Como decía el sociólogo francés Pierre Bourdieu, hay que romper con el “imperialismo ideológico” que sigue encorsetando al pensamiento creativo latinoamericano, y avanzar hacia formas nuevas de organización social acordes con nuestro propio entorno cultural y nuestras propias necesidades.
La década progresista para América Latina llama Raúl Zibechi a los primeros diez años del siglo XXI[1]. En efecto, no cabe duda que, como nunca antes, los latinoamericanos hemos asistido, en estos últimos años, a la configuración de búsquedas autóctonas de desarrollo que intentan no seguir al pie de la letra los dictados provenientes de Washington o de los organismos financieros internacionales (que para el caso son lo mismo).
Para efectos analíticos, el mismo Zibechi decanta tres escenarios, el de la superación de la dominación estadounidense, el del capitalismo y el del desarrollo, a partir de los cuales se podría evaluar los logros alcanzados.
Considera el uruguayo que ha sido en el primero de los escenarios antes mencionados en donde se ha avanzado más. En efecto, si algo ha quedado patente en estos años es que los Estados Unidos de América ya no pueden pasearse por América Latina con la misma prepotencia e impunidad a la que estuvieron acostumbrados. Es nuestro parecer que, en una relación de doble vía, por un lado los regímenes nacionalistas de corte popular, que hoy nos autorizarían a hablar de una “década progresista”, han puesto un coto al proyecto norteamericano en la región pero, por otro lado, también ellos han sido posibles, entre otras razones, porque como bien apunta George Soros, Estados Unidos se han enfrentado con “una rápida pérdida de poder e influencia” económica y política en el mundo[2]. Seguramente el punto de inflexión en este sentido estuvo marcado por la derrota del proyecto del ALCA en Buenos Aires en el año 2005, en donde la presencia multitudinaria de los movimientos sociales y de los mismos Fidel Castro y Hugo Chávez (que protagonizaron sendos mítines populares, emotivos y multitudinarios) marcaron el signo de los tiempos.
Más difícil la han tenido estos regímenes progresistas con sus intentos de superar el modelo de desarrollo heredado, el neoliberalismo, de cuya aplicación a rajatabla son, en muy buena medida, también producto. Como apunta Carlos Velásquez Carrillo para el caso de El Salvador, a pesar de todos los esfuerzos realizados, los proyectos progresistas se siguen moviendo, en muy buena medida, dentro del proyecto “oligárquico”: “La oligarquía actual no mira al FMLN como un enemigo acérrimo -dice-, sino más bien como un componente que funciona dentro del sistema y al que se puede dosificar.”[3]
En esta cuestión se ha centrado buena parte de la discusión en torno a estos regímenes característicos de la década en cuestión: ¿hasta dónde han llegado realmente como alternativa, como propuesta distinta al modelo de desarrollo neoliberal, más allá de las declaraciones y las políticas asistencialistas?
Seguramente, de la forma como se dé solución a esta problemática dependerá el futuro de estos proyectos. Ya el movimiento bolivariano en Venezuela ha puesto las barbas en remojo, se ha dado cuenta que detenerse es morir y ha pisado el acelerador en el proceso de radicalización. Las reformas constitucionales de Bolivia y Ecuador también apuntan en este sentido y, en Uruguay, las discusiones en el seno del Frente Amplio tienen la misma intencionalidad.
Como decía el sociólogo francés Pierre Bourdieu, hay que romper con el “imperialismo ideológico” que sigue encorsetando al pensamiento creativo latinoamericano, y avanzar hacia formas nuevas de organización social acordes con nuestro propio entorno cultural y nuestras propias necesidades. Digámoslo con las palabras del español José Luis Sanpedro: “Vivimos una época en la que sobran decibelios y estrépito; faltan gentes e ideas que iluminen.”[4]
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