La crisis ambiental
hace parte de una circunstancia inédita en el desarrollo del moderno sistema
mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En
nuestra América, esto da lugar a un período de transición en el que emergen
nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones
enteramente nuevas.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
No siempre es bien
comprendido –y se sobrevalora, o se subvalora- el papel que desempeña en la crisis ambiental
la cultura de la naturaleza, esto es, las formas en que los conflictos y las
afinidades que definen la identidad de nuestras sociedades se expresan en la
valoración que hacemos de nuestro entorno natural, en los modos de conocerlo, y
en el papel que desempeña en nuestra historia y nuestras vidas. Esa comprensión
se facilita cuando el tema es abordado desde la perspectiva de la historia
ambiental, que se dedica al estudio de las interacciones entre los sistemas
sociales y los sistemas naturales a lo largo del tiempo, mediante procesos de
trabajo socialmente organizados, y de las consecuencias que esa interacción
tiene para ambos.
La historia ambiental aborda esas interacciones
a partir de tres niveles de análisis
interdependientes entre sí. El primero se refiere a los procesos de formación y
las transformaciones del medio biogeofísico; el segundo, a la tecnología
productiva y sus condiciones sociales de uso para la reorganización de ese
medio, y el tercero, al papel de la cultura y las instituciones en la
definición de nuestras formas de relación con la naturaleza.
Este abordaje, en
apariencia sencillo si su objeto de análisis es una comunidad campesina,
plantea singulares problemas cuando se trata es de una región de 22 millones de
kilómetros cuadrados, poblados por unos 600 millones de habitantes, de los
cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas - que incluyen megaciudades como
México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro. Ese espacio alberga, además,
una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos
extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales
marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura, y albergan
enormes reservas de recursos hídricos, minerales, energéticos, forestales, de
biodiversidad y de tierra cultivable, que hacen de nuestra América una frontera
de recursos naturales y servicios ambientales de primer orden en la crisis
global.
En este marco
coinciden, además, una circunstancia perversa y una virtuosa, estrechamente
relacionadas entre sí. La primera corresponde a un proceso sostenido de
crecimiento económico con degradación ambiental y una persistente inequidad
social; la segunda, al vigoroso desarrollo de un pensamiento ambiental nuevo,
vinculado a tres fuentes principales: la tradición de reflexión sobre nuestros
problemas económicos y sociales, en curso desde fines del siglo XVIII; la
presencia de una intelectualidad estrechamente vinculada a la trama cada vez
más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo
y de las periferias urbanas, que despliegan una lucha tenaz en la defensa de
sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano y digno, que
les permita vivir bien.
La historia ecológica
de América se remonta a la formación del istmo de Panamá hace unos cuatro
millones de años, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos
como Norte y Suramérica, separadas de Pangea 200 millones de años antes. Dentro
de ese lapso mayor y esos espacios mayores, nuestra historia ambiental opera a
partir de la presencia humana en el espacio americano, a lo largo de tres
tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso
mayor que nos ocupa.
El primero de esos
tiempos corresponde a la larga duración
de la presencia humana en el espacio americano, que se remonta a entre 30 y
15000 años, en cuyo marco, antes de la Conquista europea del siglo XVI, nuestra
especie conoció un proceso de desarrollo aislado del resto de sus semejantes en
Eurasia y África, que dio lugar a una amplia diversidad de experiencia
culturales, desde las formas más elementales de organización social primitiva
hasta la creación de complejos núcleos civilizatorios en Mesoamérica y el
Altiplano andino. El segundo tiempo, de mediana
duración, corresponde al período de desarrollo integrado con el del resto
de la especie humana, que se inicia con el control europeo del espacio
latinoamericano a partir del siglo XVI. Ese control operó hasta mediados del
siglo XIX a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en
formas de organización económica no capitalistas –como la comuna indígena, el
mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica-, para desintegrarse entre
1750 y 1850, a partir de los conflictos generados por el interés de las
Monarquías española y portuguesa en incrementar la renta colonial de sus
posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en
esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio mediante la Reforma
Liberal, que creó los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir
paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas
sociedades nacionales con su entorno natural.
El tercer tiempo,
finalmente -de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus
consecuencias ambientales-, se extiende entre 1870 – 1970, y corresponde al
proceso de plena integración de la región al moderno mercado mundial. Ese
proceso tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX,
bajo formas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las
explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero
y de mercados protegidos para empresas estatales, hasta desembocar en el
agotamiento de lo que el geógrafo chileno Pedro Cunill llamó ”la ilusión
colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con
extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados”.
Ninguno de estos
procesos se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y
consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente. Así, la interacción entre el tiempo anterior
a la Conquista europea y el tiempo creado por ésta a partir de su vasto impacto
demográfico, social, político – cultural y ambiental, dio lugar a la formación
de cuatro cuatros grandes áreas etnoculturales, de significativa importancia en
la crisis actual.
Una de ellas, ubicada
allí donde la encomienda estuvo, tiene un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la
cultura de los conquistadores como aquellos rasgos de la organización política
prehispánica en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes que facilitaron
la dominación colonial. La importación de esclavos africanos para el desarrollo
de economías de plantación en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño , por
su parte, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos
característicos. Y a estos se agregaron un espacio mestizo de fuerte presencia
europea, en las zonas agroganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de
Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores que sirvieron como zonas de
refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del
control colonial y retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.
La cultura
La crisis que hoy
enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo
natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas
relaciones. Aquí, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la
naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura entre las
visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las
relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural.
Esta contradicción se
expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una
cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales como la lucha de la
civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso,
después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo, y un conjunto de
culturas subordinadas que coinciden en una visión animista del mundo natural, y
se han desarrollado en lucha constante contra aquellas visiones dominantes.
Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de
formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine y Doña Bárbara,
hasta Cien Años de Soledad y La Casa Verde -, la naturaleza figura
como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por
contraste, la cultura popular tiende a encarar las relaciones con la naturaleza
desde un tono de celebración, de gran delicadeza en la música de autores como
el dominicano Juan Luis Guerra, o de comunión con ella en escritores como el
peruano José María Arguedas.
La gran excepción en
este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José
Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo en el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta
de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro
carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad
que expresa. Aun así, la obra de Martí está estrechamente asociada a su diálogo
con la cultura norteamericana de la naturaleza, expresada en autores como Ralph
Waldo Emerson y Walt Whitman, durante su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895.
Al respecto, aquí ha
desempeñado un importante papel el hecho de que las estructuras fundamentales
de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del
siglo XX fueron las correspondientes a la
Contrarreforma y el militarismo español y portugués de los siglos XVI y XVII,
cuyas categorías de intelectuales dominantes fueron las del clero, el ejército
y los letrados vinculados al servicio de la administración estatal y la gran
propiedad terrateniente. Así, durante los siglos XVIII y XIX resalta en nuestra
América la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien
educada, capaz de expresar el interés general de sus sociedades, del tipo de la
que conocieran las sociedades Noratlánticas, y que permitiera a científicos de
extracción modesta como Alfred Russell Wallace actuar por derecho propio como
interlocutores con pares de origen social más elevado, como Charles Darwin.
La moderna
intelectualidad latinoamericana viene a conformarse con la expansión industrial
y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. Para
la década de 1980, su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento
económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la
civilización a través del desarrollo, y expresaba una creciente inquietud por
el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la
ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.
Este proceso de
maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI.
Desde arriba, la región ha conocido un notorio crecimiento de la
institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin
resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y
sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y
campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus
derechos políticos se combina con la de los sectores urbanos medios y pobres
por sus derechos ambientales básicos.
En ese marco, ha ido
tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que,
desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que
Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región. Formada
en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con
los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido
articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, y con
los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y
económico que están en curso en toda la región.
Esta intelectualidad
participa hoy en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la
historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su
producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura
ambiental que surge de la crisis global. Uno de sus voceros más
característicos, el teólogo brasileño Leonardo Boff, ha expresado así la
sustancia fundamental de esa relación:
Hasta el momento
presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la
globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así
obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha
transformado en una pesadilla.[…] Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y
nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra […] para
conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que
sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto
natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores
del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos
ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.
Y añade enseguida la
siguiente enumeración de lo que llama “los derechos de la Madre Tierra”: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra;
a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de
extinción; a una vida pura, “porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir
libre de contaminación y de polución”; al vivir bien de todos los ciudadanos; a
la armonía y al equilibrio con todas las cosas, y el derecho a la conexión con
el Todo del que somos parte.
Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar
La crisis ambiental
hace parte de una circunstancia inédita en el desarrollo del moderno sistema
mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En
nuestra América, esto da lugar a un período de transición en el que emergen
nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones
enteramente nuevas, y emerge una cultura de la naturaleza que combina
reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes
de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad
de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.
Esa cultura toma forma
tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como
en su contraposición a políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a
los intereses de organismos financieros internacionales, y a complejos procesos
de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este proceso de transición, todo el
pasado actúa en todos los momentos del presente, de modo que la legitimidad
técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad
histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso
de creación de opciones de desarrollo de gran vigor y diversidad.
En esta perspectiva, la
dimensión cultural de la crisis no es un mero añadido a sus dimensiones
ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más
acabada de las interacciones entre todas ellas. De esas interacciones aflora ya
en nuestra cultura de la naturaleza una conclusión que puede ser tan
estimulante para unos como inquietante para otros, pero que es ineludible para
todos: que siendo el ambiente el resultado de las interacciones entre la
sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente
distinto es necesario crear sociedades diferentes.
Identificar esa
diferencia, y los modos de ejercerla, es el desafío fundamental que nos plantea
la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del
planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y
opciones de salida que emergen en el ordenamiento socio-ambiental
latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los
términos de la participación de nuestra América en la crisis
ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región,
en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta.
Crecemos con el mundo,
para ayudarlo a cambiar en dirección a la utopía de Boff, que nos define.
No hay comentarios:
Publicar un comentario