El presente texto que
entregamos de manera exclusiva a las y lectores latinoamericanos constituye la
presentación escrita para el libro “Bolivia Hoy: ¿Una democracia poscolonial o
anticolonial? Seis estudios y una bibliografía seleccionada, 1990-2016”.
Ediciones Escaparte, Santiago de Chile, 2017.
Juan Carlos Gómez Leyton* /
Especial para Con Nuestra América
Desde
Santiago de Chile
“…de vez en cuando la
historia se revela inexorable
y errática,
atemorizadora y
fascinante”. Octavio Innani, 2003.
I.
Uno de los procesos
sociales, políticos e históricos más relevante e intensos de las últimas décadas
en América Latina y el Caribe lo constituyen, sin lugar a dudas, la
construcción histórica, política y, tal vez, teórica de una nueva forma de
Estado, de Nación y de Democracia en la región. Estas nuevas construcciones
históricas, jurídicas y políticas se levantan como alternativas a las matrices
eurocéntricas impuestas y heredadas durante los últimos dos siglos. Las formas
que emergen han sido pensadas e imaginadas por las fuerzas sociales y políticas
vinculadas a los sectores subalternos y populares que se identifican, de manera
amplia y plural, con los movimientos, organizaciones sociales y políticas,
partidos políticos progresistas y/o de izquierdas como, también, con el
pensamiento social y político elaborado por los pueblos, organizaciones e
intelectuales que participan del movimiento indígena originario
latinoamericano.
Este es un proceso
político en marcha y en construcción cuyas expresiones más adelantadas se
encuentran en las sociedades venezolana, boliviana y ecuatoriana. Se trata, al
mismo tiempo, de un proceso conflictivo y complejo de carácter subversivo y
revolucionario que integra simultáneamente la praxis teórica y la praxis
histórica-política contingente. Una praxis dual signada tanto por la
deconstrucción crítica y la creación y construcción innovadora y
transformadora. En una dialéctica constante y continua a lo largo del tiempo,
durante el cual las agujas tanto del velocímetro como del reloj se agitan
nerviosamente marcando con distintas velocidades, ritmos y tiempos de la
existencia social e histórica de hombres, mujeres, niños y niñas como también
de las estructuras. Estructuras y sujetos se han imbricados en un complejo
proceso de cambios donde lo nuevo se confunde con lo ancestral y lo ancestral
se confunde con lo viejo y con lo nuevo. El cruce de las temporalidades es
total. La historia esta revuelta, agitada y convulsionada, tal como lo anuncia
el epígrafe que abre esta presentación, es fascinante.
Hace un poco menos de
dos décadas (1998-2016) que -en las nombradas sociedades- el cambio social,
político y la transformación cultural y contra-hegemónica, en clave
emancipadora, domina la acción histórica, social y política de las y los
sujetos comunes como de los actores sociales y políticos estratégicos. Se trata
sociedades en movimiento. Cuyo norte sería la construcción de una nueva
realidad social, política, económica y cultural, o sea, se trata de levantar y
establecer una nueva sociedad integrando lo de ayer, lo de hoy y lo de mañana.
Ese el desafío político e histórico mayor. Teniendo como ejes centrales del
cambio renovadas concepciones políticas e ideológicas de las formas de Estado,
de Nación como de la Democracia. Estas nuevas concepciones políticas son
producto de la reflexión epistemológica e histórica de las y los de “abajo”, o
sea, de las y los excluidos, de las y los marginados, de las y los explotados,
de las y los que siempre fueron vistos y nombrados, pero nunca incluidos y,
permanentemente, negados; en otras palabras, de aquellos que, desde la llegada
de los europeos, en el siglo XVI, fueron condenados en su propia tierra.
Dominados, subalternos, marginados y excluidos, desde finales de la década de
los años ochenta del siglo XX, se pusieron de pie y gritaron con toda su fuerza
histórica acumulada en 500 años de dominación: ¡Basta! Ha llegado el tiempo y
el momento para cambiar, el presente y el futuro. A la rebelión de los de los
eternos excluidos, los pueblos originarios, se unieron los diversos grupos
sociales subalternos y marginados por el nuevo padrón de acumulación y de
dominación capitalista neoliberal, inaugurando en la década de los noventa del
siglo XX, una nueva fase de lucha en contra del capital y por la democracia
social. Iniciando un nuevo ciclo de luchas sociales en la región. Los tres
procesos de cambio histórico-político más notables de este ciclo que lo
constituyen la revolución bolivariana, en Venezuela; la revolución
democrático-cultural en Bolivia; y la revolución ciudadana en el Ecuador, luego
de 18, 16 y 14 años respectivamente, las tres se mantienen en “proceso”.
Ninguna, de ellas ha sido, a pesar de múltiples intentos por parte del capital,
desestabilizadas o frenado su curso histórico.
Los acontecimientos
políticos y los procesos sociales que siguieron a la conmemoración de los 500
años (1492-1992) de la invasión y conquista europea del continente americano
abrieron una nueva fase en la historia política y social de la región. Esta
fase estará definida por el protagonismo central de los pueblos y naciones
originarias y de los sectores populares.
Los más pobres entre los pobres, los pueblos y naciones originarios
convergieron con las nuevas luchas sociales populares, campesinas, mineras,
estudiantiles, poblacionales, de los trabajadores ocupados y desocupados que
provocó la instalación, extensión y profundización del capitalismo
mercantil-financiero-extractivista, o sea, el patrón de acumulación neoliberal,
en las distintas sociedades latinoamericanas y caribeñas. El
“Caracazo ”, en 1989, y el intento del golpe de Estado por parte del Movimiento
Bolivariano Revolucionario en 1992, en Venezuela; los levantamientos indígenas,
de mayo de 1990 y junio de 1994, en el Ecuador; la Marcha por la Vida de
1986; la Marcha por el Territorio y la
Dignidad de la Central de Pueblos Indígenas de agosto 1990, y la Marcha por la
Vida, la Coca y la Soberanía Nacional en 1994, todas en Bolivia; las diversas “puebladas” argentinas (Santiago
del Estero, por ejemplo) entre 1993 y 1997; el levantamiento insurgente del
Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México, en enero de 1994;
entre otras múltiples y variadas movilizaciones y explosiones sociales de los
“de abajo, son expresiones de ese amplio “basta” indígena y popular y, sobre
todo, expresa la convergencia social, política y cultural de las resistencias,
rechazos e impugnaciones tanto a la dominación histórica como a las nuevas
formas de dominación capitalista que las clases dirigentes nacionales e
internacionales imponían a las sociedades latinoamericanas desde inicios de la
década de los años ochenta.
Los tempranos años
ochenta del siglo XX están marcados en toda Nuestra América por la crisis
económica, social y política. La “crisis de la deuda”, desde 1982, no solo
arruina y desmantela el padrón de acumulación productivo industrial
extractivista dominante en la región desde los años treinta y cuarenta del
siglo XX, sino que también favorece el derrocamiento y el fin de las diversas
dictaduras cívico-militares, entronizadas en la región desde década anterior.
El término de los regímenes autoritarios en Argentina (1983), Brasil (1985),
Bolivia (1982), Uruguay (1985), Perú (1980), como en algunos países
centroamericanos (Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala) y, previamente,
en Ecuador (1979), abre una nueva etapa en la lucha por la democrática en
América Latina y el Caribe.
Los nuevos gobiernos
electos por sufragio popular-ciudadano ponen en marcha un proceso político,
social y económico que se va caracterizar por una doble transición. Por un
lado, una transición político-estatal, se pasa desde regímenes políticos
autoritarios de distintas facturas y colores a regímenes democráticos
representativos en la mayoría de los casos limitados o defectuosos; y, por
otro, una transición socio-económica, se transita desde una forma de
acumulación capitalista a otra. Esta última, en breve, se pasa de la forma de
acumulación productiva industrial-extractivista a una acumulación
mercantil-financiera-extractivista, es decir, a la forma neoliberal de
acumulación capitalista. Forma que supone, entre otras cosas, ampliar y
extender, a todas las estructuras de la sociedad, la acción del mercado.
La fórmula ochentera
para relegitimar el capitalismo en crisis consistió en instalar de manera
conjunta la democracia más mercado. Mercado más Democracia, una formula hasta
esa década escasamente ensayada en América Latina y el Caribe durante el siglo
XX. Tanto la democracia liberal como el libre mercado habían sido
constantemente limitadas por la acción del Estado. La nueva forma estatal que
emergió, el Estado neoliberal, rompió con la tradición histórica y política de
la región. Soltó las amarras que ataban las “manos invisibles del mercado”, en
otras palabras: mercantilizando amplia y extensamente a la sociedad. Lo cual no
significo que haya democratizado a la sociedad con igual amplitud. La
democracia liberal continúo limitada y constreñida. Si bien, la democracia
representativa, como régimen político, está presente en la mayoría de los
países de Latinoamérica, se trata de un régimen político, para decirlo con
palabras de la politología de la época, de muy “baja calidad institucional”. Se
trata de “democracias con adjetivos”, los cuales calificaban y destacaban sus
defectos.
La combinación
impulsada por el Estado neoliberal fue ampliamente favorable para el mercado y
totalmente perjudicial para la democracia. Al finalizar la década, el balance
realizado por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) fue negativo.
Para este organismo regional la década los años ochenta fue una “década
perdida”. No obstante, a un cuarto de siglo de su cierre, tengo la impresión
que dicha afirmación debe ser matizada.
Si bien, se trata de
una década muy compleja dada la profunda transformación estructural del orden
capitalista que sufrieron las sociedades latinoamericanas y caribeñas. De
ninguna manera fue una década pérdida para el capital tanto nacional como
internacional. Todo lo contrario. En un breve lapso temporal, con gran rapidez
y con mayor legitimidad política y social de la que se supone, algunos de los
recientes gobiernos democráticos de la región, impulsaron y posibilitaron la
instalación de la forma neoliberal de acumulación capitalista. Otros,
sostuvieron, corrigieron, ampliaron y profundizaron la reestructuración
capitalista pro-mercado impulsada por las dictaduras cívico-militares.
Para los sectores
dirigentes del capital, la década más que una “década pérdida” fue una década
de triunfos políticos, económicos e ideológicos que permitió afianzar su
dominación y hegemonía. Los más
beneficiados fueron aquellos sectores vinculados ya sea al capital mercantil,
financiero y extractivista nacional como para el capital internacional o
transnacional.
En cambio, los grandes
perdedores de la década fueron los grupos capitalistas productivistas
manufactureros nacionales, los sectores medios estatales y, de manera
sustancial, la clase obrera industrial, las y los trabajadoras y las masas
populares. O sea, el proletariado urbano y rural. Para ellos la doble
transición fue dramática y fatal. No solo fue negativa para los sujetos dominados,
sino que la agresiva nueva forma de acumulación capitalista (acumulación por
desposesión) profundizara la histórica devastación de los bienes comunes
naturales de la región.
Para mediados de la
década de los años noventa todas las formaciones socioeconómicas
latinoamericanas se habían transformado en sociedades capitalistas
neoliberales. Unas más avanzadas que otras; sin embargo, en todas ellas se
combinaban las formas políticas-institucionales de una democracia eminentemente
electoral y procedimental con políticas gubernamentales y públicas orientadas a
extender, profundizar y consolidar la forma de acumulación mercantil-financiera
extractivista y, sobre todo, integrar las economías nacionales al mercado
global. Entre 1982-1995, la reestructuración capitalista como las diversas
reformas y procesos de modernización institucional del aparato público, o sea,
del Estado, pusieron fin del capitalismo industrial dominante entre 1930-1982.
Emergió en toda la región una nueva forma societal: la sociedad neoliberal o
sociedad de mercado.
Sin embargo, desde la
segunda mitad de los años noventa del siglo pasado, comenzaron sentirse los
crujidos de las primeras grietas que anunciaban la crisis política y social de
la dominación capitalista neoliberal. Los movimientos de resistencias y
oposición estallaron en diversos y diferentes lugares del continente. Ya hemos
citado el más paradigmático de todos: el 1° de enero de 1994 en la Selva de
Lacandona en el Estado de Chiapas, en la suroeste de México, estalló el
levantamiento insurgente del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Un ejército de indígenas y campesinos pobres y mal armados bajo la dirección de
varios comandantes indígenas y un subcomandante no indígena todos encapuchados,
declararon no solo la guerra al Estado y al Gobierno mexicano, sino que también
se presentaron ante el mundo como un movimiento indígena insurrecto/armado de
resistencia y en oposición a la dominación global del neoliberalismo.
Las cosas comenzaron a
cambiar en la región. Nuevas formas de lucha social y política emergían por
doquier, la izquierda y el progresismo se instalaban en las diversas sociedades
de la región a cuestionar y resistir las formas de dominación neoliberales.
Una de esas sociedades
fue la boliviana. Tal como lo había sido la venezolana. El descontento contra
las formas neoliberales se manifestó con fuerza, en los últimos años del siglo
XX, en Cochabamba, Bolivia. Allí los y las ciudadanas, se levantaron en una
singular y particular guerra: la “guerra del agua”. La cual fue seguida, un año
más tarde, por otra, no menos espectacular y fascinante, la “guerra del gas”.
Estas “guerras” ciudadanas bolivianas, coincidieron con las poderosas
rebeliones ciudadanas argentinas y ecuatorianas de fines del 2001 y de 2003,
respectivamente. Movilizaciones sociales que fueron antecedidas por las
rebeliones indígenas de Chiapas, en 1994, y ecuatorianas, de 1999, como también
del “caracazo” venezolano de 1988 y las distintas resistencias populares a las
formas democráticas neoliberales que las elites dominantes instalaron en la
región, durante los años ochenta. Diríamos que son numerosos los
acontecimientos aislados, dispersos y silenciosos que marcan continuidades como
discontinuidades, rupturas y reorientaciones, progresos y decadencias de las
luchas sociales emancipadoras de los pueblos latinoamericanos que se hilvanan
con los acontecimientos aquí señalados.
Estos acontecimientos
fueron expresiones de procesos históricos profundos, de acumulados políticos y
sociales de larga duración que tienen la particularidad de hacerse presentes en
momentos específicos y singulares de la historia de una sociedad. Ellos son la
expresión manifiesta de las resistencias y oposiciones como también de las
contradicciones políticas y sociales como también económicas y culturales que
experimentan los grupos sociales subalternos ante la instalación e imposición
de nuevas formas de dominación y hegemonía por parte de las elites del poder y
en el poder.
Por esa razón, estos
acontecimientos marcan nítidamente un antes y un después, o sea, ponen fin o
inician un nuevo proceso histórico. Son acontecimientos fundantes, más allá si
son exitosos o no, dan inicio algo desconocido. A procesos históricos que
pueden ser no solo sorprendente, sino también atemorizante y entusiasma. Es lo
que probablemente ocurrió con el levantamiento zapatista de enero de 1994, con
las guerras del agua y del gas boliviana, con la rebelión de las y los
ciudadanos argentinos y su consigna que se “vayan todos”.
Lo que quiero sostener
aquí es lo siguiente: hay acontecimientos que adquieren significados y
connotaciones excepcionales y reveladoras. Son eventos heurísticos por sus
implicaciones históricas, políticas y teóricas. Los acontecimientos señalados
más arriba son heurísticos, pues señalan aspectos fundamentales de un nuevo
ciclo de la lucha histórica de los pueblos latinoamericanos por la democracia
y, sobre todo, por el buen vivir. Son acontecimientos que replantean nuevas y
necesarias lecturas de viejas polémicas políticas al interior del pensamiento
crítico, por ejemplo, entre reforma/ revolución o entre vía insurreccional/vía
institucional, etcétera. En esa dirección son acontecimientos que requieren su
tratamiento cuidadoso y un meticuloso esclarecimiento epistemológico por parte
de las ciencias sociales críticas, pues develan, probablemente, el futuro.
II.
Los pueblos originarios
que habitan el territorio de Bolivia fueron los primeros en plantear, a siete
años del inicio de la “democracia pactada” (1982) y a un lustro de la Ley
21.060 que impuso el neoliberalismo en el país en 1985, la necesidad de
impulsar la realización de cambios radicales en la estructura de dominación
hegemónica que los “q’aras” sostenían desde tiempos coloniales. Para esos efectos,
los pueblos indígenas de los Llanos del Mojo del departamento del Beni (Mojeño,
Yuracatés, Movimas, Chimanes, Sirionós y otros 11 pueblos más) plantearon la
realización de una Asamblea Nacional Constituyente democrática, incluyente y
revolucionaria con el objeto de refundar el Estado, la Nación y la Democracia.
Para los organizadores de la Marcha, debía emerger desde la Asamblea
Constituyente, fundamentalmente, una nueva forma estatal: el Estado
plurinacional, es decir, un Estado conformado por muchas naciones y no con una
sola nación. Serían las diversas y variadas naciones las que fundarían ese
nuevo Estado.
Plantearse la
posibilidad política e histórica de ejercer el poder constituyente directo para
instituir y fundar no solo un nuevo Estado, sino, fundamentalmente, para hacer
desaparecer la unicidad de la Nación existente y establecer la “pluri-nación”,
constituía, por cierto, una gran osadía política y al mismo tiempo, una
poderosa demanda revolucionaria. La más “revolucionaria” de todas las demandas
sociales, políticas y culturales planteadas por los sectores subalternos y
dominados desde la revolución francesa de 1789 a la fecha.
La demanda por ejercer
el poder constituyente directo de parte de los pueblos originarios de las
tierras bajas con el objeto de poner fin a siglos de explotación y exclusión,
resulto ser una exigencia política que no solo interpelaría aquellos que
ejercían o tenían el control de las fuentes del poder social; sino, también, a
todos los demás pueblos originarios que habitan en el país y una reclamación
para que los otros grupos y sectores sociales subalternos y dominados que
conformaban la abigarrada sociedad boliviana, asumieran y se plantearan la
posibilidad histórica y política de ejercer desde y para sí mismos, el poder
constituyente.
Apelar y demandar, por
cierto, el ejercicio soberano del poder constituyente, de ninguna manera era
nuevo, en la historia política del Estado boliviano. Esta registra desde 1825
hasta el año 2006, o sea, en 181 años de existencia como república
independiente, 20 coyunturas constituyentes. Ello significa que en igual número
de oportunidades las y los bolivianos buscaron “organizar políticamente a la
nación” en un Estado moderno e instituir un régimen político democrático. Sin
embargo, fueron 20 fracasos políticos, fundamentalmente, porque ninguna de las
Constituciones Políticas del Estado boliviano que se promulgaron resolvieron de
manera óptima las tres fundamentales y esenciales contradicciones históricas, o
sea, que han estado presentes desde el momento mismo de fundarse, el país, en
1825, a saber: la presencia de los
pueblos originarios, el regionalismo
y los antagonismos de clase. De
estas tres contradicciones, la primera, por cierto, constituye la principal o
la contradicción primordial de Bolivia.
Ahora bien, estas tres
contradicciones están enmarcadas gruesamente en dos grandes visiones o
concepciones de mundo que ordenan la conflictividad de la formación social
boliviana: la metropolitana, “eurocéntrica”, y la local, “subalterna”. Todas
las Constituciones elaboradas ya sea por Asambleas Constituyentes o en
Convenciones que se realizaron ya sea en el siglo XIX como en el XX, lo
hicieron desde la visión eurocéntrica y excluyendo de manera sistemática la
visión de los grupos subalternos, específicamente, de los pueblos originarios,
o sea, de los indígenas. Los indios, a diferencia de las clases dominadas
(campesinos, mineros, artesanos, obreros y trabajadores urbanos y rurales) como
de los sectores medios y, por cierto, de las clases dirigentes y las elites de
poder, nunca tuvieron existencia constitucional.
En las distintas
constituciones políticas, los indios nunca tuvieron el reconocimiento de ser
sujetos integrantes de la Nación boliviana que se constituía y reconstituía en
cada coyuntura constituyente. Tampoco se les reconocía la condición de
ciudadanos políticos con derechos a participar en los asuntos públicos del
país, ni merecían tener ni de gozar de los mismos derechos que disponían los
otros integrantes de la Nación boliviana. En verdad, los indios, estaban y
habitaban el territorio donde el Estado ejercía soberanía, pero, de ninguna
manera, eran parte activa de la Nación.
Para serlo debían, los
indios, renunciar a su condición de indio, es decir, despojarse de su cultura,
religión, lengua, historia y borrar su memoria colectiva y comunitaria. En
otras, palabras dejar de ser lo que eran, y asumir, la cultura eurocéntrica,
para ser bolivianos/nas. Sin embargo, a
pesar de los cinco siglos de dominación eurocéntrica los pueblos y naciones
originarios han resistido de múltiples modos y han sobrevivido a su acción
devastadora. Su presencia al interior del territorio de aquel país inventado
por Simón Bolívar en 1825, durante los 181 años de existencia del Estado-Nación
boliviano, era un permanente recordatorio y advertencia de que ellos estaban
allí y que esa forma de Estado-Nación, era, por un lado, un “estado fallido” y,
por otro, sobre todo, una “Nación ficticia”. Se trataba un “Estado sin Nación”.
Por eso había que refundar el Estado de muchas naciones y pueblos.
III.
El proceso político y
social abierto en Bolivia tras la rebelión de la “plebe”, a inicios del siglo
XXI, que expulso del poder político del Estado a las elites de poder que habían
dominado y hegemonizado la dirección histórica de la sociedad boliviana desde
su constitución como República a comienzos del siglo XIX. Abrió una nueva etapa
en la convulsionada historia política del país altiplánico.
La rebelión de la
“plebe” iniciada en Cochabamba con la denominada Guerra del Agua, provoco entre
2000 y 2005, una álgida lucha de clases y una acrecentada disputa por el poder
político del Estado, especialmente, por el poder ejecutivo. Dos presidentes
fueron destituidos por la acción de los sectores sociales y actores políticos
subalternos y dominados en rebeldía. En octubre de 2003 tuvo que abandonar el
gobierno el presidente Sánchez de Lozada, ampliamente conocido como Goni, y en
junio de 2005, lo hizo Carlos Mesa, quien había reemplazado a Goni. Ante el
intento de los sectores dominantes del oriente de imponer en la presidencia a
los presidentes del Senado, Vaca Díez y de la cámara de Diputados Mario Cossío,
una nueva, activa y masiva movilización social en Sucre obligo e impuso la
convocatoria a elecciones presidenciales extraordinarias.
En diciembre de 2005 la
“plebe” en rebeldía eligió como presidente de la República de Bolivia, al líder
cocalero e indígena Evo Morales. Desde ese momento el proceso político
boliviano tomo una clara tendencia subversiva dirigida a la transformación
revolucionaria no solo de las estructuras político-institucionales de la
“democracia pactada” establecida en 1982, sino de la modificación radical de
las estructuras del poder social y político que dominaban el curso histórico de
la sociedad boliviana desde el siglo XIX hasta la actualidad. Un nuevo proceso
revolucionario se ponía en marcha en la sociedad boliviana.
La ruptura histórica
que se proponía el nuevo bloque político en el poder apuntaba a transformar
radicalmente el Estado y la Nación, por un lado, y, por otro, establecer un
nuevo tipo de régimen político democrático. Para los movimientos sociales
triunfantes en 2005, la elección del líder cocalero e indígena Evo Morales como
presidente de Bolivia, constituía el comienzo del fin de las formas de
dominación política establecida no solo desde 1825 hasta el presente, sino
también el fin de la histórica dominación colonial-europea instala con la
llegada de los españoles al continente.
El triunfo de Evo
Morales y el Movimiento al Socialismo, MAS, no puede ser leído ni interpretado
como el triunfo de una coalición política en un torneo electoral representativo
de las democracias liberales-representativas. No, la elección misma constituye
un hito disruptivo, subversivo, pues se gana el gobierno del Estado, a través
del régimen electoral democrático liberal, con el objeto de poner fin
democráticamente tanto al Estado como al régimen político existentes. Para tal
efecto, el instrumento político elegido, será la convocatoria a la realización
de una Asamblea Constituyente, la deberá y tendrá la responsabilidad histórica
y política de constituir el nuevo Estado, redefinir la Nación y establecer una
nueva Democracia.
Tanto la Asamblea
Constituyente como el nuevo Estado, la Nación y la Democracia debían ser
radicalmente distintas a lo que existió en Bolivia, durante 181 años La tarea
política propuesta, por cierto, de ninguna manera era fácil. Todo lo contrario.
Entre el año 2006, momento de inició de la constituyente y su cierre en el año
2009, la sociedad boliviana fue un “volcán a punto de estallar”, dada la alta
presión social y conflictividad política que implicaba que todo lo existente se
pusiera en discusión; en otras palabras, todo lo sólidamente establecido, por
las elites de poder que durante años mantuvieron el control de las principales
fuentes sociales del poder, estaba siendo trastocado por la acción social y
política de la “plebe” organizada. Incluso, luego de aprobada la nueva
organización política de la Nación, del Estado y del régimen político, o sea,
de la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, la
conflictividad y la lucha de clases no se redujo ni aminoro su intensidad. En
efecto, la reacción de las elites de poder, especialmente, de aquellos sectores
y grupos sociales que se localizan y habitan los departamentos de la denominada
“Media Luna” boliviana, fue de total rechazo y oposición a las nuevas
autoridades gubernamentales y se declararon en abierta rebeldía en contra del
nuevo orden político-institucional establecido en la nueva Constitución
Política del Estado Plurinacional. El “golpe estado civil” que esos sectores y
actores sociales y políticos propiciaron e impulsaron en contra del gobierno de
Evo Morales en el 2009, no solo fue rechazado y resistido mayoritariamente por
la “plebe”, sino que también careció de apoyo institucional y de otros sectores
sociales, como por ejemplo, los sectores medios bolivianos y de las Fuerzas
Armadas bolivianas (dos actores políticos centrales y, sobre todo, estratégicos
para que cualquier intentona de golpe de estado, logre triunfar). Por primera
vez, en toda la historia republicana de Bolivia, las elites de poder, los
sectores dominantes, no contaron con el apoyo de esos dos actores estratégicos.
Sin lugar a dudas que el hecho principal y relevante estuvo en que las Fuerzas
Armadas, -especialmente, el Ejército, de larga tradición golpista-, no apoyaron
la insurrección cívico-política de las elites del poder y de las clases
dominantes y apoyaron abiertamente al gobierno constitucional de Evo Morales.
Con dicha acción y posición, las Fuerzas Armadas, respaldaron a la nueva
organización política que emergió de la Asamblea Constituyente. Asumieron y
adhirieron tanto al nuevo Estado, a la nueva la Nación como al nuevo régimen democrático.
El intento de golpe de
estado civil fracaso no solo por tener respaldo social y militar interno, sino
también por la acción política de los países de la región latinoamericana que
se movilizaron en contra de dicha intentona. Todos los gobiernos de la región
expresaron su rechazo y abogaron por la mantención de las formas democráticas y
la continuidad del proceso histórico y político que mayoritariamente la
ciudadanía boliviana impulsaba desde los inicios del nuevo siglo. Insistieron
en la defensa de la constitucionalidad del gobierno de Evo Morales y el
necesario respeto a los derechos humanos como también de la autodeterminación
política del pueblo y ciudadanía boliviana para dirimir en forma democrática,
independiente y autónoma sus conflictos políticos, sociales y culturales.
La resuelta acción del
gobierno de Evo Morales, de la ciudadanía y de la plebe, de las fuerzas
armadas, de los sectores medios en contender y resistir la desesperada acción
política de las elites de poder de la Media Luna como la concertada acción
política y diplomática de los gobiernos de los países de la región detuvo el
“golpe estado civil”. Vencidas las elites de poder, pero no derrotadas,
aceptaron el nuevo orden político producido por “los de abajo”, por los excluidos
sociales e históricos, por los postergados de toda una vida, en otras palabras,
la “plebe” ha triunfado.
Podríamos sostener que
hacia el año 2010, la rebelión de la plebe había concluido. Desde ese momento
el proceso histórico y político boliviano inició una nueva etapa histórica y
política, la etapa de consolidar, institucionalizar, instalar y poner en
práctica todo aquello que se pensó, se reflexionó, se discutió y se elaboró a
lo largo de una década. La etapa abierta en la segunda década del siglo XXI, ya
no eran los tiempos de “revolucionar” lo existente, sino, se trataba de
gobernar la revolución.
IV.
Gobernar la revolución. Una revolución que, a diferencia
de sus congéneres del siglo XVIII, XIX y XX, no había sido una “revolución
armada”. Ni tampoco era una revolución social, o sea, de aquellas que trastocan
radicalmente las estructuras de poder devenidas y constituidas desde la forma
de acumulación. Sin lugar a dudas, lo acontecido en Bolivia, desde 2000 en
adelante, la rebelión de la plebe, era y es una revolución. Pero, es,
esencialmente, una revolución política.
La elección de Evo
Morales confirma la profunda vocación democrática de la “plebe” insurrecta.
Desde el levantamiento insurreccional de la “guerra del agua”, en Cochabamba,
con su reportorio diverso y plural de acciones colectivas, en ningún momento
estuvo presente la idea de que para triunfar políticamente había que suspender
ni abolir la democracia. La insurrección plebeya fue eminentemente política y
electoral. No aposto por la lucha ni la insurrección armada. Pero, no significa
que haya sido una insurrección social y política carente de violencia política.
Todo lo contrario, fue violenta, pero no armada. Morales y su gente llegaron al
Palacio Quemado, gracias a los millones de votos que ciudadanos y ciudadanas
bolivianas emitieron en un proceso electoral convocado y regido por las
instituciones políticas y electorales establecidas en la “democracia pactada”
en 1982.
El triunfo de Morales y
el MAS en el año 2005 es, también, el triunfo de la democracia. La lucha
política y social insurreccional democrática de la plebe no es la lucha de un
lustro, sino de un acumulado histórico. Ampliar, profundizar y democratizar “la
democracia de los dominadores” ha sido de una tortuosa y larga lucha social y
política. En cierta forma, la rebelión de la plebe actual, se remonta, por
ejemplo, a las tareas inconclusas de la Revolución boliviana de 1952. Son
luchas ancestrales.
La democracia para la
“plebe” boliviana, al igual que en el resto de América Latina y el Caribe, ha
sido negada y postergada por las clases dominantes. Durante todo el siglo XIX,
durante décadas en el siglo XX, la plebe fue excluida de la participación no
solo de la democracia, sino también de los distintos procesos de modernización
impulsados en la sociedad boliviana como latinoamericana. Las lógicas de
inclusión y exclusión practicadas por elites políticas abrían y cerraban las
compuertas del sistema político. El objetivo de estas lógicas estaba en
producir el ingreso ordenado, controlado y subordinado de determinados grupos
sociales subalternos. En distintas coyunturas críticas de la historia social y
política de Bolivia, durante el siglo XX, es posible observar la implementación
de esa dinámica. Sin embargo, para las dos últimas décadas del siglo, dicha
dinámica estaba agotada.
Tenemos la impresión
que las luchas por la democracia y, ciertamente, la extensión de la ciudadanía
política que dejo de ser clandestina o imaginaria o formal entre los distintos
grupos sociales que conforman la abigarrada sociedad boliviana impulso a estos
a pensar que la democracia no era cuestión de las elites o de los partidos
políticos, sino un asunto de todos y todas. Un asunto que competía también a
los condenados históricos, los pueblos originarios, los indígenas, o sea, los
indios.
Otra democracia emergió
luego de más de un lustro de luchas políticas. Una nueva forma de Estado, el
plurinacional y un nuevo país, Bolivia como una identidad plurinacional. Una
sociedad que se arma y se construye desde sus bases mismas. Emergen junto con
esa rica y compleja realidad nuevos problemas, nuevos conflictos, nuevas
contradicciones, nuevos desafíos. Nada de lo que está establecido es sólido. La
lucha continúa.
Gobernar las
revoluciones no es un asunto fácil. El gobierno de Evo Morales así lo
testimonia. Esa es la Bolivia de Hoy, una Bolivia plurinacional que aún no
logra definirse entre ser: anti o poscolonial. Los diversos estudios aquí
compilados en este libro dan cuenta, justamente, no del periodo de las luchas
políticas revolucionarias abiertas con la, ahora mítica, “guerra del agua”,
sino dimensiones de la realidad política y social pos-constituyente, o sea,
cuando las ideas formuladas e imaginadas por el poder constituyente tienen que
iniciar el histórico y controvertido proceso de institucionalización. Y, como
todo sabemos, esos procesos son, por lo general, conservadores. Las
revoluciones siempre se institucionalizan, de ahí que histórica y políticamente
adquieren un “aire” conservador. No hay revoluciones permanentes ni continuas
en el tiempo. El proceso revolucionario conducido políticamente por el MAS, los
movimientos sociales, García Linera y Evo Morales desde 2009 hasta la fecha ha
pasado por distintas etapas. Están en una etapa de consolidar, ampliar y
profundizar lo conquistado. Bolivia hoy es otra Bolivia. De esa nueva Bolivia
saldrán las nuevas fuerzas sociales y políticas que se planteen nuevas luchas
revolucionarias que conduzcan a la sociedad plurinacional boliviana hacia
nuevos derroteros históricos. El futuro es una construcción abierta e
impredecible que no anula ni descarta la “involución histórica”.
V.
Bolivia Hoy: ¿Una democracia poscolonial o anticolonial?
Seis estudios y una bibliografía seleccionada, 1990-2016 libro -con el cual inauguramos
la Colección Pensar Nuestra América de Ediciones Escaparate- se analiza el
proceso político, social y cultural que siguió a la aprobación de la
Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia. A través del estudio del
conflicto del TIPNIS, de la cuestión agraria, del movimiento feminista, del
carácter de la nueva democracia y el rol de los intelectuales se develan los
nuevos problemas, contradicciones y las diversas conflictividades que emergen
en la renovada sociedad y plurinación boliviana.
La Colección Pensar
Nuestra América, analizará en perspectiva interdisciplinaria, crítica,
sincrónica y diacrónica los diversos procesos que se desenvuelven en las
abigarradas sociedades latinoamericanas.
Santiago/Valparaíso,
junio 2017.
*Dr. en Ciencias Sociales y Políticas
Posdoctorado en Estudios Latinoamericanos
Director Colección Pensar Nuestra América
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