La paz que en este siglo XXI todavían reclaman con urgencia los pueblos centroamericanos va más allá de la ausencia de conflictos armados formales: exige la construcción de una nueva cultura del diálogo, el bien común, la solidaridad y la inclusion, la civilidad y la realización plena de los seres humanos, que supere de una vez por todas la cultura de la violencia.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: Farabundo Martí, asesinado en la matanza de 1932)
La paz es una aspiración de larga data para los centroamericanos. Precisamente, por estos días El Salvador recuerda –y celebra, a su manera- los 19 años de la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec (16 de enero de 1992), que pusieron fin al conflicto armado entre los movimientos guerrilleros populares revolucionarios, agrupados en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, y un ejército “nacional” adiestrado y adoctrinado por los Estados Unidos en sus políticas de seguridad y contrainsurgencia.
La guerra civil fue el resultado sangriento –estimado en más de 70 mil muertos- de una larga crisis en todos los órdenes, desde lo politico y económico, hasta lo étnico y cultural, que dejaba al descubierto las profundas contradicciones y exclusiones de la construcción del Estado liberal-oligárquico y la “nacionalidad” salvadoreña.
El Informe de la Comisión de la Verdad que investigó las violaciones flagrantes a los derechos humanos en este conflicto, señaló que la sociedad salvadoreña había alcanzado el paroxismo de la locura[1].
Tratándose de un proceso histórico, los orígenes de esa locura deben rastrearse mucho antes del inicio de la guerra de los 12 años. Un momento determinante, sin duda, lo marca la matanza de Izalco de 1932: el etnocidio perpetrado entre enero y febrero de ese año por el ejército salvadoreño y las “guardias cívicas” (embrionarios escuadrones de la muerte, contratados por los terratenientes) contra más de 30 mil trabajadores, militantes y dirigentes comunistas (entre ellos, Farabundo Martí), y campesinos predominantemente indígenas, sublevados en los departamentos de Sonsonate y Ahuachapán (suroccidente del país), tras la anulación de las elecciones de diputados y alcaldes en las que el Partido Comunista había obtenido importantes triunfos.
En su poemario Las historias prohibidas del pulgarcito, Roque Dalton escribió una de las aproximaciones más precisas y ricas en su carga simbólica, y en su dolor contenido, sobre la matanza de Izalco. Dijo el poeta: “Todos nacimos medio muertos en 1932 / sobrevivimos pero medio vivos / cada uno con una cuenta de treinta mil muertos enteros / que se puso a engordar sus intereses sus réditos / y que hoy alcanza para untar de muerte / a los que siguen naciendo / medio muertos / medio vivos”[2].
Desde una perspectiva histórica y literaria, Eduardo Galeano retrató así el ajuste de cuentas que estaba implícito en los principales hechos de la matanza: “Estalla el pueblo el mismo día que estalla el volcán Izalco. Mientras corre la lava hirviente por las laderas y las nubes de ceniza cubren el cielo, los campesinos rojos asaltan cuarteles a machete limpio en Izalco, Nahuizalco, Tacuba, Juayúa y otros pueblos. Por tres días ocupan el poder los primeros soviets de América. Por tres días. Y tres meses dura la matanza. Farabundo Martí y otros dirigentes comunistas caen ante pelotones de fusilamiento. Los soldados matan a golpes al jefe indio José Feliciano Ama, cabeza de la rebelión en Izalco; después ahorcan el cadáver de Ama en la plaza principal y obligan a los niños de las escuelas a presenciar el espectáculo”.[3]
En las entrañas de ese crimen de Estado, celebrado por la oligarquía racista salvadoreña, y de países vecinos como Guatemala, y tutelado por el imperialismo, como lo demuestran las investigaciones de Rafael Lara Martínez y Pablo González Casanova, es posible hallar el germen de problemáticas que solo al cabo del tiempo alcanzarían sus contornos definitivos en El Salvador y el resto del área.
En efecto, la década de 1930 es clave para comprender la cultura del poder en Centroamérica: a partir de la matanza de Izalco, y con el ejemplo irrefutable del potencial liberador de la lucha popular, como lo demostró Augusto César Sandino contra la ocupación estadounidense de Nicaragua, las oligarquías y élites gobernantes reaccionaron de muy diversas maneras para garantizar la defensa del status quo. Para ello, no dudaron en recurrir a un repertorio represivo que se nutrió, por décadas, de la persecución y fusilamiento de dirigentes sindicales, políticos y estudiantes; las tiranías y la democracia de baja intensidad; la proscripcion de partidos de izquierda y el recurso de los golpes de Estado; el clientelismo y la corrupción pública y privada; así como la fragmentación social y la segregación cultural: todas estas acciones articuladas como ejes fundamentales de la dominacion.
Episodios de este tipo se sucederán desde entonces en nuestros países. Incluso, en el período de paz, democracia y estabilidad que prometían inaugurar los acuerdos de paz. El golpe de Estado ocurrido en Honduras en junio de 2009, la creciente militarización de la región, siguiendo las nuevas líneas estratégicas de Washington, y el renacimiento de un anticomunismo que se lanza a la cacería o invención de nuevos demonios, comprueban que esa cultura del poder permanece latente y al acecho en Centroamérica.
La paz que en este siglo XXI todavían reclaman con urgencia los pueblos centroamericanos va más allá de la ausencia de conflictos armados formales: exige la construcción de una nueva cultura del diálogo, el bien común, la solidaridad y la inclusion, la civilidad y la realización plena de los seres humanos, que supere de una vez por todas la cultura de la violencia, el autoritarismo, el racismo –confeso o encubierto- y el clientelismo político característicos del ejercicio del poder en nuestra region.
NOTAS
[1] Comisión de la Verdad. De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad. San José, CR: Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones. 1993. P. 29
2 Roque Dalton. Antología mínima (selección de Luis Melgar Brizuela). San José, CR: EDUCA. 1998. Pp. 162-163.
[3] Eduardo Galeano. Memoria del fuego. El siglo del viento. México, DF: Siglo XXI Editores, 2000. P. 110.
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