La educación ambiental, en efecto, tiene un importante
papel que cumplir en la tarea de dotar a las comunidades del conocimiento
necesario para comprender mucho mejor sus propios entornos, y ganar sobre esos
entornos el control del que hoy carecen.
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
En su momento, el educador ambiental panameño Kleber De
Lora lo expresó con la mayor de las claridades: la educación ambiental, dijo,
es la educación. Y al escucharlo, se oía en el fondo el ruido, pequeño pero
constante, de los guijarros que iban cayendo del muro de la modernidad.
De eso se trata, a fin de cuentas: de que no vivimos en
una época de cambios, en la que se puede añadir lo ambiental como una materia
más a la educación existente, sino en un cambio de épocas, donde la
incorporación de lo ambiental como problema fundamental para el desarrollo de
nuestra especie pone en cuestión a toda la educación que ha contribuido – y
contribuye – a la creación de ese problema.
De la cristiandad acá – o de la Conquista acá, que es lo
mismo si el asunto lo vemos desde nuestra América – hemos vivido otros cambios
de época, y de la educación que había ayudado a crear aquellas épocas. En la
Edad Media, por ejemplo, toda la cultura y buena parte de la vida se organizaba
en torno a los problemas de la salvación del alma, en sociedades que tenían más
fe en la llegada del Juicio Final de la que algunos tienen hoy en la existencia
del cambio climático. En esas sociedades, por lo mismo, toda la educación se
organizaba en torno a la disciplina que se ocupa del problema de la salvación,
que es la teología. Aquella educación, como se recuerda, se estructuró en dos
componentes fundamentales: el trívium – integrado por las ciencias de la
razón: gramática, dialéctica y retórica -, y el quatrivium, que reunía a
las ciencias que hacía uso de la razón así educada: aritmética, geometría,
astronomía y música.
Entre 1450 y 1650 – el siglo XVI “largo” de que hablara
Fernand Braudel -, se produjo un cambio de época, en el que el problema de la
salvación fue desplazado por el de la ganancia como objetivo fundamental de la
existencia y de la vida en sociedad. En el mismo proceso, la teología fue
siendo desplazada de su lugar central en la organización de la cultura por otra
disciplina, la economía, que se ocupa de los problemas de la ganancia a través
de la promoción del crecimiento económico sostenido. Al ocurrir esto, fue la
idea de que se vivía en la naturaleza, como parte de una misma Creación
– y de la observación y reflexión sobre la naturaleza en el intento de
comprender nuestro lugar y nuestras funciones en esa Creación-, fue desplazada
por otra: la de que era justo y necesario vivir de la naturaleza, como
lo era prosperar a cuenta del trabajo de otros seres humanos.
Y en el mismo proceso, también, se produjo una vasta
reorganización de los campos y las formas del saber, que para mediados del
siglo XIX daba lugar a la creación de un trívium positivista, integrado
por las ciencias naturales, las sociales y las Humanidad, que se convirtió
rápidamente en quatrivium con la adición de las ingenierías. A lo largo
de esa reorganización, la naturaleza resultó expulsada de los ámbitos de las
ciencias sociales y las Humanidades, para quedar constreñida al de las ciencias
naturales, donde se la estudiaba para conocerla de un modo que permitirá a las
ingenierías dominarla de manera cada vez más completa y productiva.
Desde sus orígenes, por otra parte, ese proceso ha
tenido lugar a través del diálogo y la interacción entre los ámbitos del Estado
– incluyendo el sistema interestatal -, de la empresa capitalista, y de los
trabajadores intelectuales directa e indirectamente ligados al quehacer educativo.
La comunidad – sea lo que se entienda por tal – nunca ha tenido un papel
relevante en ese diálogo, ni una interacción relevante con ninguna de sus
partes en materia educativa, salvo en lo que hace al derecho de recibir
servicios de la educación así concebida y organizada desde arriba, cuando no
desde afuera, a través de las agencias internacionales de financiamiento del
desarrollo.
El orden mundial que generó para sí ese sistema
educativo es el que está en crisis en el marco del cambio de épocas que atravesamos
hoy. El destino a que nos conduce ese cambio aún es sin duda incierto, pero el
problema fundamental que nos plantea se define con claridad cada vez mayor. Ese
problema es el de la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana, ante
los riesgos evidentes que se derivan de las modalidades de organización de ese
proceso que han sido dominantes del siglo XVI acá, y que ha llegado a extremos
particularmente destructivos en la transición del XX al XXI.
Aquí es necesaria una precisión. Los problemas
ambientales que padece hoy nuestra especie no son de origen natural, sino
cultural. Ellos resultan de las modalidades de relación con el mundo natural
que han caracterizado y caracterizan a las modalidades de desarrollo adoptadas
por nuestra especie del siglo XVI a nuestros días. Esas modalidades, en efecto,
conducen inevitablemente a una combinación de crecimiento económico con
deterioro social y degradación ambiental que alcanza grados extremos en la
crisis actual, sociedad por sociedad, región por región, cada una en sus
propios términos, pero sin excepciones en un sistema mundial que vincula
inexorablemente el destino de todas.
La lección que se deriva de esto no puede ser más
sencilla: siendo el ambiente el resultado de las modalidades de interacción
entre los sistemas sociales y los sistemas naturales que caracterizan a una
determinada época histórica, si deseamos un ambiente distinto debemos crear una
sociedad diferente. Desde esa disyuntiva se definen todo el potencial y todos
los desafíos que encara la educación ambiental en todas sus expresiones.
En efecto, sólo merecerá su nombre en la medida en que
sea una educación para la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana,
organizada a partir de una visión integrada de las relaciones entre los
sistemas sociales y los sistemas naturales, mediante formas de interacción
entre ambos correspondientes al potencial de armonía de cada uno. Pero deberá
ganarse ese derecho actuando en el marco de sistemas educativos que no están
diseñados para cambiar el mundo, sino para conservarlo organizado como está.
Para decirlo con palabras del Papa Francisco, se trata de un conflicto entre el
tiempo que anuncia la educación ambiental, y el espacio que modela la otra
educación.
En una situación así, la idea de vincular la educación
ambiental a los procesos de formación y desarrollo de comunidades humanas –vecinales,
laborales, sociales, culturales– conscientes de sí mismas y del interés general
de sus integrantes, y capaces de ejercerse como interlocutores del Estado y de
las comunidades que expresan los intereses de los sectores dominantes tiene la
mayor importancia. La educación ambiental, en efecto, tiene un importante papel
que cumplir en la tarea de dotar a las comunidades del conocimiento necesario
para comprender mucho mejor sus propios entornos, y ganar sobre esos entornos
el control del que hoy carecen.
Por otra parte, el cumplimiento de esa tarea, desde
adentro y desde abajo, permitirá a la educación ambiental renovarse y forjarse
en el diálogo con los protagonistas de la realidad que ella debe contribuir a
transformar. De ella ha de resultar que se acelere el avance en la creación de
formas nuevas de organización del saber y de la cultura, que sinteticen y
trasciendan lo que el trívium y el quatrivium positivistas
fragmentaron.
En esta labor, los latinoamericanos hemos venido aportes
de importancia cada vez mayor desde fines del siglo XX. La conciencia de la
necesidad de un abordaje interdisciplinario de los problemas de nuestra
realidad, tal como la expresara Rolando García, se traduce en logros de
creciente relevancia en el fomento de campos nuevos del saber como la historia
ambiental, la ecología política y la economía ecológica que, a la luz de los
aportes de Paulo Freire y la Teología de la Liberación, facilitan el encuentro
y el diálogo entre los trabajadores manuales e intelectuales de nuestra
América, que entienden que no hay ya entre nosotros batalla entre la
civilización y la barbarie sino “entre la falsa erudición y la naturaleza”,
como lo advirtiera José Martí en 1891.
Es en el marco de esa batalla, en efecto, donde se
aprecia mejor el vínculo mayor entre la educación ambiental y el contexto de
crisis en que ella encuentra su razón de ser en nuestra América Latina a
comienzos del siglo XXI. En ese vínculo encuentra la educación ambiental,
también, los medios de que dispone para ejercer esa razón, y enriquecerla.
Porque no estamos a fin de cuentas ante un problema técnico, sino ante uno
claramente político, como es el de encontrar los medios y los modos de avanzar
con los cambios de la época, para guiarlos hacia objetivos superiores de
desarrollo humano y alejar y neutralizar los riesgos terribles que esos
cambios, librados a la espontaneidad de la crisis que expresan, pueden plantear
a la sobrevivencia misma de nuestra especie.
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