Podemos entender que la
equidad en el acceso a los frutos de una prosperidad sostenible en una sociedad
democrática, se relacione de manera tan íntima con la tarea de poner al servicio
de ese propósito los recursos culturales, científicos y políticos creados por
la Humanidad en esta etapa asombrosa de su historia.
Guillermo Castro H. / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
La
aspiración al desarrollo sostenible de la especie humana tiene raíces muy
hondas en la cultura de nuestra América. A veces las encontramos en pequeños
textos, como aquel que José Martí dedicara a la necesidad de contar con
maestros ambulantes, que educaran a los campesinos de un modo que les ayudara a
convertir en conocimiento sus propias experiencias vitales. Allí nos dice que
la visión que anima empeños tales se sustenta en “un cúmulo de verdades
esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de
la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria.”[i] A dos de esa verdades
queremos referirnos aquí.
Una
consiste en que las diferencias entre los seres humanos son naturales, pero la
desigualdad es una construcción social. La inequidad es una forma de la
desigualdad, que abarca grupos sociales completos. Ella, dice una de sus
definiciones “representa una diferencia entre los grupos o clases que forman una
sociedad. La desigualdad de oportunidades para acceder a bienes y servicios
como vivienda, educación o salud se señala como una de las causas pero también
como una de las consecuencias de esta situación.”[ii]
En nuestra
América, además, utilizamos el término inequidad no solo en un sentido técnico,
sino también moral, como un sinónimo de injusticia. Porque, en efecto, la
distribución de los frutos de la prosperidad solo es justa si toma en cuenta
las necesidades que surgen de las diferencias individuales y sociales entre los
integrantes de la sociedad, como lo ilustra esta imagen:
Hay muchos equivalentes
de lo que vemos aquí. Las mujeres, los pueblos originarios, los pobres del
mundo rural y del urbano, los discapacitados y los jóvenes – por mencionar
algunos casos - son a menudo objeto de trato inequitativo en el acceso a
oportunidades de empleo, a servicios públicos, y a múltiples formas de vida
social.[iii]
No faltará quien diga
que esto es natural, porque siempre ha sido así. Eso no es cierto. Todas las
sociedades que hemos conocido han incorporado la desigualdad como un mecanismo
de organización y de relacionamiento entre sí. Sin embargo, el cuestionamiento
de la inequidad que resulta de esa manera de organizar la vida social ha
recibido una crítica constante.
Podemos mencionar tres
grandes casos de reacción contra la inequidad. El primero, y de alcance mayor y
más duradero, fue el surgimiento y difusión del cristianismo, que ofreció por
primera vez en la historia la esperanza en la salvación a todos los seres
humanos, a todos los grupos sociales, y a todas las naciones por igual. En esa
perspectiva, también, el cristianismo evangélico hizo de la explotación del
hombre por el hombre un hecho pecaminoso, como hizo un principio fundamental de
la separación entre la religión y el Estado. En este sentido, pudo Antonio
Gramsci que el cristianismo “fue revolucionario en comparación
con el paganismo porque fue un elemento de escisión completa entre los
defensores del viejo y el nuevo mundo”, constituyéndose en un “elemento de
separación completa en dos campos,” en cuanto fue “vértice inaccesible para los
adversarios.”[iv]
Sabemos que la pureza
de esa premisa cultural se vio comprometida, y aun escamoteada, a partir del
proceso de imperialización de la Iglesia del siglo IV en adelante, y de su
transacción con el liberalismo a partir de 1891, a partir de la Encíclica Rerum
Novarum, emitida por el Papa León XIII. En efecto, aquella premisa
cultural, de alcance tan hondo como prolongado, tuvo su primera expresión
política consistente en la Gran Revolución de 1789, que reivindicó como sus
valores fundamentales la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aún no
existían, sin embargo, las condiciones sociales para hacer de esos valores una
práctica realmente universal.
Esas condiciones
empezaron a formarse con la creación de la Organización de las Naciones Unidas
en 1945 por 51 países, y el gran proceso de descolonización que siguió a la II
Guerra Mundial, que amplió a 193 el número de los Estados soberanos a lo largo
de las décadas de 1950 y 1960. Fue en ese proceso que la Humanidad inició, por
primera vez en su historia, la construcción de una agenda común para su propio desarrollo,
y a crear las condiciones para llevarla a la práctica.
Así las cosas, podemos
entender que la equidad en el acceso a los frutos de una prosperidad sostenible
en una sociedad democrática se relacione de manera tan íntima con la tarea de
poner al servicio de ese propósito los recursos culturales, científicos y
políticos creados por la Humanidad en esta etapa asombrosa de su historia. El
desarrollo al que aspiramos será el fruto mejor de la superación de los
problemas y las dificultades generados por la inequidad en las relaciones de
los seres humanos entre si y con su entorno natural. Por lo mismo, será
sostenible por lo humano que sea, o no será. En eso consistirá su carácter
revolucionario. Esa es la otra verdad esencial en el ala del colibrí.
Panamá, 31 de mayo de 2019
[i] “Maestros ambulantes”. La América, Nueva York, mayo de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975: VIII, 288.
http://librinsula.bnjm.cu/1-205/2006/enero/108/pasado/pasado135.htm
[iii] Todo esto tiene
expresión estadística, y hace parte además del sentido común. Así, una mujer
joven, indígena y que vive en una zona rural probablemente será pobre, tendrá
un bajo nivel de educación, no contará con acceso a servicios de salud de buena
calidad, empezará a tener hijos a temprana edad y tendrá muy pocas
oportunidades de contar con un empleo digno que le permita tomar el control de
su propia vida.
[iv] “Apuntes de filosofía I;
Miscelánea / El canto décimo del Infierno”: Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica
del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Garratana.Ediciones ERA /
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 1999: II, 4, 147 - 148.
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