Rafael Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
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Si en algo tuvo razón el señor Francis Fukuyama es que la historia humana puede llegar a su fin. No de la forma como él nos la pintó, es decir, con el establecimiento absoluto del sistema capitalista sin contrincante, marchando triunfante hacia el futuro con el mercado como regulador exacto, sino en el sentido de que la sociedad puede llegar a un límite que no pueda sobrepasar, que estaría dado por el deterioro del medio ambiente a tal punto que haría imposible la vida humana en el planeta Tierra.
Esta visión puede haber sonado apocalíptica hace tan solo unos cuantos años, cuando no solo la conciencia sobre la impronta humana sobre su medio ambiente, sino también las señales que éste daba, no eran tan evidentes como ahora. Pero cada vez es más claro que algo muy grande está empezando a desencadenarse, que no somos capaces de enfrentarlo ni dominarlo y que nos afecta de forma cada vez más contundente: inundaciones, fríos glaciares y olas de calor sofocante, lluvias torrenciales, deslaves colosales se han transformado en pan de todos los días.
Lo dijo José Mujica, presidente del Uruguay en la III Cumbre Mundial de Regiones sobre el Cambio Climático el año pasado: “El hombre no tiene fuerzas para eliminar la vida. La vida es más fuerte que el hombre. Pero el hombre puede hacer barbaridades capaces de eliminar su propia vida como especie. Eso empieza a estar en nuestras manos y el grito es salvar al mundo para salvarnos a nosotros mismos.” El mismo Mujica declaró, más recientemente, que era más fácil administrar la crisis medioambiental que tratar de llegar a acuerdos en el que las grandes potencias cumplieran con las medidas necesarias para evitar el cambio climático.
La “lógica” de la ganancia a toda costa, que no ve más allá de sus narices, es la que prevalece en el mundo contemporáneo. Esta “lógica” es la que ha obtenido la más rotunda victoria de nuestros días: la de imponer como natural la cultura del consumo, una cultura que no vacila en esquilmar el planeta con tal de transformar en mercancía cuanto toca.
El modo de vida asociado a la sociedad de consumo es insostenible. Es la antípoda del tipo de comunidad humana a la que debemos aspirar para el futuro. Con ella no vamos a ninguna parte. En las circunstancias actuales, cuando su naturalización no permite que se vislumbren alternativas viables, pensar en una sociedad humana viviendo en armonía con el medio ambiente y distribuyendo equitativamente la riqueza entre sus miembros es una verdadera utopía.
La utopía de nuestros días se alimenta de nuevos elementos que surgen de la vivencia de la crisis múltiple del capitalismo contemporáneo. Viendo lo que éste provoca podemos saber lo que no queremos y bosquejar el mundo del futuro. Las crisis energética, alimenticia, financiera, del medio ambiente; pero también la crisis ética, moral y cultural de nuestro tiempo nos llama a imaginar y trabajar por otro mundo basado en una lógica diferente.
Por el momento, todo esto queda en el plano de la utopía. La mayoría sonreirá socarronamente al escuchar nuestro predicamento. La crisis no ha llegado al nivel de hacer insoportable la vida actual, y todavía se vislumbran caminos que, aunque engañosamente, ofrecen alternativas y esperanzas. Aún se puede respirar aire puro, subirse a un automóvil y recorrer 100 o 200 kilómetros para ir a una playa, ver un atardecer espléndido en el verano y oír cantar a los pájaros por la mañana. ¿En dónde está, pues, el fin del mundo? ¿En dónde el fin de la vida humana? Todo parece tan lejano que es casi imposible asustarse y comprometerse con la fuerza del que debe salvar la vida. Es posible, incluso, que todo no sea otra cosa que gritos desaforados de los inadaptados de siempre, amparados en predicciones de “científicos” que solo buscan más dinero para sus investigaciones.
Ojalá que no sea demasiado tarde cuando nos demos cuenta de que no era mentira.
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