Guatemala
está atravesada por un sinnúmero de expresiones violentas. En la actualidad, en
muy buena medida a partir de las matrices de opinión generadas por los medios
masivos de comunicación, tiende a identificarse "violencia" con
"delincuencia". Pero la realidad es mucho más compleja que esa
simplificación. Distintas expresiones de la violencia recorren toda la sociedad
como constantes históricas: autoritarismo, impunidad, exclusión de las grandes
mayorías, racismo, machismo.
Desde
Ciudad de Guatemala
La situación actual
La
violencia constituye un problema de salud pública. La Organización Mundial de
la Salud considera que existe una epidemia en términos sanitarios cuando se da
una tasa superior a los 10 homicidios por cada 100.000 habitantes en un período
de un año (OMS, 2002). En Guatemala esa tasa se encuentra en el orden de los 40
homicidios, con un
índice de 13 muertes violentas diarias promedio. De
mantenerse esta tendencia, en los primeros 25 años luego de la firma de los
Acuerdos de Paz en 1996 que pusieron fin a una guerra que, según el Informe de
la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, costó la vida a alrededor de
250.000 personas (CEH, 1998), el número de muertos superará al registrado en
esas casi cuatro décadas de enfrentamiento armado, período en el que el
promedio de muertes diarias era de 10.
"La violencia es una de las
amenazas más urgentes contra la salud y la seguridad pública", afirma el mencionado organismo
técnico de Naciones Unidas. Con estas estadísticas se considera que la
situación en Guatemala está en una condición de gravedad particularmente
sensible y preocupante. Sin ánimos de ser pesimistas ni agoreros, técnicamente
se puede decir que desde el punto de vista de la seguridad y la convivencia
cotidiana, ahora la sociedad está en una situación comparativa que no es
sustancialmente mejor que durante el conflicto armado. Aunque formalmente no
hay guerra, la percepción dominante hace sentir la vida cotidiana como que sí,
efectivamente, se vivieran un clima quasi bélico.
Y si no se está "peor", al
menos la actual explosión de violencia abre inquietantes interrogantes sobre la
sociedad post conflicto que se está construyendo y las perspectivas futuras. En
ese sentido, preocupan altamente dos cuestiones: de hecho, las causas
estructurales que pusieron en marcha ese enfrentamiento interno en la década de
los ‘60 en el siglo pasado no han cambiado, a lo que se suma la pesada carga
dejada por uno de los más sangrientos conflictos internos con características
de "guerra sucia" que vivieron las sociedades latinoamericanas en el
marco de la Guerra Fría, secuelas que han sido muy poco abordadas, lo que
refuerza una cultura de impunidad ya histórica en el país. En ese escenario, la
debilidad estructural del Estado obra como un elemento que, en vez de facilitar
procesos, los complica especialmente.
Hoy día, repitiendo y
superando los índices de violencia que se podían encontrar durante la guerra,
la situación cotidiana nos confronta con nuevas formas de violencia. No hay
enfrentamientos armados entre ejército o fuerzas estatales y movimiento
guerrillero insurgente, pero la situación de inseguridad que se vive a diario,
en zonas urbanas y rurales, comparativamente es más preocupante. Han aparecido
nuevas expresiones de violencia en estos últimos años: además de la tasa
extremadamente alta de homicidios, asistimos a una explosión del crimen
organizado manejando crecientes cuotas de poder económico, y por tanto,
político. Se ven nuevas modalidades, como el surgimiento y crecimiento
imparable de las pandillas juveniles –las "maras"– (que, según
estimaciones serias, manejan por concepto de chantajes y cobros de impuestos
territoriales cantidades millonarias), el auge de los carteles del
narcotráfico, el feminicidio (con un promedio de dos mujeres diarias asesinadas,
muchas veces previa violación sexual), (INE, 2011), las campañas de la mal
llamada "limpieza social", los linchamientos. Complementando esto, es
imprescindible mencionar que, si bien no aparece contantemente en los medios de
comunicación, hay una cantidad de muertes por hambre que supera a los muertos
por hechos violentos, según informes oficiales del Procurador de Derechos
Humanos (PDH, 2011). En estos momentos, según datos de UNICEF (2011), Guatemala
es el segundo país en Latinoamérica y sexto en el mundo en orden a la
desnutrición. Es decir: la violencia homicida asienta en un trasfondo de
pobreza estructural histórica, y un elemento no puede disociarse del otro,
aunque en la vivencia cotidiana –en buena medida manipulada– la criminalidad
delincuencial aparece escandalosamente como el principal
"pandemonio".
Ante esta situación, la
percepción generalizada de la sociedad raya en la desesperación. La violencia
cotidiana ha pasado a ser el tema dominante, desplazando otras preocupaciones
de la población. Contribuye a agigantar esta percepción el continuo bombardeo
de los medios de comunicación, que hacen de la violencia mostrada en términos
sensacionalistas el pan nuestro de cada día. Ya pasó a ser frecuente la
expresión "la delincuencia que nos
tiene de rodillas", con lo que se logra un efecto de desesperación en
la población sin proponer ninguna salida, asimilando así violencia con
delincuencia pero sin tocar las causas estructurales de este fenómeno. En la
conciencia colectiva actual el fenómeno de las "maras", por ejemplo,
tiene más importancia que la pobreza estructural crónica o que la guerra vivida
hace unos años y su reforzamiento de la impunidad como conducta que marca toda
la historia del país. Sin negar los índices alarmantes de violencia delincuencial
que existen, es preocupante que la prensa aborde la violencia sólo en relación
a la comisión de delitos, dejando por fuera otras expresiones tanto o más
nocivas, como la exclusión económico-social, el racismo, el machismo. El
autoritarismo y la impunidad como constantes que recorren todos los ámbitos de
la sociedad y toda la historia del país, no se mencionan, o se mencionan muy
poco y tendenciosamente. El fantasma azuzado de esta forma no hace sino
reforzar un clima de militarización donde la única respuesta posible ante la
epidemia de violencia en marcha es más violencia, más control, más
militarización (ya se han declarado varios estados de excepción y de sitio en
algunos municipios en el interior del país luego de la Firma de la Paz en 1996
para, supuestamente, "combatir" la violencia, y el actual presidente
llegó a su cargo con la promesa de "mano dura").
Se pueden anotar como
causas de la situación actual, de esta "epidemia" de violencias que
se sufre a diario –y que no es solo delincuencia–, un entrecruzamiento de
factores:
-La pobreza
generalizada (51% de la población vive en pobreza, 25% en pobreza extrema) que
cruza toda la sociedad. (PNUD, 2012).
- La desigualdad y
exclusión en la distribución de los recursos económicos, políticos y sociales.
-El legado histórico de
violencia y su consecuente aceptación en la dinámica cotidiana normal (además
de la prolongada guerra interna de casi cuatro décadas, también puede
mencionarse como una constante normalizada: corrupción, dictaduras, elecciones
fraudulentas, violación sistemática a los derechos humanos, marcado racismo,
masculinidad ligada al uso del poder y de la violencia y feminidad ligada a
debilidad e incapacidad).
-Una cultura de
violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y la forma en la que éste se
relaciona con la población: abuso de poder, y al mismo tiempo, ausencia o
debilidad extrema en su función específica.
-El autoritarismo como
constante en las formas de relacionamiento social.
-La impunidad
generalizada, con un sistema de justicia oficial débil o inexistente,
ineficiente en el cumplimiento de su función específica, y una justicia maya
consuetudinaria deslegitimada por el discurso oficial (en
general, según diversas encuestas, la población no confía en la Policía
Nacional Civil ni en el Poder Judicial, y de hecho el mismo Ministerio Público
reconoce que la gran mayoría de ilícitos denunciados nunca llega a sentencia).
-Una incontenible
proliferación de armas de fuego (estudios recientes indican que existen en la
actualidad más personas armadas que durante los años del conflicto armado
interno; por 100 dólares se puede conseguir en el mercado negro un
fusil-ametralladora automático con parque de municiones).
-Una marcada
militarización de la cultura ciudadana (con una cantidad desconocida de
empresas de seguridad privada, muchas de ellas trabajando sin las
correspondientes autorizaciones de ley, la mayoría de las cuales exige a sus
empleados haber prestado servicio militar, sextuplicándose así la cantidad de
agentes de la fuerza policial pública), a lo que se suma una generalizada
paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por todas
partes, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes y
alambradas, puestos de control.
-Silencio y falta de información
sobre los efectos de la violencia, y en particular, desconocimiento de la
historia y de las raíces violentas que marcan la sociedad (el Informe
"Guatemala: memoria del silencio", de la Comisión para el
Esclarecimiento Histórico, fue muy poco apropiado por el colectivo social dado
que no hubo un política pública de reconocimiento de las atrocidades de la
guerra ni una recuperación de esa memoria histórica con el consecuente
afrontamiento de sus secuelas a través de estrategias orgánicas de Estado).
-Una acentuada cultura
de silencio, producto de la ineficiencia del sistema de justicia y también
herencia del conflicto armado recientemente vivido, todo lo cual predispone
para no presentar denuncias, no decir nada, dejar pasar, aguantar. Y en el peor
de los casos, tomar justicia por mano propia (de ahí, junto a otros
determinantes, la proliferación de los linchamientos que se viene dando desde
la firma de la paz). (UNESCO/FLACSO, 2004).
La impunidad se reafirma día a
día, desde todos los ámbitos. Para muestra elocuente, lo que acaba de suceder
con el juicio realizado contra el principal militar comprometido con la guerra
vivida: el general José Efraín Ríos Montt. Después de innumerables pruebas
presentadas en su contra, un tribunal lo sentenció como culpable por delitos de
lesa humanidad a 80 años inconmutables de prisión, pero los factores de poder
respondieron inmediatamente y, tras presiones políticas, el anciano militar
quedó libre. Esa impunidad es ya una constante asimilada como normal en todo tipo
de relaciones.
Todas las causas arriba
mencionadas interactúan entre sí. Las condiciones cotidianas de vida son
angustiantes; si bien la democracia política reinante permite una mayor cuota
de libertad en relación a lo vivido durante la pasada guerra, la población vive
cautiva de este clima de inseguridad, atemorizada, "de rodillas", tal
como lo repite machaconamente la prensa. A lo que se suma el costo económico
que todo ello trae aparejado.
"Para
el año 2005 ese costo económico ascendió a un 7.3% del PBI. Tal cifra es
altamente significativa, en tanto corresponde a más del doble del valor de los
daños que causó al país la Tormenta Stan en octubre del año 2005. (…) Cada año la violencia cobra a la sociedad altas cantidades de recursos
en servicios de salud, pérdida de capital social, costos legales, ausentismo
laboral, inversión en seguridad privada así como productividad perdida",
nos hace saber un informe del PNUD del
2006.[2]
Una historia de
violencia
"Naturalmente vagos y
viciosos, melancólicos, cobardes, y en general gentes embusteras y holgazanas.
Sus matrimonios no son sacramento, sino un sacrilegio. Son idólatras,
libidinosos y sodomitas. Su principal deseo es comer, beber, adorar ídolos
paganos y cometer obscenidades bestiales. ¿Qué puede esperarse de una gente
cuyos cráneos son tan gruesos y duros que los españoles tiene que tener cuidado
en la lucha de no golpearlos en la cabeza para que sus espadas no se emboten?,
decía
Fernández de Oviedo[3],
cronista de la colonia española en su "Historia general y natural de Las
Indias", refiriéndose a la población maya originaria de estas tierras. El
racismo ha signado la historia de Guatemala desde la misma llegada de los
conquistadores europeos, y al día de hoy es la matriz que sigue enmarcando las
relaciones sociales.
"Con perfecto derecho los españoles imperan
sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en
prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como
niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta
diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas.
¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el
quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los
han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres
humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo. Por muchas causas, pues
y muy graves, están obligados estos bárbaros a recibir el imperio de los
españoles (...)
y a ellos ha de serles todavía más provechoso que a los españoles (...)
y si rehúsan nuestro imperio podrán ser compelidos por las armas a aceptarle, y
será esta guerra, como antes hemos declarado con autoridad de grandes filósofos
y teólogos, justa por ley natural. La primera [razón de la justicia de esta
guerra de conquista] es que siendo por naturaleza bárbaros, incultos e
inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes,
poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas
utilidades, magnas comodidades, siendo además cosa justa por derecho natural
que la materia obedezca a la forma",
pudo
decir en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda[4]
sin el menor remordimiento. Esa matriz
secular de discriminación y violencia recorre toda la historia del país y marca
a fuego las relaciones sociales. El Estado no ha hecho sino ratificar esa
situación, con un silencio cómplice muchas veces, o con políticas públicas
concretas que refuerzan las exclusiones y la violencia.
Hasta
1944, año en que comienza la primera y única experiencia de modificación de la
situación socioeconómica de Guatemala con la "primavera democrática"
que por entonces se vivió por espacio de apenas una década, las fincas se
vendían con "indios incluidos".
El fenómeno de la
violencia actual tiene causas múltiples e históricas; lo que estalló con la
guerra que comienza en 1960 no es sino la expresión de algo que hoy sigue
presente, y que viene desde siglos atrás. Pero la situación de Guatemala hoy,
2013, con su epidemia de violencia y esa historia de casi 250.000 muertos en la
guerra interna en estos últimos años más todo el dolor que eso trae como
secuela, va más allá de ese conflicto puntual. "La
historia inmediata no es suficiente para explicar el enfrentamiento
armado", concluye la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico.
"La concentración del poder
económico y político, el carácter racista y discriminatorio de la sociedad
frente a la mayoría de la población que es indígena, y la exclusión económica y
social de grandes sectores empobrecidos –mayas y ladinos– se han expresado en
el analfabetismo y la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas
de la nación".[5]
La
violencia es mucho más que delincuencia, sea robo de automóviles, de viviendas,
atracos en la vía pública o secuestros extorsivos. La violencia es la matriz
histórica en que se viene desenvolviendo la sociedad guatemalteca desde hace
cinco siglos.
La
violencia tiene innumerables caras. Junto al racismo histórico del que hablábamos,
valga decir que recién en el año 2006, 10 años después de firmada la paz firme
y duradera, fue derogada la normativa legal que exoneraba de responsabilidad
penal a los violadores que se casaran con su víctima, siempre y cuando ésta
fuera mayor de 12 años. Y un virtual "derecho de pernada" aún
persiste en el actuar de más de un finquero en las zonas rurales, mientras que
no es infrecuente que la empleada doméstica en zonas urbanas (en general
muchachas indígenas) resulten embarazadas de los varones de la casa, obviamente
sin consentimiento. El machismo como constante atraviesa la historia de la
sociedad; el feminicidio al que se asiste hoy día no es sino un recordatorio de
esta cultura patriarcal. Se asiste a un clima general en el sistema de justicia
penal de falta de respeto por la dignidad de los sobrevivientes de violencia y
de sus familiares que buscan justicia. El prejuicio dominante que asienta en
buena parte de la sociedad, en varones y también en mujeres, es que esas
mujeres asesinadas "se lo buscaron". Es decir: todo coincide para que
la violencia, en vez de ir desapareciendo, se perpetúe. Se ha perdido la
capacidad de indignación. La calamidad que trae consigo la violencia ha pasado
a ser natural, normal, asimilada como cotidiana.
El autoritarismo, otra
forma de violencia, es una constante cultural; cuando un subordinado, o
simplemente una persona, es interpelado/a por otra, es frecuente que responda
"mande" por querer decir: "lo escucho". La idea de
disciplina se valora especialmente, incluso más que otra virtud. Un colegio es
"bueno" si tiene "disciplina férrea" (no importa tanto la
excelencia académica). Así, la época de la dictadura de Jorge Ubico, en las
décadas del 30 y del 40 del siglo XX, es presentada en cierto imaginario social
como edad dorada, porque "ahí no había delincuencia" (se fusilaba a
los delincuentes). Autoritarismo que va de la mano, siempre, de impunidad. El
que manda tiene el derecho inexorable de mandar. Un niño debe callarse ante un
mayor y una mujer ante un varón. Y hasta no hace muchos años, un indígena ante
un no-indígena. No está de más recordar que Guatemala es uno de los dos únicos
países de América Latina (junto con Cuba, y en este país, por otros motivos)
que tiene normada la pena de muerte (momentáneamente en suspenso). Es
importante destacar también que mayoritariamente la población reclama y
justifica su aplicación.
La impunidad marca
todas las relaciones sociales. Un conductor de un vehículo puede atravesar un
semáforo en rojo y sabe que muy probablemente no tendrá sanción, lo mismo que
un chofer de transporte público que atropella a un peatón y escapa del lugar
del accidente sin ninguna consecuencia. Del mismo modo, se puede evadir el pago
de impuestos al fisco, y muy probablemente no habrá sanción (la recaudación
fiscal representa apenas el 12.8% del Producto Bruto Interno, lo cual nos da
una idea de por qué el Estado es un aparato tan débil e ineficiente) (CEPAL,
2013); desaparecen 10 millones de dólares en el Congreso de modo
"misterioso" –como sucedió unos años atrás a partir de una sospechosa
operación bursátil en la banca off shore–
y ningún diputado pierde el sueño porque está seguro que no habrá sanción por
el hecho; ningún responsable del genocidio vivido décadas atrás, con más de 600
aldeas campesinas indígenas masacradas debidamente documentadas por testigos
presenciales y exhumaciones de cementerios clandestinos como prueba, ha sido
llevado a una corte de justicia, hasta la reciente condena del general Ríos
Montt, luego excarcelado de inmediato; prácticamente ningún homicidio de los
tantos que se cometen a diario es castigado; un varón puede agredir con mucha
tranquilidad a su pareja porque sabe que pocas veces una mujer maltratada se
atreve a presentar denuncia policial, y si la presenta, muy pocas veces esa
denuncia termina en una investigación con fallo judicial condenatorio;
cualquier industria puede verter productos tóxicos en fuentes de agua o
deforestar cubiertas boscosas porque, en general, no habrá castigo (la
corrupción de los agentes del Estado es ya histórica); los jueces muchas veces
no condenan porque reciben prebendas de los criminales o porque son amenazados
por los mismos, y optan por el silencio. Es decir: en la totalidad de las
relaciones sociales está fuertemente arraigada la cultura de la impunidad. Las
leyes existen, pero en los papeles. El Estado brilla por su ausencia en su
aplicación. En Guatemala, se dice frecuentemente, existe más gobierno que
Estado.
Se
podría llegar a pensar, incluso, que la guerra contrainsurgente que vivió la
nación en décadas pasadas, al mismo tiempo que se desarrollaban otros
enfrentamientos similares en prácticamente toda Latinoamérica en el marco de la
doctrina de Seguridad Nacional en plena Guerra Fría y combate al
"comunismo internacional", en Guatemala alcanzó este nivel de
ferocidad –por lejos el más encarnizado de todo el continente– por una historia
previa de exclusión, autoritarismo y verticalidad con características únicas en
toda la región que pudieron permitir esa crueldad. Los profundos niveles de
explotación económica históricos son producto de los abusos –de los que también
hacen parte el racismo, la cultura machista, el autoritarismo y la impunidad–
hondamente enraizados en la sociedad. Si la marginación económico-social y la
represión fabulosas que se vivieron en Guatemala desde siempre, reforzada más
aún en estos años de guerra, no están tan visibilizados en el mundo como otros
procesos políticos recientes (las dictaduras del cono sur del continente, por
ejemplo, donde la lucha contra la impunidad dio mayores resultados), ello se
debe al peso específico del país en el concierto internacional. Los 3.000
muertos en las torres gemelas de New York producto de los avionazos
holywoodenses, o la dictadura de Pinochet en Chile, por mencionar solo algunos
ejemplos, son ya íconos de la barbarie de nuestro mundo; la explotación
histórica en condiciones de semi-esclavitud de las fincas guatemaltecas, el
patriarcado ancestral o el cuarto de millón de muertos, la gran mayoría
producto de las campañas de tierra arrasada con 667 comunidades rurales
masacradas y la sistemática desaparición de personas recientemente sufridos,
dado que suceden en un "país bananero", casi no cuentan. Fuera de
Guatemala, todo esto es casi desconocido. Lo que finalmente se repite sobre
esta sociedad, a modo de síntesis, es que "es muy violenta" y que
"la delincuencia es dueña y señora". Pero eso es demasiado poco para
avanzar en la solución. Si efectivamente se vive una "cultura de violencia
generalizada" (un adolescente hijo de un diplomático escandinavo que pasó
unos meses de vacaciones en Guatemala visitando a su padre, habiéndose
mimetizado con la cotidianeidad local luego de ese corto período, de regreso en
su país fue enviando a un psicólogo porque se lo encontraba demasiado
"desadaptado"), eso tiene raíces históricas y culturales que, así
como se formaron, también se pueden erradicar. Turistas extranjeros pueden
verse atravesando un semáforo en rojo cuando andan en bicicleta o conduciendo
un vehículo, actos arbitrarios que probablemente no practicarían en sus países
de origen. El clima reinante invita a la impunidad.
¿No se puede o no se
quiere terminar con esta epidemia de violencia?
La violencia es un
problema social generalizado que afecta al colectivo, a la totalidad de la
población. Todas las formas de la violencia (no sólo la vivida durante el
conflicto armado pasado) son un problema de carácter público donde tanto el
Estado como la sociedad civil tienen grados de responsabilidad para buscar
salidas. Por ello las soluciones deben darse igualmente en planteos globales
donde la institucionalidad del Estado, así como la cultura del día a día del
colectivo, juegan un papel clave. Entre las causas de las violencias hay un
entrecruzamiento de lógicas, de ámbitos: la violencia estructural que mantiene
las diferencias socioeconómicas –que es, ella misma, una matriz violenta
fundamental– sirve a la vez como caldo de cultivo para el mantenimiento de una
población desesperada. Y de allí es posible que puedan salir más hechos violentos.
La impunidad y el autoritarismo históricos son, a su vez, causa de una cultura
de violencia que se extiende por todos los estratos y que el reciente conflicto
armado vino a entronizar. A su vez, el mantenimiento de altos niveles de
violencia delincuencial es un fenómeno que tiene que ver con la pobreza y que
sectores interesados pueden aprovechar. En definitiva: el clima de violencia
actual es un entrecruzamiento de causas. Lo curioso es que, aunque todo ello se
sepa –hay ya innumerables estudios serios al respecto–, ninguna de ellas se
ataca con toda la energía que la situación demanda.
El ejercicio de cualquier forma de violencia es siempre la
expresión de una relación de poder. Por ello, al abordar la persistencia de la
cultura de violencia que no cesa (y al indicar los posibles pasos para
afrontarla), se estará tocando el ámbito mismo de los poderes, de su dinámica y
enraizamiento, de su ejercicio efectivo. Dado que la violencia se mantiene, o
se acrecienta, ello permite ver que las actitudes autoritarias heredadas de la
recién finalizada guerra interna persisten en la forma del comportamiento
violento "normal" de la
vida cotidiana del ciudadano común guatemalteco. Se deben ver en forma crítica las relaciones de poder
establecidas en el seno de la sociedad, poderes entre sectores económicos,
entre géneros, entre etnias, entre adultos y jóvenes. Entrecruzamientos que, en
definitiva, son los que explican por qué se da la violencia, y eventualmente,
indican qué hacer para buscarle caminos alternativos a la situación creada.
Con el fin del
conflicto armado –más por una coyuntura internacional desfavorable al
movimiento insurgente que llevó a esa salida (caída del campo socialista) que
por un proceso de negociación en igualdad de condiciones con el gobierno de
turno–, desde el Estado y desde la sociedad civil se emprendieron numerosas
iniciativas para reparar y transformar las secuelas del enfrentamiento y la
cultura violenta que dejaron décadas de militarización. Pero ahora, a los ya
casi 18 años de firmados los Acuerdos de Paz, la violencia no decrece, y todos
esos fenómenos antes mencionadas constituyen la cotidianeidad común. Como se
dijo, incluso, en términos epidemiológicos la situación no solo no mejora sino
que empeora. ¿Por qué? ¿Algo se está haciendo mal en los programas que intentan
sembrar una nueva cultura de paz? ¿Es más difícil de lo que se pensaba
transformar pautas de comportamiento social? ¿Acaso la sociedad guatemalteca
está fatalmente condenada a vivir en un clima de violencia aceptado como la
cruda normalidad? ¿No hay remedio contra el machismo, el racismo, la
corrupción, el relacionamiento violento e irrespetuoso entre la gente, la
pobreza? ¿O hay sectores que favorecen la perpetuación de este clima de
violencia? En todo caso, habría que enfocar por allí las respuestas, y no
pensar que se trate de un presunto "masoquismo" de base.
Algunos de los
encargados de hacer funcionar el Estado represivo que se generó durante las
décadas de guerra, han reconvertido su trabajo hoy y siguen manejando cuotas de
poder, en algunos casos desde las sombras de esa estructura estatal, habiéndose
hecho cargo de negocios ilegales –muy rentables por cierto– con los mismos
criterios de militarización y secretividad de años atrás. El Estado sigue
siendo débil y continúa permeado por intereses sectoriales que se mueven con
características mafiosas. Algunos sectores continúan gozando de un clima de
impunidad generalizado, creado durante la pasada guerra y nunca desarticulado,
lo cual alimenta y refuerza la cultura de violencia actual. Si los acuerdos de
paz firmados en 1996 se visualizaban como una opción clave para combatir el
clima de violencia e impunidad históricos, el cumplimiento lento y parcial que
han tenido ("Recuerdos de Paz"
hay quien así les llama sarcásticamente) deriva entonces en el mantenimiento de
condiciones que alimentan un negativo clima de violencia general, con
mantenimiento de la impunidad, que afecta la convivencia social, haciendo que
aparezcan índices superiores a los vividos durante la guerra.
Ahora bien: si todo lo que ocurre en la actualidad lo ligamos inmediatamente
a la guerra interna reciente depositando las dinámicas contemporáneas en el
ejército como los "malos de la película", se corre el riesgo de
invisibilizar a otros actores del conflicto armado, los verdaderos beneficiados
de "la lucha contra el comunismo": los poderosos grupos tradicionales
que no perdieron un ápice de poder y que hoy continúan siendo los más
favorecidos de la sociedad. Los militares fueron el brazo ejecutor en esta
guerra político-ideológica. En todo caso, como producto de la guerra, algunos
de esos sectores castrenses pasaron a conformar hoy un grupo económico ligado a
nuevos negocios "pocos transparentes" (Impunity Watch, 2012). Las
diferencias socio-económicas de la sociedad guatemalteca no se originaron con
la guerra ni con la intervención del ejército; únicamente profundizó la herida
entre ricos y pobres, entre afortunados y excluidos, entre el que sabe y no
sabe.
Con limitaciones presupuestarias quizá, sin toda la voluntad
política necesaria en algunos casos, con deficiencias conceptuales o técnicas
en otros, lo cierto es que con posterioridad a la firma de los Acuerdos de Paz,
se han venido desarrollando muchos proyectos e iniciativas que buscaban
afianzar un clima de paz y de concordia luego de 36 años de sufrimiento, que
apuntaban a reparar las profundas heridas psicosociales dejadas por ese
cataclismo. Si ahora se hace un balance objetivo de cómo está la situación al
respecto, puede apreciarse que esos nuevos valores de tolerancia y sana
convivencia no han logrado consolidarse. Por el contrario, lo que tenemos es
una epidemia generalizada de violencias. A ello se suma que la agenda para la
paz paulatinamente comienza a dejar de ser prioridad, o ya dejó de serlo, tanto
en la planificación del Estado como en la comunidad internacional que apoyó y
dio seguimiento al proceso pacificador. La agenda institucional por la paz se
va esfumando, pero no así la violencia concreta en el día a día. Formalmente se
vive en democracia; o, al menos, hace años que se repiten las elecciones de
autoridades a través del voto popular periódico. Pero ello, importantísimo sin
dudas, no termina de solucionar los problemas de la vida cotidiana. Se asiste,
en todo caso, a una democracia formal, raquítica en buena medida. El Estado
sigue estando en déficit con la sociedad civil.
Los esfuerzos destinados a la consolidación de una nueva
conciencia de tolerancia y de cultura de paz realizados desde el ámbito de la
educación formal incidieron relativamente poco. Vale decir que aún un 25 % de
la población no llega siquiera al nivel primario (PNUD: 2012). Por otro lado,
los medios masivos de comunicación, cada vez más determinantes en la creación
de marcos culturales en las sociedades modernas, juegan un papel fundamental en
la generación de valores ideológicos. Quizá, en este largo decenio y medio
transcurrido luego del fin de la guerra interna, no pusieron todo su potencial
en la construcción de esa nueva actitud a la que se aspiraba; o más aún,
jugaron en contra de la consolidación de una cultura de paz con mensajes que
fomentan estereotipos violentos y discriminatorios, promoviendo así –a
sabiendas quizá, o incluso sin buscarlo deliberadamente– un clima de violencia
que no pareciera bajar.
Mientras
tanto, la violencia sigue. Pero no solo la ola delincuencial; continúa –y quizá
ahí está el núcleo del problema– la pobreza estructural, la crónica exclusión
de grandes mayorías, el autoritarismo y la impunidad. Los robos cotidianos, los
asesinatos y las "maras" parecieran tener a toda la población
paralizada, desarticulada, aterrorizada. Van apareciendo nuevas modalidades de
violencia, que no hacen sino reforzar el clima de terror cotidiano: asesinato
extorsivo de conductores de transporte urbano, balaceras continuas en sus
unidades, extorsiones a pequeños negocios, secuestros express (de un día, instantáneos), feminicidio, desmembramiento con
saña de las víctimas, linchamientos, aumento del crimen organizado y de la
narcoactividad.
Ahora bien: en un estudio de
UNESCO, FLACSO y la Universidad de San Carlos del año 2005 se concluye que, a pesar de todos los problemas citados, "esta 'ola imparable' no es tan imparable", ya que argumentan:
"Algo
es posible hacer ante la "epidemia" en juego, más que seguir
militarizando la cultura y la cotidianeidad, poniendo alambradas electrificadas
y llenándonos de guardias armados. Como primeros pasos algunos han puesto
delante la lucha contra la impunidad para enfrentar este mal". [6]
Durante los largos años del
conflicto armado
"el
terror de Estado (…) tuvo el objetivo
de intimidar y callar al conjunto de la sociedad. (…) El miedo, el silencio, la apatía y la falta de interés en la esfera de
participación política son algunas de las secuelas más importantes que
resultaron (…) y suponen un obstáculo
para la intervención activa de toda la ciudadanía en la construcción de la
democracia", [7]
concluía la Comisión para el Esclarecimiento Histórico luego de estudiar los
mecanismos íntimos de la guerra. Esa misma estrategia pareciera seguir estando
presente hoy. Ya no hay desapariciones forzadas de personas ni campañas de
tierra arrasada, pero hay una marea delincuencial que produce similar miedo y
silencio. Ahí están las "maras" como nuevo demonio invadiendo todo,
los asaltos en una unidad de transporte público, el asesinato de un transeúnte
para quitarle un teléfono celular o un anillo…, situaciones que, sin dudas,
"nos tienen de rodilla".
Pero al adentrarse en el estudio
de las actuales formas de violencia son más las dudas que se abren que las
respuestas que se encuentran.
Es muy significativo que, en el discurso
que se ha impuesto cotidianamente, la "violencia" haya quedado ligada
casi exclusivamente a "la delincuencia". Esta existe, sin dudas, y
las tasas de homicidio son un hecho –ahí están los 13 cadáveres diarios–
(ODHAG, 2012). Sin embargo, eso constituye solo una parte del problema. Sin
criminalizar la pobreza, es importante no olvidar que las situaciones extremas,
más aún en las áreas urbanas, la desesperación a que ello conduce, es un caldo
de cultivo para el fomento de la marginalidad y la transgresión. Las ciudades
de Guatemala, en especial la capital, se expandieron con las migraciones
masivas durante el conflicto armado y con el terremoto de 1976. Por otro lado,
el éxodo continuo desde el área rural a la urbana de población que escapa de la
miseria crónica, crea masas poblacionales desesperadas y vulnerables. Sus
jóvenes, casi siempre con mínimo grado de preparación académica, en algunos
casos provenientes de familias desintegradas, a veces con padres alcohólicos o
que viajaron como migrantes ilegales a Estados Unidos y nunca regresaron, sin
mayores oportunidades a futuro, constituyen en muchas ocasiones los
transgresores, focos posibles para ser atraídos, reclutados, cooptados por el
crimen organizado para la comisión de actos delincuenciales. La cuestión no es
reprimir al joven pandillero ni al joven transgresor sino empezar a
desarticular los circuitos que posibilitan esas situaciones sociales. Si no se
desarticula la pobreza de base –junto a la impunidad reinante– es imposible
pensar en desarticular la "epidemia" delincuencial. Dijo alguna vez
el presidente de Brasil, Ignacio Lula da Silva, que "es más barato invertir en un aula que en una cárcel", es
más productivo invertir en educación que promover la represión y el castigo. Es
ahí donde el Estado debe jugar un papel crucial, tal como lo dictan las Metas
del Milenio de Naciones Unidas en relación a la educación primaria universal
para todos los ciudadanos sin distinción.
Mientras tanto, los sectores que
manejan sus cuotas de poder desde las sombras ligados a negocios ilícitos
(contrabando, narcotráfico), en muchos casos desde el mismo aparato de Estado,
se benefician/necesitan este clima de zozobra. Las "maras" –población
juvenil pobre que no supera los 25 años de edad– son, muchas veces, la mano de
obra ejecutora de esos poderes ocultos.
Decíamos que, al adentrarse en la
investigación de esta compleja problemática de la violencia que asola
Guatemala, surgen muchos interrogantes sin respuesta: es cierto que hay armas
por todos lados, descontroladamente. Pero, ¿por qué? ¿Quién controla eso?, o
más aún: ¿hay quien desea que eso sea así? ¿Cómo entender que un jovencito de
15 años pueda cargar granadas de fragmentación, o que cualquier persona pueda
comprar en el mercado negro un arma de guerra con gran facilidad? ¿Quién provee
todo ese arsenal? ¿Hay alguna agenda tras eso? ¿Quién la fija, y para qué?
¿Dónde van a parar los millones de quetzales que recaudan las maras anualmente?
¿Son esos jóvenes tatuados y estigmatizados de los barrios marginales –esos
mismos que, al mismo tiempo, también aparecen asesinados con tiro de gracia en
la cabeza sin posterior investigación que establezca responsabilidades hacia
sus victimarios– los que manejan y se benefician de esa nada despreciable suma
de dinero? De todo lo anterior, ni el Estado ni la sociedad civil tienen
respuestas concretas. Una pregunta que surge entre los ciudadanos es si el
Estado será capaz de poder vencer el "flagelo" de las maras y de la
explosión de violencia imparable que asola al país.
Pero no todo está perdido
La sensación dominante es que la
violencia nos avasalla, "nos tiene de rodillas". Pero no todo está
perdido. Datos estadísticos nos
indican que:
"Con
mil 909 muertes registradas en todo el país por el Ministerio Público (MP) y
seis mil 25, según el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF)
ocurridas en el 2012, es difícil creer que exista algún lugar en Guatemala
donde los homicidios sean algo inusual". [8]
Ahora bien: observando el mapa de la violencia
homicida, puede verse que en los lugares donde se vivió lo más cruento de la
guerra, de composición maya básicamente, los índices de criminalidad son
considerablemente más bajos que en otros puntos del país.
"Son
96 los municipios que durante los últimos seis meses han estado libres de
muertes violentas, según el Observatorio 24-0 implementado por el Ministerio de
Gobernación, mediante el Viceministerio de Prevención del Delito". [9]
De acuerdo con las estadísticas de ese Ministerio, del
INACIF y del Ministerio Público, los departamentos del Altiplano (básicamente
de composición indígena, y principal teatro de operaciones bélicas durante el
conflicto armado) son los que menos índice de homicidios registran. Sololá, San
Marcos, Huehuetenango, Tonoticapán, Quiché y Baja Verapaz son los departamentos
con la mayor parte de municipios sin crímenes. De los 18 municipios de Sololá,
en 14 no se ha registrado ninguna muerte violenta en los últimos 6 meses. Según
sus autoridades la organización comunitaria y la transmisión de valores de
solidaridad espontánea entre la gente son considerados factores que contribuyen
a la baja de homicidios en sus municipios.
La clave de ese comportamiento social está en la
participación de los Alcaldes o de las autoridades que han trabajado de la mano
con la población en la prevención de hechos violentos. Es decir, pese a lo
dañado por la guerra, siguen existiendo y siendo muy funcionales los vínculos
comunitarios, las redes sociales de base que ofician como gran contenedor de
los problemas del día a día. En otros términos: los mecanismos preventivos
juegan un papel clave
Estos últimos años se
habló de transformar la cultura de violencia hacia una cultura de paz. Eso, en
sí mismo, está muy bien, es loable. Pero es irrealizable si no cambian al mismo
tiempo las estructuras sociales en que se apoya la violencia: la pobreza, la
exclusión social, la ignorancia. Tal como lo expresara una dirigente maya
hablando de la actual democracia guatemalteca: "Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca
tuvimos tanta hambre como ahora". El Estado es un instrumento clave en
esa empresa. Luego de años de prédica neoliberal y achicamiento de los aparatos
de Estado vía privatizaciones, se ve la importancia decisiva de contar con
políticas públicas sostenidas para enfrentar los grandes problemas sociales.
Para muestra, un botón: en Guatemala hay alrededor de 22,000 agentes de la
Policía Nacional Civil contra más de 150,000 de las agencias privadas de
seguridad (ODHAG, 2012). Más allá de constituir un buen negocio para los
propietarios de esas empresas y fomentar un paranoico clima de militarización,
lejos está de garantizar la seguridad ciudadana. La paz y la convivencia
democrática no se consiguen a base de armas y casas amuralladas. Todo lo
contrario: se consigue con mejores condiciones de vida, con el involucramiento
de las poblaciones en sus problemas cotidianos, con democracia genuina. En eso
el Estado debe jugar un papel determinante y efectivo.
Mientras siga
existiendo gente excluida y con hambre, seguirá la violencia y será imposible
hablar con seriedad de resolución pacífica de conflictos porque –como dijo
alguien mordazmente– es muy probable que, hambrientos, nos terminemos comiendo
la palomita de la paz.
Viendo las anteriores
experiencias de estos municipios del Altiplano, puede deducirse que
efectivamente hay mucho por hacer, que "no todo está perdido" sino
que la auténtica organización comunitaria puede servir como elemento de
prevención de la violencia. La violencia no se puede abordar con más violencia.
En ese sentido, el Estado debe nutrirse de estas experiencias ya vigentes para
generar planes de prevención comunitaria de la misma, las cuales se han demostrado
efectivas. Tomando el ejemplo de esas iniciativas locales, debe promover la
prevención a nivel nacional, porque tal como dice el Artículo 2° de la
Constitución Política de la República de Guatemala: "Es deber del Estado garantizarle a los habitantes de la República
la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo
integral de la persona".[10]
Sabiendo de la
dificultad de aportar "soluciones" en el ámbito siempre problemático
y complejo de la salud mental de una población; sabiendo que más modestamente
podemos plantear algunas alternativas, el no perder de vista esta perspectiva
multicausal e histórica de las violencias puede servirnos quizá no para
"resolver", sino para mantener la llama siempre viva de la esperanza,
de los sueños por un mundo menos infernal, por no dejar nunca de abrirnos
cuestionamientos radicales, que a la larga pueden ser emancipadores.
* Psicólogo y Licenciado en Filosofía De origen
argentino, vive en Guatemala desde hace alrededor de 18 años. Catedrático universitario,
investigador social y psicoanalista.
Bibliografía
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América Latina y el Caribe. (2012). "Perspectivas
económicas de América Latina 2013". http://segib.org/actividades/files/2012/11/LEO_2013.pdf OCDE/SEPAL.
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NOTAS:
[1] Trabajo
aparecido originalmente en la Revista Análisis de la Realidad Nacional, N° 44, del
IPNUSAC (Universidad de San Carlos de Guatemala).
[2] PNUD. (2006) "El
costo económico de la violencia en Guatemala", (dirigido por Edgar
Balsells Conde). Guatemala: PNUD
[3] Fernández de Oviedo, F.
"Historia general y natural de Las Indias", en Garavito, M.
"(2004).
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social". Guatemala: UNESCO/FLACSO".
[4] Ginés de Sepúlveda, J. "De
la justa causa de la guerra contra los indios", citado por Enrique Dussel en "1942, el encubrimiento del otro". Madrid, 1993. Editorial Nueva Utopía.
[5] CEH, ídem. Conclusiones
y Recomendaciones, pág. 7.
[6] UNESCO/FLACSO/USAC.
(2005) "Las violencias en Guatemala: realidades y perspectivas".
Guatemala: UNESCO/FLACSO.
[7] CEH, ídem. Pág. 8.
[9] Ídem.
[10] Corte de
Constitucionalidad. (1999). Constitución Política de la República de Guatemala.
Guatemala: CC.
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