¿Podrá revertir México la
pulsión destructiva de la integración regional que ha caracterizado el reciente
ascenso de los gobiernos neoliberales, como lo demuestra el lamentable caso de
la UNASUR? ¿Será posible revivir la CELAC bajo las condiciones que hoy vive el
continente, o el organismo pasará a la historia como un empeño más –utópico y
necesario- en la larga búsqueda de la
unidad de nuestra América?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
México acaba de asumir
la presidencia pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del
Caribe (CELAC), y lo hizo en un contexto regional y global particularmente
adverso: en América Latina, con conflictos políticos y movilizaciones sociales
en prácticamente toda la geografía nuestroamericana (desatados por las
contradicciones de la restauración neoliberal) y con tensiones diplomáticas
abiertas entre varios países miembros del organismo (Bolivia y Brasil se
ausentaron voluntariamente de la cita), que anticipan un tránsito difícil para
la gestión mexicana en los próximos meses. A esto se suman las proyecciones
adversas sobre el desempeño de la economía capitalista en el año 2020, como lo advierten distintos
especialistas, y las locuras guerreristas a las que podría arrastrar Donald
Trump al mundo, en su afán por obtener en noviembre la reelección a la presidencia
de los Estados Unidos.
La CELAC, creada en
2011, representa el hito culminante de la política exterior soberana y del
pensamiento unionista y latinoamericanista de las y los presidentes que, a
inicios del siglo XXI, constituyeron la generación
del bicentenario, que tuvo en Hugo Chávez a su principal impulsor. Este
foro apareció en el horizonte latinoamericano en momentos en que un nuevo orden
internacional, el de la multipolaridad, se configura en medio de las ruinas del
viejo orden de la segunda posguerra del siglo XX: ese que la crisis capitalista
y las locuras bélicas de las potencias occidentales van destrozando poco a
poco.
En ese sentido, Chávez
insistió siempre en la necesidad de que la CELAC se convirtiera en el
contrapunto indispensable a la Organización de Estados Americanos (OEA),
expresión del panamericanismo y de los intereses estadounidenses en América
Latina. Incluso, en el ahora lejano año de 1994, en La Habana, esbozó el
proyecto de la creación de “una asociación de Estados latinoamericanos (…) que
fue el sueño original de nuestros libertadores (…). Un congreso o una liga
permanente donde discutiríamos los latinoamericanos sobre nuestra tragedia y
sobre nuestro destino”; que hiciera del siglo XXI “el siglo de la esperanza y
de la resurrección del sueño bolivariano, del sueño de Martí”.
A diferencia de la
contundencia de aquella visión primigenia, y seguramente condicionado por las
coordenadas a las que hicimos referencia al inicio del texto, el discurso de la
diplomacia mexicana al inaugurar su mandato se advierte mesurado, menos
ambicioso y, si se quiere, elusivo en algunos aspectos. El canciller Marcelo
Ebrad expresó la intención de México de hacer de la CELAC “el instrumento de
cooperación más poderoso de América Latina y el Caribe”, con el impulso a
proyectos compartidos en áreas como espacio y aeronáutica, gestión integral de
desastres, combate a la pobreza, comercio y concertación de políticas en foros
multilaterales. No obstante, temas álgidos como la situación política en Bolivia
y Venezuela, o las sanciones arbitrarias decretadas por Washington contra Cuba,
Nicaragua y Venezuela, ni siquiera fueron abordadas en la reunión de ministros
y representantes. “No vamos a estar discutiendo los mismos temas políticos que
se discuten en otros foros. Para eso están la OEA, el Grupo de Lima y el
Mecanismo de Montevideo”, fue la
explicación de Ebrard en sus declaraciones a la prensa.
México desempeña un
papel clave en la (geo)política latinoamericana actual, y así lo demostró en el
marco del golpe de Estado perpetrado en Bolivia cuando, con audacia, valentía y
congruencia con su historia, resguardó la vida del depuesto presidente Evo
Morales ofreciéndole asilo político. Pero no es menos cierto el hecho de que su
proyecto político nacional y regional está lejos del referente bolivariano, y
privilegia, en cambio, el acercamiento a la agenda del Grupo de Puebla, es
decir, del llamado nuevo progresismo
que intenta abrirse camino –con el apoyo estratégico del gobierno de Alberto
Fernández en Argentina- en medio de la correlación de fuerzas que impera en
América Latina.
¿Podrá revertir México la
pulsión destructiva de la integración regional que ha caracterizado el reciente
ascenso de los gobiernos neoliberales, como lo demuestra el lamentable caso de
la UNASUR? ¿Será posible revivir la CELAC bajo las condiciones que hoy vive el
continente, o el organismo pasará a la historia como un empeño más –utópico y
necesario- en la larga búsqueda de la
unidad de nuestra América? ¿Qué papel jugará este foro cuando, por ejemplo, los
apetitos intervencionistas de los Estados Unidos y su dinámica electoral
interna hagan de las agresiones contra Cuba, Nicaragua o Venezuela botín de
campaña? Todo ello está por verse; pero estas y otras inquietudes, delinean la
magnitud del desafío que ahora asume el gobierno de Andrés Manuel López
Obrador.
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