En estas elecciones no se enfrentan concepciones distintas sobre el
modelo económico-social. Aquello no está en juego. Lo afirman agoreros
calificados del gobierno y del empresariado.
Manuel Cabieses Donoso / Punto Final
Los
administradores de Chile decidieron hace veinte años que el retorno a la
democracia -una democracia que incluya participación y justicia social- sería
gradual, tan gradual que ni siquiera se perciben sus avances. El objetivo es
terminar de “amansar” a los ciudadanos y hacerlos entrar en definitiva por el
aro del neoliberalismo. Según esta ordenanza de los amos del país, los chilenos
sólo estaremos maduros para vivir en democracia -la democracia de ellos, desde
luego- cuando nos hayan convencido que somos parte indisoluble del sistema. Con
ese fin se aplicó primero el terrorismo de Estado, y desde 1990 la mano de
hierro con guante de seda del modelo neoliberal.
Las elecciones
del 19 de noviembre no harán más que corroborar lo inmutable del sistema que ha
confundido las conciencias de millones de chilenos. La definición electoral se
juega en un terreno donde no existe alternativa que ponga en peligro la
institucionalidad económica, política, social y cultural del país.
Este fenómeno
-que se ha comparado con la película El día de la marmota (1)- se repite desde
1989, cuando el democratacristiano Patricio Aylwin, uno de los generales
civiles del golpe de 1973, se convirtió en presidente de la República con
55,17% de los 7 millones 158 mil 727 electores con una abstención mínima. Al
período siguiente, Eduardo Frei Ruiz-Tagle superó esa marca con el 57,98%. Aún
existía una importante reserva de ilusiones que esperaban la alegría y el
cambio. Sin embargo, desde entonces no todo fue coser y cantar para los
estrategas de una transición con cuentagotas. Comenzó a crecer la trinchera de
la abstención donde se refugiaron la desilusión y la protesta. En 1999 Ricardo
Lagos llegó raspando al 51,31% en segunda vuelta, que le facilitó el 3,19% de
la Izquierda. Al período siguiente, 2005, Bachelet llegó al 53,5%, con apoyo
del 5,4% del Juntos Podemos Más encabezado por el PC. Luego, en 2009, se dio
vuelta la tortilla y Sebastián Piñera ganó con 51,61% (3 millones 591 mil
votos) a Frei Ruiz-Tagle.
Esto
significó el fin de la Concertación que incorporó al PC y pasó a llamarse Nueva
Mayoría (NM). En 2013 el electorado había aumentado a 13 millones 573 mil y
Michelle Bachelet ganó en segunda vuelta con 62,17% (3.470.055 votos). Sin
embargo, la abstención se había convertido en una potente realidad que llegó al
58,21%. Esto significa que la actual mandataria contó con el apoyo de sólo el
25,6% del electorado.
¿Qué muestran
los eventos electorales en la transición a la democracia? En primer lugar que
la derecha mantiene una votación de alrededor del 40%. En 1999 obtuvo 48,69%
con Joaquín Lavín; Sebastián Piñera alcanzó el 46,5% en 2005; y con Evelyn
Matthei bajó al 38% en 2013, cuando el empresariado volcó sus favores hacia
Bachelet. Esto no hace sorprendente que Piñera sea ahora el más probable
triunfador del 19 de noviembre.
La abstención
se ha convertido, sin embargo, en el dato más relevante de los episodios
electorales. En las municipales del 23 de octubre del año pasado alcanzó al
65%, que El Mercurio calificó de “terremoto electoral”. Hay alcaldes que
representan a menos del 10% del electorado de sus comunas. Estamos frente a un
fenómeno estructural que alimentan diversas fuentes que en conjunto
caracterizan la crisis político-social del país. Las autoridades de elección
popular representan cada vez menos a los ciudadanos. Si bien esto favorece las
posturas conservadoras, plantea a la vez una crisis de legitimidad que se
soslaya en el debate político. Reconocerlo significaría admitir que la solución
democrática de la crisis consiste en convocar a una Asamblea Constituyente que
elabore y proponga al pueblo una nueva Constitución Política que supere la matriz
oligárquica que inspira las actuales instituciones y leyes de la República.
La casta
política, sin embargo, se vale de mil argucias para retrasar el desenlace. La
crisis se viene desarrollando porque no hay respuesta a la demanda de una
democracia participativa con justicia social que alentó la lucha de resistencia
contra la dictadura.
La Asamblea
Constituyente fue planteada en los años 80 por amplios sectores políticos,
incluyendo el que hoy se conoce como “centroizquierda”. Esa aspiración representaba
la defunción natural y civilizada de la tiranía.
Las
instituciones se mantienen en pie aunque carcomidas por la corrupción y el
desprestigio. Su destino es el basurero de la historia. Si no se desmontan en
forma democrática, mediante una Asamblea Constituyente, a su hora lo hará la
fuerza revolucionaria del pueblo.
En estas
elecciones no se enfrentan concepciones distintas sobre el modelo
económico-social. Aquello no está en juego. Lo afirman agoreros calificados del
gobierno y del empresariado. No obstante, ellos no toman en cuenta el proceso
de deterioro de la institucionalidad, soporte político del modelo, cuyo
desplome arrastraría al conjunto del sistema de dominación.
La abstención
electoral es solo un síntoma pero clama por atención. El lacerado cuerpo social
de Chile necesita tomar conciencia y organizar la protesta y las demandas. El
silencio de la mayoría del electorado no puede interpretarse como acatamiento.
Son voluntades que aún no encuentran cauce y liderazgo y que corren el peligro
de ser capturadas por un aventurero civil o militar.
La ausencia
de una alternativa de Izquierda no hace sino retardar el desmoronamiento de la
estructura política de la dictadura. La movilización social -que no encuentra
respuesta de instituciones que velan por los intereses de una minoría- tiene
que engendrar sus propios instrumentos políticos. La Izquierda tradicional está
sumida en una decadencia irremediable. Es necesario forjar nuevas armas para
disputar el poder.
La democracia
y la justicia social no caerán gota a gota, como una dádiva, para calmar los
sueños frustrados. Se conquistan con esfuerzo y sacrificio, con organización y
liderazgos de probada lealtad al pueblo
Nota
(1) El día de la marmota (1993),
filme del director Harold Ramis. En la trama, un día sigue a otro en que sucede
lo mismo que en el anterior.
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