La cultura del consumismo frenético solo obedece a la lógica del valor
de cambio, casi nunca al criterio de cubrir necesidades reales del ser humano.
Por eso los límites naturales de un planeta en riesgo por la contaminación
ambiental, el cambio climático, la degradación de los suelos, la disminución
del agua dulce o el derretimiento del permafrost, poco importan si ponen en
peligro, la rentabilidad o las ganancias del mercado.
Pedro
Rivera Ramos* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Uno de los principales rasgos del sistema capitalista en su fase neoliberal, ha sido su intento de
imponerle a todo el mundo un paradigma de civilización, ajeno por completo al
bien común, la cooperación y la solidaridad; pero sí más proclive a la
sustentación de una progresiva enajenación humana, al desequilibrio social, a
la desmesura en el consumo y el gasto y al hedonismo más insensato. Para ello
el sistema se ha valido dentro de sus principales mecanismos de hegemonía y
dominación con los que cuenta, de una hirsuta globalización cultural que
pretende homogeneizarlo todo: desde los gustos por la moda, la música, la
gastronomía, el lenguaje, los ídolos y las formas de vida; que luego pretende
presentarlos como símbolos y valores universales, subordinados, claro está, a
la infaltable racionalidad mercantil.
Esa gigantesca y peligrosa operación de verdadera aculturación que
tiene lugar en estos momentos y que no todos perciben por su obnubilación al
Dios del mercado y del consumo irracional, se viene sustentando en dos pilares
fundamentales: una educación cada vez más mercantilizada y desprovista casi por
completo de su papel emancipador y un aparato propagandístico que tiene en los
principales medios de comunicación, su fuente principal. Este modelo de
estandarización cultural de toda la sociedad, va dirigido entre otras cosas, a
que se calque a nivel planetario, esa apoteosis de banalización y de
fetichización de las mercancías, a través de sus llamadas industrias culturales
y creativas, siempre dispuestas a reforzar los patrones de desenfreno en el
consumo y a gestionar la cultura, no como un derecho humano elemental, sino
como un recurso económico más.
De modo que los códigos culturales predominantes o hegemónicos, están
siendo los encargados de transmitir a las personas una visión transnacional del
mundo y de la vida, donde se deconstruyen identidades culturales específicas;
se borran fronteras nacionales; se desfiguran culturas, legados y memorias
históricas; se trastocan idiosincrasias; se pierde la categoría de ciudadano y
aparece triunfante, la del consumidor omnipresente. Es aquí donde solo se es,
mientras más se acumulan y se poseen objetos y bienes materiales. Ese modelo
cultural capitalista que confía haberse universalizado por el mundo, es a todas
luces, inviable en el tiempo, ya que su
sostenimiento solo es posible, poniendo en peligro inminente a toda la vida
sobre el planeta.
La cultura del consumismo frenético solo obedece a la lógica del valor
de cambio, casi nunca al criterio de cubrir necesidades reales del ser humano.
Por eso los límites naturales de un planeta en riesgo por la contaminación
ambiental, el cambio climático, la degradación de los suelos, la disminución
del agua dulce o el derretimiento del permafrost, poco importan si ponen en
peligro, la rentabilidad o las ganancias del mercado.
Es por eso que cada vez resulta más claro, que la batalla crucial por
recuperar y conservar los auténticos valores y principios humanos, y con ello,
sentar las bases de una profunda transformación social, política, económica y
ética, se viene librando y se debe librar en el terreno cultural. Es en ese
campo donde la lucha contra la implacable lógica de funcionamiento del capital
y el proceso de deshumanización que le es concomitante, se encuentra el
verdadero frente desde el cual debemos iniciar la reconversión de nuestras
matrices culturales y sociales, de las que somos todos tributarios. “Precisamente
el principal error que se cometió por las llamadas izquierdas del siglo XX fue
divorciarse de la cultura”, expresó Armando Hart Dávalos en su libro
“Ética, Cultura y Política”.
La cultura dominante del capitalismo en esta fase neoliberal
excesivamente cargada de frivolidad, hedonismo y no poca devastación de los
recursos naturales y para la cual, el bienestar y la felicidad solo son
posibles gracias a un mercado que dicta los consumos culturales de las
personas; así como sus gustos, sensibilidades, visión estética y angustias
personales, exige que repensemos el mundo y busquemos a través de esa cultura
que a decir de Pogolotti, sea en momentos difíciles, “ancla, asidero de
gravitación y arraigo”, la llama necesaria y urgente que nos permita ir construyendo un proceso
contracultural, de dimensiones también universales.
Porque contrario a lo que muchos pueden pensar, la cultura del consumo
no persigue en lo absoluto, interacción, diálogo y respeto con prácticas y
costumbres culturales de otros pueblos; es en realidad un proyecto consciente
de desvalorización de las culturas nacionales por una parte, y por la otra, de
homogeneización de los patrones de
referencia en cuanto a los gustos, modos y estilos de vida. Para ello se han
apoderado casi por completo de todos los mensajes, símbolos, contenidos e
imágenes, que se difunden en todo el orbe a través de las tecnologías de la
información y de la comunicación. La inspiración de los pueblos que tienen en
sus valores sagrados y patrimoniales, en su autoestima colectiva, el
catalizador para el impulso de sus proyectos nacionales y patrióticos, es
sensiblemente perjudicada por esta verdadera recolonización cultural, que
inmoviliza a la mayor parte de los ciudadanos.
De allí la importancia decisiva que tiene el trabajo cultural para
recuperar y promover en nuestras sociedades, los valores y tradiciones que nos
identifican, y hacen que nos reconozcamos en nuestras peculiaridades
identitarias. Para asumir esa descolonización cultural que nos han impuesto y
alcanzar nuestra verdadera liberación individual y colectiva, reconciliándonos
asimismo con nuestras raíces auténticas, es imprescindible, en consecuencia,
que la cultura --esa que es
compatible con nuestra idiosincrasia y nuestro sentido de pertenencia-- ocupe
la centralidad justificada que le corresponde. Para ello, compromiso,
responsabilidad y conducta ética hacia la naturaleza de la que formamos parte,
deberán formar la unidad dialéctica que la vida y la Tierra reclaman con
urgencia.
* El autor panameño, ingeniero agrónomo y trabaja en la Universidad de
Panamá en la Vicerrectoría de Asuntos Estudiantiles.
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