Mi padre solía decir “el enemigo es social, no personal”. Y esta enseñanza la he asumido desde el día en que vi en los periódicos de Guatemala las fotos de los cadáveres ensangrentados de mis padres.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Hace unos meses escribí en mi columna mi oposición a la pena de muerte. Era la respuesta a una convicción profunda. Uno de los lectores me hizo el favor de enviarme un comentario en el que me reprochaba mi postura y agregaba: “Cómo se ve a simple vista que Ud. no ha sido afectado por la violencia extrema, por eso se atreve a emitir tal opinión”. Desgraciadamente esto no es así. Sufrí en carne propia la violencia extrema y estuve a punto de ser asesinado por los sicarios del llamado Ejército Secreto Anticomunista (ESA). Por fortuna salvé la vida y viví en el destierro durante largos doce años. Pero otros colegas universitarios, que fueron amenazados de muerte por el ESA junto a mí, no corrieron mi suerte: Julio Alfonso Figueroa Gálvez, Jorge Romero Imery y Ricardo Juárez Gudiel fueron inmisericordemente asesinados. En el caso de Jorge, a la sazón Director de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala, su destino fue más atroz aun, porque fue secuestrado, torturado y finalmente asesinado. Su cuerpo fue enterrado y no fue encontrado sino meses después.
Pero también me vi afectado por la violencia extrema porque el 6 de junio de 1980, mis padres Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra Escobedo, psicólogos de profesión, fueron asesinados a nombre del ESA. Ese viernes a las 10 de la mañana, al salir a cumplir sus labores habituales en su consultorio de atención psicológica, fueron perseguidos por autos conducidos por sus asesinos materiales. Finalmente mis padres fueron alcanzados en una de las calles de la colonia Ciudad de Plata y literalmente arrasados con fuego de metralleta. Recuerdo muy bien las fotos que la prensa publicó al día siguiente aunque esto lo hice desde San José, ciudad en la que había comenzado mi vida de exiliado. El auto gris de marca japonesa de mi padre se encontraba destrozado por las balas y en su interior yacían mis padres con el rostro que desde niño les vi cuando dormían. Una amiga, Katina de León Rodríguez, tenía los periódicos en las manos y no quería enseñármelos. Le pedí que me los diera para asumir de una buena vez lo que tarde o temprano tenía que ver. Y recordé una estrofa de un poema de Luis Cardoza y Aragón en la que dice que la muerte siempre llega tarde, porque la vida siempre se le adelanta.
No he albergado odio a lo largo de estos 31 años. Los hechores materiales eran pobres diablos a los que sus jefes les pagaban unos cuantos quetzales para hacer su labor. Seguramente buena parte de ellos estan muertos porque eran material desechable para los que los dirigían. Mi querido amigo de juventud, Hugo Arce, escribió en alguna ocasión que uno de ellos era un esbirro llamado “El Gato” Gudiel. Ignoro si esto es cierto. Lo que si resulta cierto es que algunos de los autores intelectuales que los dirigían viven y viven en la impunidad. Eran parte de los aparatos represivos instalados en el ejército y las policías del gobierno de Romeo Lucas García, quien murió sin conflictos de conciencia porque la memoria se le borró. Lucas García era solamente la cabeza visible, no necesariamente la más inteligente, de un aparato criminal que asesinó y desapareció a miles y miles de guatemaltecos y guatemaltecas. Ese aparato criminal era sostenido por el puñado de privilegiados expoliadores que se sintieron amenazados por los aires de revolución social que inundó a Centroamérica después del triunfo sandinista de julio de 1979. Por todo ello si algún odio tengo no es de carácter personal. En todo caso lo tendría hacia un sistema que hacía uso de la dictadura terrorista para reproducir de manera ampliada el insultante boato de una minoría que coexistía con una enorme miseria social. Mi aversión continúa ahora por un sistema social que pregona la democracia mientras sume en la miseria a millones de personas, juega electoralmente con sus necesidades, hipócritamente considera a la “limpieza social” como la solución a la rampante violencia delincuencial que vivimos, permite la existencia de poderes ocultos, arrasa a los campesinos indígenas del Polochic, envenena campos y ríos con la minería abierta y enferma a sus habitantes, despoja de sus bienes a la población rural que vive en la zona de los megaproyectos, nutre a buena parte de la clase política con el ejercicio sistemático de la corrupción y hoy ha sumido a Guatemala como parte de la región más violenta del mundo. Mi padre solía decir “el enemigo es social, no personal”. Y esta enseñanza la he asumido desde el día en que vi en los periódicos las fotos de los cadáveres ensangrentados de mis padres.
Nada fue igual en mi vida desde el 6 de junio de 1980. Pero también he aprendido que se puede volver a ser feliz y recuperar la llama de la esperanza.
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