Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
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Ya se ha dicho hasta la saciedad que la utopía murió. Se asocia su defenestramiento con el derrumbe del socialismo soviético que dejó atónita a la izquierda mundial durante los años 90. Fue el decenio en el que el neoliberalismo avanzó rampante por Latinoamérica, cuando Carlitos Menem hacía de las suyas en la Argentina y desde un camión gritaba “síganme” y privatizaba el petróleo, la energía eléctrica, los ferrocarriles y la distribución del agua. El tiempo en el que en Bolivia hubo un presidente, don Gonzalo Sánchez de Lozada, que hablaba el español igual a un turista gringo de esos que visitan el Titicaca. Cuando en Venezuela el señor Rafael Caldera intentaba ponerle algún remiendo al sistema que se desmoronaba rápidamente a partir del Caracazo de 1989.
En ese tiempo la utopía quedó medio escondida y lo que privaba en los que siempre la enarbolaron era el desánimo, un amargo sentimiento de derrota ineluctable que se asemejaba en mucho a una negra noche.
Hubo quienes, derrotados en su fuero interno, buscaron un lugarcito caliente que los cobijara bajo la sombra del poder. Era tal el desánimo que no tuvieron arrestos para, por lo menos, mantenerse dignamente al margen de lo que siempre habían considerado criticable y sancionable. Otros, decepcionados, se volvieron cínicos y sacaron a relucir un “sálvese quien pueda” que los llevó a aquello que el cantautor Víctor Jara, en el lejano Chile de los 70, llamaba no ser ni chicha ni limonada.
Los que perseveraron no lo hicieron, necesariamente, porque tuvieran claro el derrotero. A decir verdad, lo que generalmente privó fue la convicción de que la sociedad debía ser cambiada en alguna dirección que la hiciera menos injusta.
Y entonces empezó a resurgir la utopía, pero esta vez no desde los libros y los manuales sino desde la gente, que no sabía tampoco muy bien lo que quería pero sí lo que no quería. En América Latina, la gente tuvo la fuerza para botar presidentes y remover legislaturas, pero no sabía o no tenía la fuerza para sustituir a los que echaba. En Ecuador y Bolivia, por ejemplo, subían y bajaban presidentes. Unos, como el guayaquileño Abdalá Bucaram, a falta de ideas bailaban el mambo en los proscenios.
Pero después, ya cuando el siglo XX llegaba a su fin, las cosas parecieron ir encontrando su rumbo y una nueva utopía, esta vez con sello latinoamericano, empezó a perfilarse lentamente, como un sol en un nuevo amanecer.
En Bolivia han ido surgiendo ideas que estaban ahí desde hacía mucho tiempo, desde siempre, pero que vivían soterradas bajo el peso de la discriminación y la marginación que las consideraban “cosas de indios”, con toda la carga peyorativa que tiene esta expresión. Estas “cosas de indios”, sin embargo, han mostrado una tremenda actualidad, una estrecha vinculación con los problemas que la crisis civilizatoria en la que estamos nos ha planteado. A este pensamiento que surge desde las raíces primigenias de Nuestra América se le ha llamado pachamamismo, por el lugar central que ocupa la “madre tierra” en su ideario.
El pachamamismo perfila la nueva utopía latinoamericana, como también ayuda a dibujarla la idea, que cada vez circula y se enraíza más, de la necesidad de que la democracia sea participativa, que involucre a los más en toda la cosa social. Porto Alegre, en Brasil, fue de las primeras experiencias importantes en este sentido, con la puesta en práctica de su presupuesto participativo, pero luego la idea tomó distintos perfiles en diferentes lugares y fue tomando vuelo con colores variados en función de lo que cada lugar necesita y puede hacer.
En Brasil también está Curitiba, ciudad que pasó de ser un desastre ambiental a un modelo de lo que se puede hacer en este sentido si hay verdadera voluntad y trabajo colectivo. Y está Cuba, y sus esfuerzos en educación, en salud, en el deporte, en la solidaridad para con los pobres y los desvalidos en el mundo. Hay otro país, pequeño, que abolió el ejército desde hace 60 años y sobrevive bien sin él y se alegra de no tenerlo desangrándole el erario.
¿No hay, pues, elementos para una utopía latinoamericana? ¿No forma parte todo eso de nuestro sueño de un mundo mejor?
Los utópicos, los soñadores tienen hoy razones para sonreír porque los años de la desesperanza han quedado atrás. Hoy, la utopía resplandece nuevamente y nos sirve para lo que siempre ha servido: para caminar.
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