Juan Alberto Sánchez Marín / CLAE
En diciembre de 2005,
digamos, los cuatro partidos de oposición con mejores opciones de voto se
retiraron de los comicios legislativos por «falta de garantías» en un sistema
avalado por prestigiosos observadores internacionales. Dejaron ir de las manos un
tercio de la Asamblea Nacional a cambio de nada.
Eligieron la particular división del cero por otro cero: nada entre nadie.
No sé qué ganaron,
pero los cabecillas quedaron contentos con eso; los seguidores, no tanto. Una
actitud desprovista de la honorabilidad pretendida, y, en cambio, una
monumental tontería. Los casos, lejanos y recientes, abundan.
La razón que me sale a
flote en el análisis del continuo desastre es que se trata de un entramado de
causas, empezando por el liderazgo, siempre hecho un ovillo. Los egos y las
ínfulas han impedido la unión de un partido con otro, mucho más la adhesión de
un movimiento a otro.
Los jefes políticos
opositores fueron cortados con igual tijera y armados con igual molde, pero
cada uno se cree de mejor familia que los demás del mismo vecindario. Y, si
bien todos son de noble cuna, ninguno tiene lo que no otorga la cuna: nobleza.
No en cuanto a
disfrutar o no de algún título del reino, que quizás puedan detentarlo, sino en
la acepción de generosidad. Apenas son individuos de familias adineradas y
comprobada «pata de grulla», es decir, pedigrí, que montan congregaciones
políticas ambiciosas y resentidas.
Junto a la de estas
articulaciones desconectadas de la realidad y con bases sociales endebles,
inconstantes y desilusionadas, el desbarajuste tiene otras fuentes que se
agregan y conjugan: talante insidioso de dirigentes y mentores,
despreocupación, veleidades, desorganización, corrupción y muchísima torpeza.
En la orilla opuesta
hay bondades, desde luego. Las tuvo Hugo Chávez y ha de tenerlas Nicolás Maduro
para sortear los obstáculos en mandos que han sido verdaderos campos minados
por dentro y desde afuera.
Pero no hay que ser
genios para comprender que aun cometiendo errores el Gobierno tiene asegurada
la conducción de Estado, mientras las fuerzas rivales continúen regodeándose en
necedades y la estrategia sea un mero acto de fe: creer que los sabotajes los
llevarán al poder y que el presidente auténtico caerá en cuestión de días.
Cumplieron veinte años sosteniendo el infundio y veintiuno creyéndoselo.
La oposición de
Venezuela, sólo en 2019, con el auspicio y confabulación de la actual
Administración estadounidense, que tiene de intuición lo que los compinches de
listos, emprendió tres ataques frontales. Tres fiascos. Tres acciones
lunáticas, dañinas, eso sí, que no diferencian el bando afectado y dañan más
aliados que adversarios, como las operaciones de la guerra quirúrgica y las
incursiones de precisión con drones, que asesinan más civiles que combatientes
y pulverizan más hospitales y escuelas que objetivos bélicos.
Fiasco uno: la caridad trucada.
La primera maniobra
fue el intento de ingreso de una ayuda ni pedida ni querida por el Gobierno
legítimo. La intromisión humanitaria contra un país que afronta dificultades,
sobre todo, porque los propios Estados Unidos, los promotores del paliativo, lo
sometieron a un drástico bloqueo que en los últimos meses ha sido feroz asedio.
La ayuda entraría de
la mano de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional
(USAID), el organismo con mayor desprestigio en Venezuela y el hemisferio por
su concepción de probeta en un laboratorio de la CIA y sus antecedentes
injerencistas.
Y porque el obsequio
no sirve o viene envenenado, según lo experimentaron los bolivianos hace años
con la ayuda alimentaria recibida del organismo, transgénica, no apta para consumo humano. La
USAID, finalmente, en 2013, fue expulsada de Bolivia por conspirar e
inmiscuirse en los asuntos internos.
La verdad es que ayuda
humanitaria es una frase que en el juego de engaños estratégicos contemporáneos
es un sinsentido entre tantos. La burla que duele por su carencia,
precisamente, de humanidad.
Edward W. Said, en
Humanismo y crítica democrática, ya en 2004 ofrece un ejemplo de la práctica
recién iniciada entonces y que no deja de ser recurrente:
«Sin ir más lejos, el
bombardeo de Yugoslavia por parte de la OTAN en 1999 se calificó de
"intervención humanitaria", pese a que muchas de sus consecuencias
sorprendieron a la gente por su profunda falta de humanidad».
A través de Cúcuta
intentaron ingresar los mismos diputados incendiarios y los jóvenes tirapiedras
de la plaza Altamira de Caracas, que el día anterior habían
atravesado el país de cabo a rabo a bordo de cinco buses
y docenas de automóviles.
¿Viajaron novecientos
kilómetros para cruzar de vuelta la frontera con paquetes de arroz y libras de
sal? ¿Se desplazaron sólo para asistir al Venezuela Aid Live a ver unos
cantantes mediocres jubilados y otros con los que beben trago en Miami? ¿O hubo
algo podrido en Dinamarca?
El 23 de febrero de
2019 quedará en la memoria histórica como el día de los juegos del hambre en
que unos señores pudientes se valieron de la escasez y las penurias de la
población e intentaron en vano llegar a la meta de Miraflores para plantar su
bandera tricolor de siete estrellas.
Siete, sí, porque el
orgullo les impide aceptar la
estrella adicional soñada por Bolívar, Libertador de los
venezolanos y de cinco naciones suramericanas, que representa la provincia de
Guayanay que Chávez concretó 189 años después. Pero los señores, por suerte
para los pobres de una tierra tan rica, se quedaron con los crespos hechos y
las ocho estrellas.
Fiasco dos: la patria apagada.
La estrategia de
atentar contra la infraestructura eléctrica no es sutil ni nueva. Los
estadounidenses la utilizaron en Irak y Libia, donde destruyeron plantas y
torres de energía, cortaron el suministro de agua y envenenaron las fuentes
naturales que no pudieron romper ni frenar con sus bombas poderosas.
Puede haber habido
descuido en la inversión gubernamental y que la red eléctrica haya requerido
mayor mantenimiento. No lo sé. Pero es insensato tratar de convencer a la
población y a la comunidad internacional de que la sucesión de apagones fue
producto del azar o del infausto destino. Al mecanismo apelan desde hace años,
y ha ocasionado grandes perjuicios y cobrado decenas de vidas.
La causalidad no se
tapa con el trapo roto de la casualidad. No solamente fue un grupúsculo de
saboteadores con ideas locas, sino una organizada banda de criminales que
abarcó, desde operarios y técnicos saboteadores del sistema, hasta desentonados
dirigentes. Y congresistas estadounidenses. Uno, cuando menos: Marco Rubio, que
a 23
minutos del ataque confirma que los generadores de
respaldo también fallaron. Y sí, con certeza, «fallarían». ¿Cómo lo supo en
tiempo real?
Horas antes de los
atentados, al mediodía del 7 del marzo, Rubio
lo profetizó durante una audiencia sobre Venezuela en el
Subcomité de Relaciones Exteriores del Senado: «Venezuela va a entrar en un
período de sufrimiento que ningún país de nuestro hemisferio ha enfrentado en
la historia moderna».
¿Un talento para
inferir por adelantado las cosas fatídicas que propicia? ¿Una potente
clarividencia para lo conveniente? ¿Un irresponsable que trina por trinar y
alarma a una población angustiada? ¿El sadismo vistoso de un degenerado con
pretensiones políticas? ¿Alguien presto a servirles de caja de resonancia a
saboteadores furibundos? O Rubio sabía de antemano el delito en el que
incurrirían sus incondicionales.
Fiasco tres: la fórmula del golpe.
No hay duda de que los
opositores venezolanos han seguido una y otra vez y con esmero los pasos del
«golpe suave» de Gene Sharp (1994), y que han puesto en práctica los 198
métodos (y unos más) que describe el ideólogo estadounidense en De la dictadura a la democracia,
el pestilente manual de guerra y muerte que sermonea sobre el exabrupto de las
violencias. Un instrumento que ha funcionado en muchas partes, mas no en
Venezuela.
¿Las razones? Quizás
de luz mirar los pasos dados por Juan Guaidó en el reciente intento de golpe
contra el presidente Maduro. En la elaboración de la secuencia me apoya un
personaje conocedor del intríngulis del poder en Venezuela, que evade la «cita
citable» por sensatas razones de cautela. He aquí varios puntos de referencia
de la defectuosa estrategia golpista.
Guaidó busca aliados
para llevar a cabo el golpe en la Guardia Nacional, el componente peor armado y
más indisciplinado de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), y en el
Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), la policía política sin
poder de fuego y con un comisario general recién nombrado, y excluye a los
demás componentes.
Empieza tomándose el
zaguán de una casa y no la instalación militar a la que pretende ingresar. No
es maniobra de despiste. Concentra las fichas de ataque en la casa de Leopoldo
López, su rico jefe y secuaz de atentados y pedreas, y después sí va a la base
aérea La Carlota. Cuando llegó, por supuesto, nadie ignoraba el golpe en
desarrollo. Malgastó el factor sorpresa y calcinó las tácticas de distracción.
Instaló después el
cuartel general del golpe en un puente, es decir, una estructura sin defensas,
abierta por los cuatro costados, a tiro limpio de los escopetazos de goma (o de
lo que fuera) y los gases lacrimógenos de una base de operaciones castrenses adyacente.
El primer dirigente
opositor al que recibe es un adeco de vieja data vestido cual invitado del
fastidioso comediante Jaime Baily. Hablo de Edgar Zambrano, que se presenta con
saludos marciales mal hechos ante reclutas que lo saludan y violan de paso la
contundente jerarquía. Todo trasmitido, para que no quepa duda, en vivo y en
directo.
El primer apoyo
internacional viene del presidente Iván Duque, el vecino entrometido de la
barriada, provocando el rápido rechazo en las fuerzas armadas, tradicionalmente
adversas a los injerencistas Gobiernos colombianos. Se refuerza así el secreto
a voces de que Guaidó es una marioneta de fuerzas extranjeras y aumenta la
convicción nacionalista de los leales a Maduro.
Guaidó llama al pueblo
a las calles, no se sabe a qué ni adónde. No aparece todavía un oficial de alto
rango asumiendo la responsabilidad del golpe, y apenas comienzan los
enfrentamientos abandona el puesto de mando y se refugia en la plaza Altamira
con los amigotes. Deja a su suerte a los uniformados de baja categoría del
cortejo, que se rinden en un santiamén y alegan ante los micrófonos que fueron
vilmente engañados. Se declaran al unísono, claro está, leales a Chávez y
Maduro.
Se toma la habitual
fotografía en el distribuidor de Altamira rodeado por trescientos o
cuatrocientos allegados, y lanza las escuálidas huestes de jóvenes guarimberos
a enfrentar las tanquetas a pecho descubierto. Urge a los partidarios para
concentrarse frente a las dispersas unidades militares del país, todas bajo control
gubernamental.
El supuesto líder del
golpe se rodea de compañeros de armas para la foto y en actitud cordial rechaza
cualquier vinculación con los golpistas. Los sublevados de verdad piden asilo.
La esposa y los hijos de Leopoldo miran a Guaidó por la tele de la embajada de
Chile. No ven a papi porque papi se esfumó por la puerta entreabierta de la
embajada de España.
Al terminar la
jornada, Guaidó considera como un gran triunfo lo acontecido y nunca sucedido.
No dice ni mu sobre la soldadesca presa; agradece, cómo no, a la comunidad
internacional, y emplaza a la Fuerza Armada a seguir avanzando. Si hubiera
leído el Martín Fierro (1872) habría
tenido la ocasión más propicia en lo que va del siglo para citarlo: «…algún día
hemos de llegar / después sabremos a dónde». Y si hubiera leído algo alguna vez
se habría quedado callado.
Pero no. Y como si
nada hubiera pasado convocó a los partidarios a la marcha del Primero de Mayo,
una fecha emblemática de la izquierda mundial y otro búmeran que le daría en la
frente recién empolvada.
Rubio, semanas antes,
en el trino citado, señaló: #MaduroRegime is a complete
disaster («el régimen de Maduro es un completo
desastre»). Pasados los meses, la caravana humanitaria ni de carambola,
saboteado el sabotaje eléctrico, los Estados Unidos con un duplicado problema
que no tenían, desechada la guerra civil porque no hay con quién, la invasión
ni en veremos y Guaidó desleído como calamar en su tinta, ¿aún creerá el
congresista mayamero que Maduro es el completo desastre? Espejito, espejito…
¿quiénes somos los más imbéciles del reino?
*Periodista
y director de cine y televisión colombiano. Escritor en prestigiosos medios
internacionales y colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis
Estratégico (CLAE). Productor y analista en el canal internacional
Hispantv.
No hay comentarios:
Publicar un comentario