las relaciones entre ellos, parece evidente que los cambios acaecidos en la última década son relevantes. Una parte importante de los países de la región cuenta con gobiernos que tomaron distancias del Consenso de Washington y de las políticas del imperio. En este punto deben incluirse dos matizaciones. La gama de grises es muy amplia, y va desde el gobierno de Cuba, enfrentado a Estados Unidos, hasta gobiernos que formulan críticas muy tenues al imperialismo, como los cuatro del Cono Sur que conforman el Mercosur. En el medio, hay situaciones como la de Venezuela, que viene manteniendo un enérgico contencioso con los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca, pero tiene a la vez una fuerte dependencia comercial con ese país. En la situación actual, aun la más pequeña distancia hacia Estados Unidos juega un papel positivo, y así debe ser valorada.
En segundo lugar, hay dos grandes vertientes: los países que integran la ALBA y los demás gobiernos progresistas de la región. Aquéllos, más allá de las señaladas contradicciones, pugnan por desbordar el libre comercio, estructuralmente favorable a las multinacionales y los países del norte. En este punto también vale una salvedad: hay quienes desean ir más allá y otros que ni siquiera se lo proponen, aunque luego los resultados puedan ser similares. Una vez más, no es lo mismo Bolivia o Venezuela, forzados muchos veces a aceptar la lógica de las multinacionales, que otros que juegan directamente a favor de ellas.
En tercer lugar, hay gobiernos que, independientemente de la retórica, de la que nadie está libre, sólo se diferencian del imperio en que defienden a sus empresas, o sea a las burguesías locales, frente a la voracidad de otras multinacionales afines a los países del norte. Pero en modo alguno tienen una lógica diferente a la del capitalismo más depredador. Tal es el caso de Brasil, de Chile cuando gobernaba la Concertación y de Argentina. O sea, sus diferencias con Washington no pasan por los intereses populares sino por los del sector más concentrado del empresariado nacional.
Si tomamos el punto de vista de la emancipación, o de los movimientos antisistémicos, las cosas son más complejas aún. En un extremo, todos los gobiernos esgrimen una actitud de defensa y fortalecimiento del Estado que no puede menos que chocar con los movimientos que, naturalmente, buscan desbordar los marcos del Estado-nación. Sin embargo, los niveles de represión han descendido de modo notable allí donde hay gobiernos progresistas o de izquierda. Es una diferencia no menor, imposible e inconveniente de soslayar, respecto de países como Colombia y Perú, donde mandan las derechas represivas.
No debe llamar la atención que el conflicto gobiernos-movimientos sea más estridente allí donde éstos son más potentes, como en Ecuador y en Bolivia. El reciente congreso de la Federación de Juntas Vecinales de El Alto (Fejuve) emitió una declaración muy fuerte, en la que asegura que el gobierno se jacta en sus discursos diciendo que es un gobierno de movimientos sociales, pero en la práctica sigue siendo un gobierno oligárquico (que) sólo se ha dedicado a dividir y utilizar a las organizaciones sociales de Bolivia. La Fejuve dice que el gobierno del MAS ha utilizado a los pueblos indígenas y sectores populares del país para sus campañas políticas, pero éstos siguen siendo excluidos de las decisiones políticas y son utilizados solamente por el gobierno para legitimarse y encaramarse en el poder.
Si esta es la posición de una de las organizaciones más potentes del país, protagonista de la Guerra de Gas de 2003 en la que sufrió más de 50 muertos sólo en las jornadas del 12 y 13 de octubre, imagínese la realidad en otros países que no cuentan con gobiernos como el de Evo, nacido de los movimientos y apoyado por un amplio abanico de organizaciones sociales. A mayor potencia de los movimientos, más necesidad de marcar su propio terreno frente a los estados, aun de aquellos que se denominan plurinacionales.
Por otro lado, es cierto que la dinámica de mayores y más abarcativas iniciativas de los movimientos puede debilitar a los gobiernos progresistas y de izquierda y, de ese modo, fragilizar la dinámica antimperialista. El rechazo a la megaminería como núcleo del proyecto de desarrollo puede verse de dos modos: como defensa de un proyecto alternativo o como un ataque a las finanzas estatales siempre necesitadas de mayores ingresos para blindarse de la especulación financiera.
No debería olvidarse que aun habiendo ciertos niveles de contradicción entre antimperialismo y emancipación, es un conflicto real sólo desde la óptica de los estados. Porque han sido los movimientos, en resistencia contra las políticas imperiales, los que han creado una nueva relación de fuerzas en la región. Por último, los hechos recientes muestran que los movimientos son el reaseguro más eficaz de los gobiernos frente a las derechas y el imperio. Trabajar para debilitarlos es apostar al suicidio del proceso de cambios.
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