Después de varios años de boicot a
PEMEX, tal y como se hace usualmente en todos aquellos países en donde existen
fuertes instituciones nacionales en sectores clave que son apetecidos por el
capital transnacional, y en aras de la “modernización” del sector, un Peña
Nieto sonriente y satisfecho echó atrás lo que seguramente es uno de los
bastiones más importantes de la identidad mexicana del siglo XX.
Rafael
Cuevas Molina / AUNA-Costa Rica
Peña Nieto (al centro) en el acto de promulgación de las leyes de la reforma energética en México. |
La Revolución Mexicana de 1910-1917
sacudió a toda América Latina, y se convirtió en un referente mundial de
movimiento nacionalista con fuerte componente antiimperialista. Gestó uno de
los más poderosos movimientos culturales y de pensamiento, y durante toda la
primera mitad del siglo XX iluminó como un faro movimientos agrarios,
nacionalistas, artísticos y filosóficos.
En la década del 30, Lázaro Cárdenas
tomó la bandera de algunas de sus corrientes más progresistas, realizó una
reforma agraria, completo la nacionalización de la red ferroviaria, recibió a
exiliados de la República Española y nacionalizó el petróleo.
Estas medidas no fueron tomadas sin
oposición interna y externa. La Gran Bretaña, por ejemplo, uno de los
principales inversores y propietarios de vastos campos petrolíferos, rompió
relaciones diplomáticas con México.
En el México del siglo XX no todo fue
miel sobre hojuelas. Desde el principio, la Revolución había conocido múltiples
tendencias y, pasado el tiempo, cuando se fue institucionalizando, no siempre
prevalecieron las más progresistas.
Mantuvo siempre, sin embargo, una
actitud vigilante y hasta desconfiada hacia su vecino del Norte, y muchas veces
tuvo posiciones dignas y encomiables a contrapelo de sus designios.
Seguramente, una de las más relevantes desde el punto de vista político fue el
no haber roto relaciones diplomáticas con Cuba después de la Revolución de
1959, cuando los Estados Unidos promovieron que todo el resto de países
latinoamericanos lo hicieran.
En esas circunstancias, el petróleo
nacionalizado se convirtió en un estandarte de ese México digno que, a pesar de
estar tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, mantenía una
identidad propia contra viento y marea.
Todo eso cambió radicalmente a partir de
la dé cada de los 80, cuando se inició la aplicación de las reformas de corte neoliberal, las
cuales conocieron su certificación de permanencia y profundización con el
Tratado de Libre Comercio de América del Norte que entró en vigencia el primero
en enero de 1994.
De ahí en más, México se ha ido
transformando, paulatinamente, en un agregado segundón de la economía
norteamericana, mientras se profundizan sus seculares problemas de pobreza y
desigualdad. La falta de oportunidades ha llevado a que se intensifique, como
nunca antes, la migración hacia los Estados Unidos, el abandono de la
agricultura tradicional y el desvaimiento de la identidad nacional, otrora
fuerte y poderosa.
La guinda en el pastel de esta situación
la pone, esta semana, la firma por parte del presidente Enrique Peña Nieto, de
la ley que abre a los capitales extranjeros el petróleo mexicano.
Después de varios años de boicot a
PEMEX, tal y como se hace usualmente en todos aquellos países en donde existen
fuertes instituciones nacionales en sectores clave que son apetecidos por el
capital transnacional, y en aras de la “modernización” del sector, un Peña
Nieto sonriente y satisfecho echó atrás lo que seguramente es uno de los
bastiones más importantes de la identidad mexicana del siglo XX.
Tal y como él lo remarcara, entra así
México al siglo XXI. Pero no entra por las razones que el señor presidente
mexicano esgrimió, las de la modernización, la eficiencia y la riqueza, sino
porque entra en el círculo de los atenazados por el capital voraz que, en el
ciclo que actualmente vive, se encuentra devastando hasta las últimas esquinas
del planeta en busca de energía.
Pobre México, tan lejos de Dios.
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