Sin una opción radical por eso que, siguiendo a Mariátegui, podemos llamar el empeño de creación heroica de un futuro distinto para nuestros países, el estallido final de la potencia imperial podría arrastrarnos a todos en su onda expansiva de muerte.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
¿Cuán profunda y grave es la crisis que sufren los Estados Unidos? Los datos divulgados por el Instituto de Política Económica de Washington nos dan una respuesta: en el país paladín del mundo libre, 25 millones de personas, en su mayoría jóvenes, afroestadounidenses y latinos, no tienen trabajo a tiempo completo (una cantidad mayor que la población combinada de Guatemala, El Salvador y Costa Rica); y entre 1979 y 2005, los hogares más pobres registraron un aumento promedio de sus ingresos de apenas $200, mientras que para el 0,1% de los hogares más ricos, los ingresos alcanzaron la increíble suma de $6 millones.
La magnitud de la crisis y las desigualdades que atraviesan la sociedad estadounidense no dejan de sorprendernos, y constituyen, sin duda, un signo claro de lo que ya muchos anuncian como la fase terminal de una enfermedad prolongada.
Precisamente, en una entrevista publicada por el diario La Jornada de México, el intelectual Morris Berman asegura que el declive de los Estados Unidos es un hecho inevitable. “El suceso más importante en los pasados 400 años, en mi opinión, fue la creación de Estados Unidos. Y creo que ahora ha llegado el fin de ese país, su declive”, afirmó.
La perniciosa combinación entre desarrollo tecnológico, expansión económica y guerra, en su criterio, ha precipitado el colapso norteamericano. “Para esta expansión se necesita energía, petróleo, y esto involucra a la guerra. Estados Unidos utiliza 25% de la energía del mundo, con una población menor a 5% del total del planeta. Es increíble, (…) No es posible continuar”.
La corrupción de las instituciones políticas, como la Corte Suprema de Justicia o el Congreso; los problemas en el sistema educativo; o los fracasos militares en Irak y Afganistán (“¿Cómo es posible que el ejército más poderoso del mundo no pueda tener una victoria contra esos dos pequeños países?”, se pregunta Berman), son síntomas del fin de la otrora potencia hegemónica.
Para Berman hay dos factores culturales que resultan claves para comprender las causas de este declive. Por un lado, el carácter “cerrado y provinciano” de una sociedad en la que sus ciudadanos “no tienen una visión de ideas diferentes, de modos de vida distintos. Es sólo la ideología de Estados Unidos”, lo que dificulta el diálogo, la comprensión y reconocimiento de otras culturas.
Y por el otro, el predominio de valores destructivos como el egoísmo y el individualismo: “El individualismo es importante –explica Berman-, pero tiene que considerarse la ecología general de la vida humana. Si individualismo, tecnología y dinero es lo más importante; no es posible tener una sociedad, una comunidad, una civilización. En Estados Unidos el propósito es expansión, tecnología, economía, individualismo, y así no hay sustentabilidad posible”.
Por supuesto, este declive tiene implicaciones para todo el sistema internacional, articulado durante décadas en torno al liderazgo de los Estados Unidos; pero afecta de modo particular a aquellas regiones cuyos vínculos son más estrechos, como es el caso de América Latina: aquí, durante casi dos siglos, la potencia norteamericana ha sido referente cultural, político, económico y, no pocas veces, también fue opresor violento que impuso sus intereses a sangre y fuego.
Por desgracia, mientras intelectuales críticos como Berman advierten del colapso estadounidense, las élites de una considerable cantidad de países latinoamericanos insisten en profundizar las relaciones de dependencia, a todo nivel, con la potencia decadente y con el modelo de sociedad que exporta como panacea. Es el caso, por ejemplo, de la iniciativas Bloque del Pacífico, que incluye a México, Colombia, Perú y Chile, y Arco del Pacífico, que incorpora a Centroamérica a esta geografía política, económica y estratégica. Sin embargo, también es la amenaza que se tiende ya sobre los procesos progresistas y nacional-populares de nuestra América, que no terminan de cortar las cadenas que, sobre todo desde los mercados financieros, los mantienen atados al capitalismo depredador.
En una de sus últimas Reflexiones, el líder cubano Fidel Castro decía que “nadie puede asegurar que el imperio en su agonía no arrastre al ser humano a la catástrofe”. Esta es una posibilidad dramática y real, que comprobamos ya en más de un aspecto.
Hoy sabemos algo más: sin el protagonismo de los pueblos latinoamericanos y caribeños para profundizar los procesos de cambio iniciados hace una década; sin voluntad emancipadora y rebeldía de las dirigencias, entrampadas en el dilema de ser o no ser “izquierdas sensatas”, que sirven infructuosamente a dos señores; y sobre todo, sin una opción radical por eso que, siguiendo a Mariátegui, podemos llamar el empeño de creación heroica de un futuro distinto para nuestros países, en un mundo nuevo y equilibrado, el estallido final de la potencia imperial podría arrastrarnos a todos en su onda expansiva de muerte.
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