Más que ser víctimas
del robo de banderas por parte del comunismo, como argumenta el Papa Francisco, lo cierto es que el
cristianismo monopolizado por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana –en
tanto institución al servicio de intereses y pasiones humanas-, y convertido
así en religión imperial de Occidente, desde hace muchos siglos renunció a la
pobreza para abrazarse al poder político y económico del reino de este mundo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El Papa Francisco dio polémicas declaraciones en una entrevista a la prensa italiana. |
Como líder religioso, y
como arrasadora figura mediática, ninguna declaración del Papa Francisco pasa
inadvertida: sea por su tono crítico –inusual en la jerarquía católica-, sus
posiciones más o menos controversiales, o por su deliberado empeño en
transformar la imagen de una institución anquilosada y desprestigiada. Pero, en
este esfuerzo, el obispo de Roma también entra en contradicciones, propias del
choque entre una realidad indefendible, la de las injusticias sociales, y la
doble moral del discurso y las acciones que, históricamente, ha desplegado la
Iglesia Católica.
Algo de esto fue lo que
quedó en evidencia en una entrevista publicada por el diario italiano Il Messaggero, el pasado fin de semana, en la que el Papa, por
un lado, condenó la decadencia política, los escándalos éticos relacionados con
la economía y la corrupción como fenómenos y problemas globales; y por el otro
lado, reivindicó para la Iglesia Católica y el cristianismo las banderas de
lucha contra la pobreza y por la justicia social. Y justamente allí tuvo su
desliz, pues aseguró que “los comunistas
nos han robado la bandera. La bandera de los pobres es cristiana. Los
comunistas dicen que todo esto (por la pobreza) es algo comunista. Sí, claro,
¡cómo no! Pero veinte siglos después (de la escritura del Evangelio). Cuando
ellos hablan nosotros podríamos decirles: ¡Pero si son cristianos!” (Página12, 30-06-2014).
El Papa Francisco
respondía así a la pregunta del periodista italiano que le interpelaba sobre
los adjetivos -nada inocentes- con los que algunos sectores lo caracterizan, y
que incluyen las etiquetas de populista, comunista, pauperista y, en el extremo de la ignorancia o la mala fe, hasta de
leninista, como lo acusó la revista británica The Economist.
Que la pobreza
–material y del espíritu- está en el centro del Evangelio y de la experiencia
de las primeras comunidades cristianas, es un hecho irrebatible. Que muchos
cristianos intentan vivir el mensaje de Jesús de Nazareth y ser consecuentes
hasta el final, es igualmente incuestionable. Pero concluir que de aquel hecho
fundacional y de las convicciones personales que animan a los creyentes se
deriva un compromiso radical del cristianismo universal por acabar con la
pobreza y las condiciones de explotación de los seres humanos, o una práctica
congruente con las enseñanzas evangélicas por parte de la misma Iglesia
Católica –como podría interpretarse de las palabras del pontífice-, es una afirmación osada, casi
del tamaño de sus palacios y sus tesoros, que difícilmente resistiría el
ejercicio de la crítica rigurosa.
Más que ser víctimas
del robo de banderas por parte del comunismo, como argumenta
el Papa Francisco, lo cierto es que el cristianismo monopolizado por la Iglesia
Católica, Apostólica y Romana –en tanto institución al servicio de intereses y
pasiones humanas-, y convertido así en religión imperial de Occidente, desde
hace muchos siglos renunció a la pobreza para abrazarse al poder político y
económico del reino de este mundo.
Si bien el pensamiento
cristiano sobre la cuestión social, desarrollado desde finales del siglo XIX y
plasmado en varias encíclicas papales, fue una respuesta a la opresión de los
ricos sobre los pobres que ya rebasaba los límites de control del statu quo, así como al amplio movimiento
de los trabajadores y los pueblos que intentaba subvertir el orden forjado en
las calderas de la revolución industrial y del capitalismo, al final terminó
por revelarse limitado cuando la urgencia y la profundidad de las transformaciones
sociales tocaron la base de un complejo sistema de privilegios, entroncado con
los sistemas económico y productivo, y de una cultura ya especializada en
justificarlos.
En América Latina, esto
fue particularmente doloroso y los ejemplos abundan a lo largo de nuestra
historia, y particularmente en el siglo XX, con los testimonios de vida de los
Camilo Torres, Rutilio Grande, Oscar Arnulfo Romero, Camilo Torres, Helder
Camara, Enrique Angelelli o Carlos Mujica: aquí, en nuestra América, mientras los pobres adquirían
conciencia de las condiciones de su explotación, y se organizaban para luchar
por su dignidad y sus derechos,
acompañados por hombres y mujeres cristianos, a veces bajo las banderas
del comunismo, y a veces bajo las del más puro anhelo de liberación, buena
parte de la jerarquía católica miraba hacia otra parte, pactaba con militares,
oligarquías y corporaciones, y por muy paradójico que resulte, cambiaba su
primogenitura por un plato de lentejas.
Un poeta cubano,
católico y revolucionario, Cintio Vitier, lo tenía muy claro: en nuestras tierras,
donde la espada y la cruz se metamorfosearon en balanza, “pero no en balanza al servicio de la justicia / sino de la injusticia
y la maldad”, las bienaventuranzas de los pobres terminaron “por ser utilizadas cínicamente por los
ricos: / si es tan bueno ser pobre, si tu reino no es de este mundo, / sigue
trabajando para mí, para tu paraíso”.
¿Banderas robadas,
entonces? De ninguna manera: los estandartes de las mejores causas, cuando
verdaderamente se ha luchado por ellos, nunca se abandonan: se asumen, se
defienden y se consagran en cada acto de la vida.
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