Mientras no se atiendan con igual ímpetu los problemas de pobreza, desigualdad, exclusión social, segregación cultural y racismo, o la impunidad que carcome los sistemas judiciales, por citar solo algunos de los temas pendientes, no será posible construir otra Centroamérica realmente democrática.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La crisis de narcotráfico, crimen organizado e inseguridad ciudadana que sufre Centroamérica (con una tasa de homicidios 33% superior a la del resto del mundo) está poniendo a prueba la capacidad de construcción política y la vocación democrática de los gobiernos de la región, tanto en la manera de alcanzar acuerdos sociales en torno a las acciones más adecuadas que deben emprenderse, como en la profundidad y radicalidad –en su sentido transformador- de la soluciones que se proponen frente a esta problemática.
Hasta el momento, el balance no es halagüeño: nuestra clase política no logra –o no quiere o no puede- ver más allá de las soluciones impuestas desde arriba, con enfoques marcadamente guerreristas y que, en el fondo, hacen parte de estrategias geopolíticas cuyos intereses van más allá del entorno centroamericano.
En efecto, casi todas las medidas tomadas para enfrentar esta crisis en nuestros países apuntan en la dirección de las experiencia de guerra contra el narcotráfico desarrolladas, bajo la tutela de los Estados Unidos, a través del Plan Colombia y la Iniciativa Mérida en México, es decir, la militarización del conflicto y la ausencia de una perspectiva integral de sus posibles soluciones.
En ese sentido, la Conferencia Internacional de Apoyo a la Estrategia de Seguridad de Centroamérica, que concluyó el pasado jueves en Guatemala, si bien a nivel del discurso de los organizadores intentó desmarcarse de ese enfoque, al final, demostró las limitaciones regionales e internacionales para realizar un abordaje diferente e integral de la crisis.
Aislados y protegidos de la realidad por ejércitos y guardaespaldas, los mandatarios centroamericanos pidieron más armas, servicios de inteligencia más modernos, recompensas por la captura de drogas y traficantes, y dinero, muchos más dinero para los presupuestos nacionales de seguridad y para financiar la Estrategia de Seguridad regional, cuyo costo estimado supera los $6 mil millones de dólares.
La delegación estadounidense, encabezada por la Secretaria de Estado, Hillary Clinton (de fugaz presencia: llegó tarde al evento el primer día, habló y se marchó), no fue muy receptiva de las peticiones centroamericanas. En respuesta al emplazamiento por aumentar la ayuda económica, Clinton dijo –no se sabe si en broma o en serio- que no habrá más dinero hasta que los Estados recauden más impuestos entre los sectores de altos ingresos, para sufragar así las necesidades de seguridad de las sociedades. ¿Los ricos centroamericanos, desde sus exclusivas y confortables fortalezas, financiarían la seguridad de los pobres? La idea de la funcionaria norteamericana, aunque puede parecer sensata, termina por convertirse en una burda mueca progresista a la vista de las estructuras profundas de la desigualdad y los privilegios en Centroamérica.
De parte de los organismos financieros internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, lo que se obtuvo fueron nuevas ofertas de créditos por un monto cercano a los $2000 millones de dólares. Un endeudamiento que, como bien se sabe y lo demuestra la historia, de una u otra forma, siempre terminan pagando los sectores de la población de más bajos ingresos, vía impuestos directos o indirectos.
Esto, y poco más, puede decirse de los resultados concretos del cónclave de Guatemala. En cambio, fueron muchas y muy notorias las ausencias: no participaron de la cita los movimientos sociales, los pueblos indígenas, los afrocaribeños, los ciudadanos y ciudadanas “de a pie”, los migrantes y sus familias, los excluidos del crecimiento económico y, en fin, las miles de víctimas de la violencia y la barbarie criminal: como si los pueblos centroamericanos no tuviesen mucho qué decir a la clase política sobre las hondas raíces de la crisis que nos golpea.
Precisamente, ese vacío democrático en la discusión y la toma de decisiones es uno de los desafíos transversales en el diseño de planes y respuestas ante la crisis de seguridad. ¿O se nos olvida que esos mismos poderes que hoy buscan soluciones, hace apenas dos años dieron un golpe de Estado en Honduras; o que uno de los responsables de los genocidios perpetrados en Guatemala durante la década de 1980, podría llegar a la presidencia de ese país en los próximos meses, y estará a cargo de la política de seguridad?
Está bien concentrar esfuerzos en el combate y la prevención del delito, la reinserción de los delincuentes y el fortalecimiento penitenciario e institucional, como lo intenta la Estrategia de Seguridad regional. Pero mientras no se atiendan con igual ímpetu los problemas de pobreza, desigualdad, exclusión social, segregación cultural y racismo, o la impunidad que carcome los sistemas judiciales, por citar solo algunos de los temas pendientes, no será posible construir otra Centroamérica realmente democrática: una en la que participen todos los actores sociales, sin murallas ni intereses soterrados, y donde la seguridad no sea el resultado de la militarización, sino de la justicia social, la igualdad, la educación, el empleo digno y el respeto a la diversidad cultural.
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