¿Cuánto de la idea grandiosa de Bolívar, de esa poderosa visión por la que tantos hombres y mujeres, durante generaciones, consumieron y sacrificaron sus vidas, hemos alcanzado los latinoamericanos que vemos la luz del Bicentenario?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El Bicentenario del inicio de las luchas emancipadoras y por la independencia de América Latina, con sus celebraciones y debates en los últimos dos años, nos ha invitado a mirar de nuevo, con sentido crítico, lo mucho que de común tienen nuestras historias, culturas e identidades diversas, y las enormes posibilidades de futuro que todavía encierran en los albores del siglo XXI.
Al cabo de dos siglos, un balance del estado de situación de nuestros países y de los desafíos a los que se enfrentan, nos señala rumbos y tareas inconclusas en el objetivo del concretar el doble proyecto de liberación y unión de los pueblos latinoamericanos y caribeños.
Esta visión de la unidad nuestraamericana fue expuesta por vez primera, con osadía emancipadora y claridad inédita, por Simón Bolívar en ese documento fundacional del pensamiento latinoamericano que se conoce como Carta de Jamaica, del año 1815. Allí escribe: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”. Esta idea, a la que consagra su vida, la enriquecería a lo largo de los años con una prolífica producción político-literaria, templada al fuego de los combates en cordilleras, valles y llanos, como en cabildos, asambleas y congresos.
En su Carta, Bolívar se propone exponer “el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América; no la mejor, sino la más asequible”. Así, anticipando un porvenir que entonces apenas podía ser imaginado, el Libertador vislumbra en la unión de las antiguas colonias de la América Hispana, ese “pequeño género humano” constituido por pueblos con una lengua y cultura compartidas por los pueblos, las bases para construir “la más grande nación del mundo”, con “un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse”. Pero esta unión, explica, si bien puede alcanzarnos la independencia real y el gobierno libre, “no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.
Son grandes las posibilidades que el Libertador otea en el horizonte de la América meridional, pero también lo son las amenazas que se tienden sobre las nuevas repúblicas que apenas intentaban venir al mundo: los enfrentamientos entre los partidos democrático, militar y aristocrático por el poder; la emergencia de una oligarquía apoyada por la fuerza de las armas, que no toleraría la democracia; el interés de las potencias por hacerse del control de territorios estratágicos –como el istmo centroamericano- para dominar las rutas comerciales entre Asia, América y Europa; las riquezas y abundancia de recursos, que despiertan divisiones, odios profundos y guerras internas y externas; o el oro y la esclavitud, inseparables en la conquista y colonización del territorio y los pueblos americanos, pero enemigos mortales “de todo régimen justo y liberal”.
En las líneas de su Carta, Bolívar habla de los problemas y obstáculos de su tiempo, pero su diagnóstico, casi doscientos años después, no deja de asombrar por su vigencia, por lo mucho que todavía tiene que decirle al presente. ¿Cuánto de su idea grandiosa, de esa poderosa visión por la que tantos hombres y mujeres, durante generaciones, consumieron y sacrificaron sus vidas, hemos alcanzado los latinoamericanos que vemos la luz del Bicentenario?
Pensar América Latina en las actuales condiciones de crisis de la civilización, y actuar políticamente por nuestra segunda y definitiva independencia, debería llevarnos a romper las cadenas que nos atan a las nuevas formas del imperialismo (financiero, cultural, militar), que eternizan en nuestros países las condiciones estructurales de exclusión, pobreza, violencia y colonialismo interno, enquistadas a un sistema que se sostiene, desde hace siglos, sobre los privilegios de unos pocos a costa de los sacrificios de muchos. Y esto no puede hacerse desde otro cause ético, político y cultural que no sea el de la opción por los oprimidos y los pobres de la tierra.
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