Seguramente uno de los fenómenos políticos más
relevantes del 2019 en América Latina ha sido la presencia cada vez más
protagónica de la religión en la política.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Esta
afirmación hay que matizarla de entrada. La religión o, más específicamente, la
utilización de la religión como instrumento político por parte de la Iglesia,
siempre ha estado presente en nuestro continente. Un vistazo de larga data nos
muestra a la Iglesia Católica como brazo ideológico de la Corona española y su
proyecto de conquista y colonización. Más adelante, el clero católico estuvo
siempre estrechamente asociado al poder político de las oligarquías criollas,
salvo aquellos paréntesis en los que sus intereses materiales entraron en
contradicción, como cuando en el siglo XIX estas oligarquías entraron a
disputarle la propiedad del principal medio de producción, la tierra, que
estaba en sus manos y hacían de la Iglesia las más grande latifundista de la región.
Más
recientemente, se hizo evidente la vinculación entre política y religión cuando
apareció esa interpretación del mensaje cristiano que se llama Teología de la
Liberación. En una institución tan vinculada al poder de los grupos
tradicionales, está interpretación de la Biblia cayó como un rayo seco en un
día soleado, encendió las alarmas y generó una respuesta desde la misma
institución que dejó huellas presentes hasta nuestros días.
Pero
dado el carácter de la formación histórico social latinoamericana,
profundamente religiosa, esa vinculación puso en alerta y motivó respuestas
también de otros grupos, no necesariamente religiosos, pero sí profundamente
interesados en mantener el estatus quo. Es decir, tal vinculación evidenció que
lo religioso podía tomar rumbos distintos a los que había tenido siempre, y
volverse contra los grupos dominantes, convirtiéndose en un instrumento de
liberación.
En
América Latina quién reaccionó inmediatamente, tomando medidas que se esperaba
que tuvieran impacto a largo plazo, fueron los Estados Unidos. En fecha tan
temprana como 1969, el Informe Rockefeller le hace ver al gobierno
norteamericano la necesidad de incidir en esa vinculación entre religión y
política, y sugiere que debe sustituirse la visión cristiano católica por una
cristiano protestante, atribuyéndole a esta última una vocación modernizante
que operaría a favor de los intereses de las grandes corporaciones
estadounidenses.
Desde
entonces, una oleada de misiones evangélicas invadió a América Latina. Toda la
segunda mitad del siglo XX está signada por esta cada vez mayor presencia de
iglesias evangélicas, la mayoría provenientes de los Estados Unidos, que tuvo
consecuencias no solo ideológicas. Efectivamente, cuando en los tempranos años
80 se inicia la gran ofensiva para la implantación del modelo neoliberal, estas
iglesias de constituyeron en importante parte del núcleo del nuevo sentido
común asociado al consumo, el individualismo y la competencia.
Este
arraigo ideológico de nuevo cuño trajo múltiples implicaciones en la vida de
toda la sociedad, desde las comunidades campesinas hasta los grupos urbanos más
diversos. En este contexto, las iglesias protestantes vieron crecer su
influencia social, pero no ha sido sino hasta los últimos años cuando decidieron
dar el paso para traducir esa presencia al ámbito de lo político.
Quiere
decir todo esto que el fenómeno socio político relativamente nuevo es este
último, el que se desprende de la decisión de hacer valer la presencia de las
iglesias protestantes en la vida política. Es eso lo que ha eclosionado en
estos últimos años en nuestro continente, y que ha alcanzado cotas tan
importantes como para que nos anime a considerar este fenómeno como relevante
para caracterizar a la vida política contemporánea de América Latina.
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